La literatura se aparta de los lugares comunes

viernes, 1 de julio de 2016

Calato y con corbata

Era un día de enero del 66, justamente un día de vacaciones escolares, yo iba para el quinto año en la Escuela Primaria Prevocacional de Varones 293 de mi pueblo , mejor dicho el último grado primario, le pregunté a mi padre que si luego de la escuela iría al Instituto Agropecuario, y después de unos segundos de mutismo me respondió “todavía no se sabe”.

Entonces empecé a tejer mis propios planes, sabía que lo lograría, y lo logré, obtuve el primer puesto en el último año. Mi padre llegó hasta el proscenio de la escuela para felicitarme y desde aquel momento empecé a persuadirlo para que me matriculara en el Instituto de mi pueblo, era el número 47 creado 5 años atrás y el sólo nombrarlo llevaba implícito un aire de grandeza, no era para menos ya que los primeros profesores eran ingenieros del ramo.

Pero había algo que martillaba en mis recuerdos, la verdad era que no quería dejar la primaria y quería volver a recorrerla porque fueron los años más hermosos vividos hasta entonces, amaba a mi maestra de transición, doña Romélia Bocanegra, talvez por la ternura con la que impartía las lecciones, o talvez porque asistía con su hija trascendiendo un espíritu de madre y maestra a la vez, o talvez porque un año antes me había iniciado en el Jardín de Infantes que dirigía “mi señorita” Teresa Casana que con singular ternura supo colocarnos en el sendero del conocimiento.

Admiraba a mi maestro de los 5 años, don Rafael Álvarez, talvez por ese rostro moreno y serio bajo una ordenada cabellera, y esa mirada de águila que le daban la apariencia de un guía educador y protector a la vez, seguro de sí mismo y de lo que pretendía lograr con nosotros; respetaba a mi director don Manuel Sifuentes porque imponía justa disciplina en maestros y alumnos.

La escuela, circundada por un cerco de tierra compactada y portón de madera en el lado sur, estaba poéticamente construida en una visible loma con paredes de tierra compactada enlucidas con yeso de las canteras del lugar y techado de tejas fabricadas en el mismo campus.

La construcción principal tenía la forma de aeroplano con la cola al norte y la cabina al sur mirando al orgulloso pueblo de Pallasca.

En el ala izquierda se ubicaba el salón de actos que también hacía de salón de clases de la sección más numerosa, fue el aula de transición y primer año para mí y mis compañeros de 6 a 12 años de edad y quizá más, y, para mi propio orgullo llevaba el nombre de mi bisabuelo Carlos Bocanegra; ahí se presentó el drama “Ollantay” antes de que mi promoción lo recorriera por los pueblos de la provincia, ahí se presentó “Madre soltera” inundando el salón con lágrimas y quejidos. Y en el ala derecha se ubicaban dos salones más.

En lo que podría llamarse la cabina del piloto funcionaba el museo, ahí estaban momias, huacos y armas de piedra incas y preincas obtenidas de las ruinas de El Castillo, Llangar, Chalamalca, Magampamba, Múash, Cuchina, Chonta y otras anexas.

Bajo el museo y en la parte media un zaguán con portón de madera pintado de verde, de cuya viga central pendía una campana que tañida por el portero marcaba el ingreso, el recreo y la salida. Bajo el museo y a la derecha funcionaba la dirección, ahí el maestro Eloy me propinó una latiguera con su “cinchito negro” aquella vez que un compañero y yo nos orinamos en el salón de actos como protesta por el “castigo sin recreo” que purgábamos por no ir de paseo a las ruinas de El Castillo. Y bajo el museo y a la izquierda un pequeño salón de clases que generalmente lo ocupaban los alumnos del último grado.

Ante el zaguán y toda la envergadura del museo una vereda de piedras de granito talladas y litografiadas con los nombres de los alumnos que la construyeron en la década del cuarenta. Frente a la vereda un amplio jardín que manteníamos, los alumnos que llegábamos tarde a la escuela, regando con agua que cargábamos en baldes desde la acequia comunal.

El resto del fuselaje lo componían el patio de honor y el proscenio. ¡El patio de honor con sus cuatro jardines esquineros!, ahí, a la hora de formación, entonábamos alguna canción del Maestro Delgado Clavo o del Maestro Rafa, ¡y el proscenio!, con jardín en el frontis, donde me veo nerviosamente “echando mi poesía” frente a la distinguida concurrencia, y donde veo al conjunto musical de los maestros “echándonos una canción”, ojalá de esas que el Maestro Elio sabía componer o de las otras muy populares en la región, dentro del vaivén de la cabeza del Maestro Eloy tecleando un acordeón, el bordonear del Maestro Oscar sosteniendo un guitarrón, el apoyo ocasional del Portero Salvatierra que muy bien sabía estimar, el retumbar de las inconfundibles voces de los Maestros Nado y Juan Vega, el compás del Maestro Rafa, la arenga del Maestro Ángel, la calma del Maestro Ibárguin y la mirada piadosa y complaciente dentro de un rostro sonrosado y regordete de un filántropo, el Maestro Hidalgo. Ahí los veo y me veo, en aquel eterno proscenio al que una vez, cuando autoridad, subió el ilustrado Pancho Nina para decir “Doy por aperturado el año escolar”, y nada más, en aquel proscenio donde el drama “Cuando los hijos se van” hizo llorar al mundo entero, donde “Salomé” hizo delirar a la multitud, en aquel proscenio donde el galardonado Teófilo Porturas se presentó con su poemario “Latidos” para leer una de sus composiciones, pero, sucedió que la musa de su inspiración se encontraba en carne y hueso en asiento preferencial, y el nervioso poeta sólo atinó a decir “Manuelita Manuelita...”.

Y la cola del aeroplano estaba compuesta por dos aulas superpuestas, a cuyo costado izquierdo funcionaban una canchita de fútbol y un “estar” aterciopelado de verde que ocupaban los maestros para departir a la hora del recreo.

Atravesaba el campus, por la parte oeste y baja, una acequia de regadío comunal en cuyos flancos la arcilla florecía, hasta ahí llegaba yo en cada recreo para atraparla y después moldearla y convertirla en silbatos, bustos, y otras esculturas como caballos, bueyes y etcéteras. A un costado de la instalación principal y sobre la acequia se ubicaban los talleres de Zapatería con su Maestro Porfirio, Pequeñas Industrias con su Maestro Elio, Carpintería Con su Maestro Piedra y al pie de la acequia el taller de Agropecuaria con su Maestro Valdivia. Al norte de los talleres y al pie de la acequia se ubicaba una rústica piscina seguida de un horno de tejas.

Ocasionalmente, a la hora del recreo, llenábamos la piscina para enlodarnos en ella, y ocasionalmente los juegos del ampay, rosquetito caliente, ladrón sellador, rey cojo (predilección del “niño” Jocki) y el trepado de eucaliptos, al pie de la piscina, encandilaban nuestro recreo. Pero no solamente eso, los alumnos practicábamos diversos juegos, como el juego de pelota en todas sus modalidades en el Estadio Municipal a 100 metros y abajo del portón principal en dirección sur oeste. El juego del trompo arreando botones o quiñando a otros trompos en la olla o círculo que previamente trazábamos, el malabarismo del tropo era un juego solitario que todos gozábamos. El juego de bolitas, chanitos y fríjoles, el de los ñoquitos con bolitas y sin “langas”, el juego de las cercenadoras que fabricábamos a partir de latitas vacías de betún y ungüentos. La competencia de barquitos de papel era la más angustiosa, colocábamos los barquitos en la acequia antes del centro educativo y los esperábamos después de los talleres, muchas veces ni uno solo llegaba. Las competencias de aviones de papel y cometas eran de temporada de viento, eran de agosto. El juego del tejo era de equilibrio con un pie dentro de un laberinto trazado en el suelo. El tres en raya, ¡uy!, en el suelo. ¡Y muchos!, muchos juegos más que no tenían costo en soles y me alegra recordarlos.

Después de las cosechas los alumnos más osados bajaban hasta Pambahua en rumbo oriente y propiciaban las peleas de toros, ahí pastaba gratuitamente el ganado de lugareños, y generalmente los alumnos no regresaban del recreo.

Justamente cuando yo cursaba el quinto año de primaria el Maestro Valdivia pasó a ser Jefe de Prácticas del Instituto Agropecuario, lo que motivó una seria protesta de los alumnos de entonces, pero con protesta y todo mi padrino se quedó de Jefe de Prácticas, alegría para mí porque se trataba de mi padrino y me sentiría protegido en mis estudios secundarios. Ese año llegó a remplazarlo el Técnico Flores y ese año llegó el Técnico López Philco a reemplazar al Maestro Piedra.

Así que llegué al Instituto, y luego de la formación de estilo a cargo del auxiliar de educación Jesús Alvarez, vino el discurso del Director, el Ing. Reátegui, y el popular “firmes” del Jefe Valdivia, mi padrino, y en seguida pasamos a nuestras aulas. Mi sección estaba compuesta por alumnos que iban desde los doce años hasta los 28, en este límite superior estaba el shiwanco Eugenio Martínez, recuerdo a Juan Torres con sus 19 mozuelos años haciéndole la bronca a Martínez.

La primera actividad económica que realizó el Colegio fue la rifa de un caballo donado por la profesora Silvia Zanelli, el costo de la rifa S/.10,00. Recibí mi talonario de 10 rifas y me encaminé a la primaria, mis maestros tendrían que comprarme. Empecé por el Director, don Eloy me miró por sobre sus lentes, y me dijo “anda y dile a Valdivia que les enseñe a torcer sogas para que vendan en lugar de rifas”, y así le dije a Valdivia que lejos de incomodarse se levantó de su escritorio me tomó por la patilla izquierda y tiró de ella. Reaccioné iracundamente, le tiré el talonario de rifas por la cara y abandoné la Jefatura de Prácticas llorando e insultando a mi padrino. A pocos metros me alcanzó el portero Rojas para persuadirme que regresara al colegio y luego llegó Jesús Álvarez, pero no lograron convencerme.

Llegué hasta mi padre para quejarme del abuso y aquella tarde se armó una bronca de los demonios en casa de don Victor Alvarado entre mi Padre y mi padrino, y todo por causa del dinero. Parecía que ahí terminaba todo, la paz retornó, pero, a inicios de julio del siguiente año, entonces con Valdivia como Director del Agropecuario, en la hora de formación de entrada, el Director habló:

“Se llega fiestas patrias, todos los alumnos deben venir correctamente uniformados: cristina con rombo rojo y galones con cordones rojos, nada de pintados con lapicero rojo, esos alumnos se me van a sus casas. Corbata bien amarrada, botas marrones bien lustradas para mirarse la cara y peinarse en ellas. Sólo el señor Walter Álvarez puede venir calato y con corbata manos al bolsillo”, y dirigiéndose al auxiliar agregó “Los brigadieres y escolta que sean los más grandes, no interesa si son los más brutos o no, lo que quiero es que impongan respeto”, “No importa si son tragadebaldes”, musitó el profesor Porras.

Ese año fue muy incómodo para mí, los insultos alusivos me venían de aquí y de allá, ese año mi ilusión de ser el mejor alumno del Agropecuario para ingresar de frente a la Universidad, se cayó, ese año me desaprobaron en Álgebra, y ese año desaparecieron los ingenieros que hacían de profesores. Pero ese año, una hora antes del desfile de Fiestas Patrias, me presenté formalmente vestido ante el director y le dije que no me había sido posible llegar conforme me lo había pedido porque atentaba contra el pudor y las buenas costumbres, a lo que sordamente exclamó: “ ¡Cero en prácticas y cero en conducta, malcriado, lárgate de mi oficina!”. Y ese año deseé con todas mis fuerzas que mis estudios secundarios pronto terminaran para dejarlo todo en el olvido, contradictoriamente se hicieron una eternidad acrecentando mi ansiedad.

Pero no todo fue negativo en la secundaria, recuerdo el calmado discurso del profesor Santa María, la exposición realista de Céspedes, el suave lenguaje de Portilla, la amabilidad y elocuencia de Mercedes de Porras “Quieren que les siga dictando la clase o prefieren al Doctor”, “Queremos que usted siga”, respondimos al unísono. Recuerdo las amenas intervenciones del teacher Mario y sus onces casi para todos en Religión, Artística e Inglés, la lectura de los onces era correspondida por nosotros con francas risotadas de satisfacción. Recuerdo las competencias atléticas promovidas por el profesor Sánchez y sus ilustradas clases de formación laboral, los veintes en Geometría que me calificaba el profesor Alcides.Y también recuerdo las vivaces clases de la profesora Silvia que se eternizaron en mí con “El seminarista de los ojos negros”.

Recuerdos, sólo recuerdos, diría Leonardo Favio. “¿Y Nocturno?, ¿y Garric?”. Garric soy yo, aunque no sé cómo se escribe, y Nocturno también, aunque no sé cómo se declama.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario