La literatura se aparta de los lugares comunes

Entonces te sigo contando

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Siempre me he preguntado sobre la historia de mi familia y siempre he querido negar un pasado que va más allá de mi nacimiento. Talvez empezó con mis bisabuelos maternos, es decir, mis bisabuelos engendraron a mi abuelo y él a mi madre, ellos se conocieron, se amaron y tuvieron cuatro hijos. No obstante, el viejo de mierda, decían en mi casa, se casó con otra mujer, con una de Mollebamba en La Libertad, no hubo enamoramiento, ni nada por el estilo, sencillamente se enteró que en aquella casa vivían tres hermanas solteras, Carlos Bocanegra habló con el padre de las campesinas, éste le preguntó “cuál quieres”, “la mayor” respondió Carlos.

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Y se casaron pues, ahí mismo, un matrimonio de concierto, lo llamaban. El suegro llevó al yerno a su parcela y prácticamente lo obligó a coger el arado. Amargo, para los menesteres de la tierra, el yerno montó a su reciente esposa sobre su caballo y se marchó a lo suyo.
–A su hacienda.
–Nada, no tenía hacienda, sólo unas parcelitas y una pequeña piara de mulas que su padre le dio como anticipo de herencia. Transportaba carga desde Trujillo a esta provincia.
–Buen negocio. Dicen que Túpac Amaru se dedicaba a eso.
–Más que un buen negocio, Don Carlos era astuto. Logró que la gente lo temiera.
–Pistola en mano.
–Nada. Se aprovechó de la religión. De Dios y el diablo.
–Cómo así.
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–Hizo saber a todos, que siempre que iba a una de sus parcelas, mientras su caballo bebía en un arroyo se le aparecía un sapo. Irritado por la persistente presencia un buen día arremetió a latigazos contra el anfibio, el animal pedía clemencia, y mientras lo hacía se iba convirtiendo en un pequeño hombrecillo, muy rubio y completamente desnudo. Afanosamente, Don Carlos, se quitó  el rosario y le colocó al hombrecillo, “Amo ordena todo lo que quieras, pero quítame este rosario”. No se lo quitó, y se lo llevó con él, lo encerró en un cofre metálico, y en adelante, cuando quería saber algo, sólo tenía que preguntar al pequeño hombrecillo.
–Muy infantil aquella historia. Creo haberla visto en una telenovela brasileña.
–Infantil para ahora, pero no para aquellos tiempos.
–Es muy posible.
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–Un día viernes el diablillo se irritó, “No te diré más nada si no me quitas este rosario”, y así fue. Don Carlos empezó a perder en los negocios, abatido por las pérdidas suplicó al diablillo: Te entrego mi alma si me haces el hombre más poderoso de la tierra. Acepto, dijo el pequeño diablo, pero quítame esta cosa de mi cuello, que me irrita. Quitó el rosario y el diablillo tomó el tamaño normal de un hombre. El viernes, cerca de la media noche, diablo y hombre se hicieron un corte en la mano izquierda, aproximaron sus manos y sellaron un pacto eterno, justo a las doce de la noche.
–Muy astuto.
–Lo aprendió de su padre, Don Hermenegildo Bocanegra Challamalca, descendiente del cacique Checras. Hermenegildo evocaba con orgullo su estirpe y se perdía en el tiempo y espacio arreglando explicaciones sobre la grandeza de sus antepasados. Así, decía que el Cacique fue uno de los más grandes guerreros de este pueblo, que sometió a las tribus vecinas y las preparó para marchar al sur a la conquista de nuevos territorios, conquistarían a los aguerridos homosexuales del pueblo más próximo y con ellos como baluarte les resultaría fácil seguir avanzando hasta llegar al mismo trono del poderoso Imperio. Pero, cuando debería enfrentarse al ejército de Pachacutec, calculó muy bien su alcance y negoció con los emisarios el sometimiento pacífico del pueblo  al Imperio Incaico. Decía que Challamalca, nieto de Checras, después de escapar de  las huestes de Atahualpa, negoció con los conquistadores y logró quedarse en sus dominios.

Algo más de tres siglos después, Don Hermenegildo saboreó que el territorio de su noble apellido había quedado reducido a unas miserables laderas improductivas, las contemplaba meditabundo y las relacionaba con sus dos únicos hijos varones, más reducción llegaría. Se remontaba a su pasado, recorría toda su estirpe y se prometía de rodillas frente a las tumbas de sus ancestros, excavadas entre rocas, que recuperaría el pueblo entero, y más, si la muerte no lo sorprendía en el empeño. ¿Cómo?, no veía la forma de lograrlo rompiéndose los forros de sol a sol, trabajando como los demás en la cría de algunos vacunos y otros tantos lanares en la puna; el transporte de carga desde la costa no le resultó, apenas se había iniciado en él y los asaltantes se levantaron todo, y se vio obligado a regresar a pie.
No por gusto había recibido instrucción temprana de preceptores particulares acorde a su posición, decía mi abuelo, entabló buenas relaciones sociales con los de su nivel, fue por ellos que se enteró que el Gobierno apoyaba los amparos de las vertientes de agua a cambio de una modesta tasa, vendió el poco ganado que tenía y lo invirtió en el trámite correspondiente. Cobraba a los interesados por el goce del recurso, cobraba bien, remarcaba mi abuelo, así que los que no podían pagar le ofrecían en venta sus propiedades y se marchaban en busca de otras oportunidades. Tuvo la idea de enfrentar a los lugareños con los invasores chilenos, y aunque el patriotismo no le venía en gracia, al contrario “me da náuseas, ¿cómo se puede amar lo que no se tiene?”, se convirtió en un abanderado patriota, y mientras la desigual batalla él y los suyos escaparon a la puna.
– ¡Qué Bocanegra! para resabido.
–Su apellido original no era Bocanegra. Campos, apellidaba, “Tanto indio mal nacido, tanto Campos. Mejor me cambio de apellido”.
–Además, racista.
–No creo. Ahora este pueblo está plagado con mi segundo apellido que me cambiaría. Y tanto marica, que me cambiaría el primero. Y no soy racista, ni sexista. ¡Ah!. Estamos en el siglo veintiuno.
–Volviendo a tu bisabuelo, qué pasó.  
–Don Carlos empezó a crecer como espuma. Compraba más y más terrenos, y se convirtió en el mayor propietario de este pueblo. Después vendió parte de ellos y compró la hacienda, en el Marañón. Ya estaba muy entrado en años y la muerte lo sorprendió.
–El diablo se lo llevó.
– ¡Ja!, Don Carlos era el santo patrón de su hacienda. En la capilla, en lugar preferencial, se veneraba una escultura de él.
–Es una invención tuya.
–No tengo porqué mentirte.
–¿O sea que eres bisnieto de un santo?. ¡Ja!.
–Soy bisnieto de Don Carlos. Sencillamente.
–¿Porqué, a veces, lo llamas Don Carlos?, y no bisabuelo.
–Porque a veces lo admiro desde otro ángulo. Como los demás.
–Muy astuto el tío. Tan astuto, que quiso burlarse del propio demonio. Ordenó que lo sepultaran en un ataúd de acero.
–Fue parte de la artimaña. Así lo creo. Claro que antes lo daba por cierto, hasta mis treinta años.
–Ingenuo, hasta los treinta.
–Estás equivocado, el que cree en Dios también cree en el diablo.
–Dios sí, ¿pero el diablo?, bueno, quizá tengas razón.
–Yo creía firmemente en aquella historia, me aferraba a ella, me resultaba placentera, más placentera que mi devoción por Dios. Tenía ya ocho años de edad, abatido iba por la vida que llevaba, mas Dios parecía no escucharme, añoraba, entonces, encontrar al diablo. Empecé a llevar un rosario para atraparlo, lo buscaba por los riachuelos, y por fin me pareció encontrarlo, no me pareció sentí que lo encontré. Un pequeño chorrito de agua caía musical entre guijarros, y un piar de un polluelo componía la melodía. Ahí estaba él, calatito sobre una piedra y temblando de frío, sólo unas cuantas plumas en cañones sobresalían de sus alitas. Mi corazón empezó a latir con fuerza, me quité el rosario, corrí hasta él, me encomendé a la estampita del Señor de los Milagros que llevaba conmigo, “Detente animal feroz, primero es Dios que vos”. Lo atrapé, por fin. Muchas vueltas le di al rosario sobre el pescuezo del animal. La conquista del mundo se me avecinaba. La inmensa satisfacción que sentí me es difícil expresarla, imagínate tú si tienes la posibilidad de ser amo del mundo. Con ayuda de Dios atrapé al Diablo, y con ayuda de él sería rico. Lo envolví en mi chaqueta y corrí hasta la casa, ¡seré rico!, iba repitiendo, ¡seremos ricos!, mamá, tíos, abuelos, ¡seremos ricos!, lo encontré lo encontré, llevo un pequeño diablito, una cajita de acero, mamá, busca una, ya la tengo, la cajita en la que guardamos los botones. Yo mismo la conseguí, los botones quedaron regados en el trayecto, desenvolví mi chaqueta, y el pollito aún no se había convertido. Mi madre sonrió, le hizo un vestido a la criatura, le quitó el rosario y lo dejó libre por el patio.

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A los tres días desapareció, se perdió mi diablito, lloré su desaparición, claro está que no lloré por él, lloré por lo que me podría dar, pero también por él, pobrecito, calatito.

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