“Escribo esta historia para que sea leída en el momento de mi despedida… la costumbre se inició cuando… cuando yo… yo era… era un… niño”.
El hombre no dijo más, emocionalmente se quebró y dejó caer lo que estaba leyendo, sus cuarenta y tantos años de edad se desplomaron para siempre.
La costumbre se inició cuando Gilmer era muy joven, tenía apenas once años, activo muy activo, eso sí, y voluntarioso para hacer mandados a las personas mayores que lo solicitaban. Pero aquella vez que fue solicitado por Teodoro, para hacer mandados a Felipe, la voluntad se le vino abajo porque Felipe tenía muy mala fama, nadie en el lugar hablaba bien del cincuentón. Apenas había llegado a vivir y la gente empezó a tejer muchas historias malas respecto a él, decían que padecía una terrible enfermedad que además de ser extremadamente contagiosa era terriblemente horrible. Terriblemente horrible, oiga usted, el cuerpo se le va muriendo por partes, primero se le muere la nariz, luego las orejas, y así, oiga usted mi querido amigo, todo lo que sobresale se le muere, ya se imaginará usted los apuros en los que se vería de padecer la terrible enfermedad, amigo.
Pero Teodoro Ramos tenía un bendito poder de convencimiento y terminó convenciendo al dinámico Gilmer Valera, ¡qué importa lo que digan de mi compadre lo que importa es la plata!, y sí, pues, por plata el muchachito se incorporó al cortejo.
Felipe creció en aquellos campos agrícolas, y se marchó cuando joven a Lima en busca de mejores oportunidades de vida. Sí pue, así dicen, dicen que allá hizo su vida, ¡y paqué!, le fue muy bien, y allá se casó, pero su mujer lo echó por malo. Para acá venía de vez en cuando, cada uno, dos o tres años, para ver su casita y su pequeño fundo. Su casita, más que todo, ya que el fundito estaba en manos de otras personas que lo sembraban “al partir”. Bueno, eso de que se casó no se sabe si es cierto o no, nunca trajo a su mujer ni a sus hijos para acá, siempre ha venido solo. ¡Total!, de lo que le ha sucedido por Lima nadie sabe realmente nada, ¡tan grande que es Lima!, lo que sí es cierto es que cada vez que viene se emborracha y no come, seguramente que igual hace en Lima por eso está enfermo y sin familia.
Tantas historias tejidas de diferentes maneras y en todos los tiempos, respecto a Felipe, circulaban en la campiña, en esa su tierra natal a donde últimamente había llegado minado por una terrible enfermedad que no era contagiosa, de ninguna manera, pero sí brutalmente terrible, y no llegó para aprovechar el aire puro y curarse, ¡llegó para morir!. Ni bien llegó al centro poblado, al primero que hizo llamar a su casa fue a su compadre Teodoro Ramos:
–Compadre, estoy aquí porque padezco una enfermedad terminal, ¡incurable!. Es bueno que usted lo sepa y es su obligación ayudarme a morir.
Teodoro se quedó como paralizado, frío, las palabras de su compadre le parecían de otro hombre, de un cruel e infernal engendro, luego sonrío porque al poco reflexionar le parecían una broma, pero qué broma ni qué nada, Felipe lo había planeado todo. Si tendría que morir moriría de la forma más feliz que hasta entonces haya podido imaginar para el caso, por eso tuvo que escapar del hospital donde estaba internado, de ahí donde los quejidos de dolor y los gritos reprimidos de los enfermos semejaban un purgatorio, ahí donde las lágrimas del impaciente enfermo de puro pudor no fluían, ahí donde nadie entregaba amor sino cumplimiento de labor. Ahí, pues, donde lo estaban preparando física y emocionalmente para amputarle el pie izquierdo que se le había muerto por falta de riego sanguíneo. Por eso le pedía ¡muerte! a su compadre, aparentando frialdad pero no, Felipe estaba extremadamente aterrorizado por la decisión que había tomado, pero más le aterrorizaba el saberse amputado y con una ceguera que avanzaba a pasos agigantados. Estaba pidiendo ¡muerte! con el rostro demacrado y las lágrimas escarchadas sobre profundas ojeras y amarillentas mejillas, mientras sus labios temblaban y sus párpados tiritaban esperando la respuesta de su compadre a quien había escogido como uno de sus cómplices de suicidio.
–No, compadrito, cómo me pide usted eso, no ¡eso no!, si usted está mal usted se va a sanar, lo único que tiene que hacer es volver a Lima, al hospital, ¡y que ahí le curen!.
Felipe se quedó en silencio, sabía que si regresaba a Lima le cortarían el pie, con consentimiento, con sentimiento, o sin ellos, ¡lo cortarían!. Y luego desde la rodilla, y pronto de más arriba, de la rabadilla, ¡y la otra pata también!, y en su propia presencia, muriendo por partes y a pausas. No, ¡no volvería! ni por san puta. Pero su compadre tenía sus propias deducciones, lo que pasa es que a este cojudo de mi compadre le gusta tomar y está buscando un pretexto para emborracharse, que pida nomás y se acabó, porqué tiene que inventar cosas ¿no?. Y después que ambos compadres, en un silencio por tiempo indefinido, se miraron, Felipe habló desviando la mirada hacia la puerta de la sala.
–Compadre, lo que usted tiene que hacer es buscar a mi primo Isidoro Barreto para lo mismo.
–Compadrito deje usted que Dios decida, nosotros no somos ¡nadies!, compréndalo, nadies para decidir sobre nuestras vidas.
–Compadre, Dios ya ha decidido, me ha jodido y no quiero dejar que me siga jodiendo, así que hágame el favor de buscar a mi primo.
–Con ese su primo yo no me hablo, compadre.
–Pero yo sí, así que, por favor, ¡vaya y convénzalo que venga!.
El compadre Teodoro se quedó en silencio y sin moverse por varios minutos, y luego habló.
–Compadrito, qué podría pensar su esposa, no creo que esté de acuerdo. ¡Sus hijos, compadrito!, ¿se ha puesto a pensar en eso?.
–Compadre –replicó Felipe–, ¡qué importa eso!, nunca he sentido el amor de mi esposa, siempre anda muy metida en lo suyo con sus amigos, ¡ya no existen hogares compadrito!. Y en lo que respecta a mis hijos, ¡ellos comprenderán!, entenderán mi decisión porque son mis hijos, además ¿para que esperar a darles afán y luego decepcionarme cuando se cansen de mí?. Lo que tiene que hacer usted es traerme a mi primo, y además, a mi sobrino Rogelio Campos.
–¡Uy!, ¿otro más?.
–Sí, compadre. Y también necesito, desde este momento, una persona activa para que me haga los mandados.
Y Gilmer fue con Felipe, para mandados para qué más, pero la intriga se apoderó de Gilmer y siempre se quedaba más de lo necesario. Teodoro no quiso convencer ni al primo ni al sobrino de Felipe, quien lo hizo fue el voluntarioso Gilmer.
Y cuando por fin todos pudieron reunirse en casa de Felipe, fue Teodoro el primero en intervenir, insistió con que se debería dejar el caso en manos de Dios y de la ciencia médica; pero luego cambió de parecer para defender la opción naturista, que no era otra cosa más que brujería enmascarada con la palabra naturismo, una opción de curanderismo que se había puesto de moda. Así que llevaron casi a empujones a un brujo del lugar, ¿a ese don Felipe Cuentas?, ¡ese cojo no cree en nada, oigan!. Pero estuvo a punto de creer, casi, casi, quién no cree por amor a la vida, pero no creyó.
Isidoro Barreto, el primo, también tenía que opinar, y habló.
–Yo no estoy de acuerdo conque te mates, primo, pero si tú quieres, qué puedo hacer, es tu decisión y que así sea.
Fue cuando el sobrino de Felipe aprovechó para hablar, dijo que no estaba de acuerdo con la muerte de su tío porque lo consideraba demasiado, y por eso quería que siguiera viviendo: Usté tío no se preocupe, yo vendré siempre a visitale, a ver lo que necita, usté padelante nomá. Además no nos hemos puesto a pensar en lo que vendrá después que usté muera, seguro que nos llevarán a todos a la cárcel, y yo tengo mi mujercita y mis viejitos que necitan de mí.
Y esto que había fundamentado el sobrino, esto sí era lo que verdaderamente le preocupaba al compadre, solamente que no lo quería decir. Resonaban en sus oídos aquellas palabras de su mujer después que él le comunicó que Felipe, su compadre, había llegado para matarse y quería que él lo ayudara. ¡Qué ayuda ni qué nada, sonso!, ni te vayas a estar metiendo, tú sí que eres un sonso oye, cuidadito nomás que te estés metiendo porque yo no voy a ir a verte a la cárcel, ¿han visto?, éste es un sonso, un idiota el sonso este, todo lo que le pide su compadre hace.
–¡No ve compadre!, por pensar en ayudarle no me había dado cuenta de eso que dice su sobrino, su propia sangre ¿ah?.
–¡Ja! –pronunció Felipe–, nadie se dará cuenta.
“¿Qué no?, ¡todos se darán cuenta antes de lo que nosotros imaginamos!”, dijeron ellos a una voz.
Felipe explicó que nadie se dará cuenta porque todo parecerá tan natural: Todos aquí estarán de fiesta, tres, seis, siete, quince días de fiesta y más, ¡de borrachera hasta morir!. Comenzaré con uno de ustedes, al siguiente día continuaré con el otro, y así, con ustedes y con los amigos que ustedes traigan. Habrá trago y comida mientras dure mi vida y mi entierro, pero antes nadie debe saber mi propósito, sólo ustedes.
¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!, repitieron alegres, al unísono.
Y así sucedió, siete días de fiesta ¡y ya!. Felipe Cuentas quedó muerto con una sonrisa franca en el rostro, parecía estar dormido y soñando un sueño que antes creía perdido. ¡Estaba muerto de felicidad!, entre árboles y pájaros, con el fondo musical de una cascada.
Felipe había dejado su pequeño predio para que compadre, primo, sobrino y mandadero lo disfrutaran mientras sus vidas. Algunos años después el compadre pidió el mismo deseo de morir feliz, igual lo hicieron el primo y el sobrino, e igual otros ancianos de la comarca, hombres y mujeres. ¡Y se hizo costumbre!. La noticia explosionó, y desahuciados de todos los lugares llegaban a morir al predio dejando dinero voluntario para el anfitrión, entones Gilmer convirtió la finca en un lucrativo negocio que llamó “El muerto feliz”.
Cuando Gilmer, a sus setenta y cinco años de edad, se sintió morir, quiso hacerlo como ya era costumbre, pero nadie acudió a su llamado porque había convertido la necesidad de los demás en su propio negocio.
Algo más de la historia que Gilmer Valera había escrito, respecto a la costumbre “El muerto feliz”, se cuenta en la campiña. Historia que estaba siendo leída por su único hijo en el momento de su entierro.
Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra