La conocí allá en la casa hacienda de su
padre, ¡Don César!, como solían llamarlo, graciosamente se desplazaba con pasos
livianos y acompasados, mientras sus brazos seguían la cadencia de la música
folklórica entonada por la banda de músicos que expresamente el hacendado hizo
llevar desde el pueblo más cercano.
Vestía un conjunto que hacía juego con el castaño de su pelo y el verde
de sus pupilas, de cuerpo mediano y esbelto, pelo jugando al viento y la
sonrisa franca que parecía compartirla con alguien ahí arriba, en el amplio
cielo; ocasionalmente bajaba la mirada y la dirigía a su pareja de baile, los
dos tarareaban el huayno de turno, y así
seguía danzando con uno de sus dos mayores hermanos de padre, si no uno, el otro, y rara
vez el padre. Cómo llegar hasta ella si sólo bailaba con sus familiares más
cercanos; en cierto aspecto me gustaba que así fuera, que nadie llegara a ella
mientras yo no pudiera hacerlo; la quería íntegramente para mí, desde su cuerpo
hasta su pensamiento, aunque claro está, cómo pude querer su pensamiento sin
haberla auscultado, pero se trataba de ella, y no perdonaría ni siquiera que la
mirara un extraño. Así pues, sucedió que su mirada tropezó con la mía, ¡y
milagro!, milagro de amor, fue como el aparecer del sol en una nublada y fría
tarde de crudo invierno. Nuestras miradas se detuvieron, talvez sólo un
segundo, pero para mí fue una eternidad, y de ahí en adelante nos comunicábamos
de dicha manera, para qué más por el momento, suficiente para mí saber que ella
se había percatado de mi existencia. Sus verdes y vivaces ojos me traspasaron,
su pequeña boca entreabierta bajo una bien formada nariz levantada me
desafiaba, sus dientes de perlas entre labios de rosa en eclosión me turbaron.
La idolatraría, le daría todo: versos, cielo, lago azul a media luna.

Ocho días de fiesta, y por fin el octavo
llegamos a decirnos ¡hola!. Ocho días que los dediqué a indagar acerca de ella,
de manera muy disimulada por supuesto, me enteré que estudiaba en la misma
Universidad donde recién había ingresado yo, ella tenía veinte y yo un año
mayor, no frecuentaba las discotecas, ni una copa de licor, menos un
cigarrillo, su tiempo estaba saturado, además de la Universidad, idiomas,
danzas, piano, repostería. Ferviente católica igual que su familia, y lo más
importante, no se sabía que tuviera enamorado alguno. Desde que nació residía
con su familia en la ciudad de Trujillo, la mayor del segundo matrimonio de su
padre, dos hermanas más de parecida hermosura y empuje le seguían, y el último,
un indefenso y simpático pequeñín. Desde Trujillo, don César manejaba la
hacienda, pero él y su familia siempre la visitaban, por lo menos una vez al
año, y cuando lo hacían, ¡una gran fiesta disfrutaban!, eso yo ya lo sabía,
todos lo sabían, el almuerzo principal se iniciaba con chancho o pavo al horno
con roscas, y luego caldo de carne, tamales, estofado de carne, tallarines con
gallina, cuy frito con papas, mondonguito verde, pastel de yuca, mazamorra de
chiclayo o camote, un tendido de frutas, chicha y cerveza sobre la amplia mesa,
y como si fuera poco, te preguntaban si podían servirte patasca o trigo partido
que se preparaban para el gentío.

Corría el mes de septiembre del mil
novecientos setenta y seis, Don César Quiñones de la Vega, acompañado de su
familia, regresó al lugar después de
siete años, la última vez que lo hizo fue apenas el General Velasco Alvarado
asumió el Gobierno por la fuerza. La Reforma Agraria con aquello de que “El
patrón no comerá más tu pobreza”, se apoderó del consciente colectivo de los
campesinos dejando a Don César y a los otros hacendados al margen de toda
posibilidad. Un año había pasado que fue depuesto Velasco, la hacienda del padre
de tu abuela así como las otras cinco aledañas, al margen del río Marañón, aún no habían sido afectadas, una esperanza
abierta ahí con ellos, y por eso festejaban.

Yo me sentía uno de los hacendados de la
rivera, aunque sólo llevaba el apellido, pero igual, amaba aquellas tierras
accidentadas, saturadas de agua y verdor bajo la niebla durante los meses de
enero a marzo; cual alfombra de vistosos colores, entre abril y junio;
amarillentas y secas, de julio a septiembre; y totalmente desoladas e
imploradoras, como sus habitantes, los
últimos meses del año. Amaba aquella hacienda y admiraba las vecinas, las
admiraba porque de alguna manera alguien de mi parentela estaba vinculado a
ellas; y por consiguiente anualmente las visitaba, a las seis, ciento sesenta
kilómetros de recorrido a caballo, ida y vuelta, desde aquí, sólo por el placer
de contemplarlas, de sentir mía una de ellas, sin que ni siquiera pudiera
comentar que era mía. Y fue casualidad,
que aquella vez me encontrara ahí reunido con los de carne y hueso, con los
grandes del Marañón, con los de las botas de gancho hasta las rodillas,
bombacho ahí arriba, chaqueta abierta sobre chaleco y sombrero de amplia copa en armonía con los
bigotes; dos caballos de tiro y un sirviente a pie, corriendo tras su patrón
por los escabrosos senderos.
Las diferentes haciendas abarcaban una
extensión entre dos mil a cinco mil hectáreas cada una, y se alargaban desde el
mismo río hasta la puna, frutales, café, cacao y coca ahí abajo, pan llevar en
la parte media, ganado vacuno y lanar en la parte alta. Las residencias de los
dueños se ubicaban en la parte media, una amplia casa hecha de barro y tejado,
con numerosos cuartos y un vasto pesebre contiguo; impresionaba el horno para
el quintal de harina, además de un ancho cuarto para los aperos de caballos,
mulas y burros, ¡ah!, y el amplio comedor para la familia y visitantes, el
dueño se sentaba a la cabeza de la suculenta mesa y alardeaba con sus
acompañantes: “Mientras comemos, las vacas van pariendo en la puna”. La casa de
huéspedes, contigua, no tenía tranquilidad un solo día del año. Los baños sobre
una acequia encofrada con piedras, que muy cerca quedaba descubierta para
alimentar gallinas, patos y cerdos de los llamados indios, desentonaban con la
opulencia. Al frente o al costado, una plaza, que hacía a la vez de campo de
fútbol, siempre estaba repleta de cerdos pastando. No faltaba la escuelita, ni
la capilla católica. Al derredor las chozas de la gente con paredes de piedra y
champa y techos de paja, y tras de ellas las deyecciones de sus ocupantes...,
¡pero qué!, era la hacienda, era la hacienda que de sólo mencionarla llenaba de
orgullo a quien estuviera de alguna manera vinculado a ella. Una de las
haciendas, la de los Ganoza, tenía energía hidroeléctrica propia, orgullo de
ellos y de toda su generación, hasta ahora, pero decían las malas lenguas
que no la utilizaron para bien; por allá
por el año cincuenta y tantos tenían plantaciones de amapola, el Chino se
ocupaba de beneficiarlas, se llevaba la “leche” en botellas hasta Trujillo, y
los Ganoza se convirtieron en notorios magnates de la ciudad y el Chino en
próspero comerciante.

Me llenaba de orgullo, sobremanera,
contemplar la ostentosa tumba de mi bisabuelo labrada en pura roca, para él, su
esposa y toda su descendencia, en una quebrada de la más grande de las fincas y
frente al camino real, por él pasaban obligatoriamente los transeúntes, no sólo
los que visitaban la hacienda, también los que iban de paso a las otras. De
escalinatas y corredores, estrado para la banda de músicos, ara ceremonial y
todo incluido. Una plataforma a manera de puente levadizo era el paso
obligatorio frente a la tumba, uno de sus extremos se articulaba a tierra firme y el otro se equilibraba con un
contrapeso que accionaba una cuerda y ésta un sistema de poleas, y finalmente
algo así como una biela manivela que golpeando una campana daba el aviso,
¡alguien se acercaba o se marchaba!, según el repique. Decían y aún dicen que
vendió su alma al diablo y por eso llegó a tanto, tenía miedo a la muerte
porque de acuerdo a lo pactado con el Diablo sabía cuándo iba a morir, sin
embargo su osadía llegaba a tanto que decidió enfrentarse al mismo demonio y
ordenó que lo sepultaran dentro de un ataúd de madera oculto en otro de acero
que previamente mandó fabricar en Trujillo. ¡Cuándo Carlos Bocanegra muera
temblará medio mundo, y cuándo mi esposa muera temblará el mundo entero!. Y así
sucedió, de una parte, el terremoto del
cuarenta y seis fue desolador, aquel diez de noviembre, mientras las exequias
del Hombre de la Rivera. Un nostálgico hijo, temiendo morir sin usufructuar
la herencia, arrojó la caja de hierro a
la quebrada y, ¡Aplaca tu ira papá!, el movimiento cesó porque el diablo se
llevó por fin el alma del difunto. Tiempo después falleció la esposa y nada
sucedió, entonces volvieron la caja de hierro a la tumba. Me encanta recordarlo
todo, me da la impresión que la gloria de mis antepasados tiene mucho que ver
con mi presente.
¡Y así conocí a tu abuela!
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