La literatura se aparta de los lugares comunes

jueves, 23 de julio de 2020

En Lima la pandémica

Qué puedo decir ahora sobre Lima, vine para regresar pronto y la pandemia me cerró. Nada puedo decir como narrador omnisciente y algo o mucho como testigo en primera persona. Digo que voy caminando muy temprano por estas calles de algún lugar del cono norte y las gentes ajetrean con la basura que han generado arrojándola hasta el filo de las aceras. Y agrego, cada perro que espera agresivo en la calle me irrita sobremanera, la mordedura de perro es terrorífica, desgarra piel y carne, ¡qué dolor!, y podría estar con rabia, ¡qué miedo!, y uno terminaría muriendo aullando como perro. Por estos lares los perros duermen regados en las calles y se irritan con el paso de los primeros caminantes del día, y así poco a poco se van cansando de ladrar y se van quedando quietos y echados en las aceras, pareciera que a medida que los vehículos van tomando la calzada los van adormitando con el humo de sus escapes.

Lima la pandémica, Lima la del cono, ¡la muerte!, ¡rompió en prima el confinamiento!, el presidente Vizcarra metió las cuatro al decretar dos semanas de cuarentena a mediados de marzo, la gente se preparó mentalmente para pasar dos semanas cautelosamente, y al decretarse dos semanas más comenzó a irritarse y a descargar su descontento contra el mandatario, y así con dos y dos semanas más la gente ya estaba en la calle antes de los cuarenta días. Hubiese sido mejor que se decretara desde el inicio noventa días de confinamiento y los resultados serían mejores, ¡será para la otra…!.  Y ahora ya pasamos los cuatro meses de medidas anti pandemia y quién sabe hasta cuándo seguiremos. Mientras tanto yo sigo caminando si no es por la mañana es por la tarde, debo, debo caminar para no engordar y para algo más.

Lo que me llama la atención es la cantidad de perros sembrados en las calles prestos a morder, y cuando ingreso a los amplios espacios de áreas verdes me topo ahí con aquellas personas que con el pretexto de pasear a sus perros los sacan para defecar, es todo un alboroto. Algunos salen con sus perros cogidos por cadenas, perros vestidos con chaquetas y pantalones cortos tan similares a los que llevan sus amos,  y hay quienes llevan más de un perro enredándose con ellos. Y después que los perros defecan, orinan, ladran e incomodan,  los parques quedan floreados de excrementos perfumados.

En las calles principales, entre siete y ocho de la mañana, se excitan las bocinas de los vehículos motorizados, y el humo y la polvareda se esparcen en el ambiente. La mascarilla  que llevo me asfixia, ¡coñonavirus, carajo!, grito de impotencia. Es hora de regresar a casa. Y por la tarde en las mismas calles, a eso de las seis, las bocinas se excitan sobremanera, los vehículos se atascan en la calzada, las mascarillas se caen por el cansancio dejando al descubierto la nariz de los apurados transeúntes, las carretillas con cachangas y otras comidillas se instalan en las veredas, los venezolanos se desplazan por ellas vendiendo café caliente y refrigerios; las veredas se tornan intransitables, es hora de caminar por los parques donde hay menos gente que perros.

Y ya en el parque un perro me muerde, reacciono por instinto y puedo acertarle una patada, grita el perro como gente y el dueño se me viene encima como perro.