La literatura se aparta de los lugares comunes

lunes, 22 de agosto de 2016

Regresando de la muerte



Dicen que la fe mueve montañas, me hubiese gustado confiar en lo que todos confían, el que se resume en una palabra, mejor dicho me hubiese gustado clamar y confiar en Dios, o en alguno de sus enviados, como lo hacía de niño: Cada noche soñaba con Cristo, me dirigía hasta el altar que habitaba, lo contemplaba, siempre lo encontraba con la mirada perdida, mi llegada parecía devolverle las ganas de vivir, y por fin me miraba, bajaba del altar, me tomaba de la mano y me llevaba a pasear por un jardín solitario pero hermoso, que llenaba todas las ansiedades y deficiencias de mi niñez. Y así noche tras noche, durante mis sueños salía de paseo con él, hasta que mi madre y yo fuimos a vivir con mi padre. Y en adelante empecé a soñar con la Virgen, me acariciaba apretándome en su corpiño, jugaba conmigo y hasta me compraba celestiales golosinas; después de soñarla, durante el día se me aparecía, no en persona, pero sí dibujada sobre alguna roca de los solitarios senderos, o arriba en el celeste cielo, no había que mirarla mucho porque luego desaparecía, y después de la felicidad llegaba la tristeza sumándose a ella la desesperante espera, la espera de la noche para soñarla, y al siguiente día volverla a ver de aquella forma fugaz como solía aparecer. Posteriormente, en los primeros años de mi juventud, ni Cristo ni Virgen aparecían en mis sueños, empecé a soñar bienes materiales,  riquezas, y de día los veía ahí, reales, palpables, y para obtenerlos debería luchar por ellos, trabajar como todos, o más que todos, para ser más que todos, y ahí fue donde empezó la estúpida rivalidad con todos. Ahí donde empezó la complicación.
  
Me hubiese gustado confiar en Dios, lo vuelvo a decir, pero tantas veces he confiado, tantas lo he buscado, que he terminado por entender que Dios es solamente una definición en la que encajan las acciones buenas practicadas por los hombres; pero no es que me hubiese gustado, no puedo negar que en mi desesperación aquella vez busqué confiar en él, pero para confiar primero debería admitir su existencia como ser todopoderoso, y para admitirlo debería sentir su presencia, y para sentirla creí que debería concentrarme en él, y en tal concentración repentinamente me encontré dentro de algo parecido a un socavón horizontal completamente oscuro  y sin fin, pude percibir que era horizontal por el eco que producía el torrente y por el aire que circulaba desde el fondo, a mis espaldas, hacia adelante. Curiosamente yo había quedado estático, flotando sin tocar piso, la fuerza horizontal del aire parecía haberse equilibrado de manera inexplicable con la fuerza gravitacional ejercida sobre mi cuerpo.
La imagen puede contener: noche y cielo 
El sonido persistente, atronador y diabólico del que parecía un río, se apoderó de mi existencia, se cortó todo recuerdo del pasado, sólo había la esperanza de que una luz apareciera iluminando el socavón, que por más aterrador que a mis ojos fuera, me hiciera sentir que aún estaba con vida. Y después de permanecer por largo tiempo en aquella posición, fui arrastrado hacia delante en un eterno viaje, el pánico mortalmente indescriptible se apoderó de mí, y cuando todo parecía acabar resulté allá envuelto en un ambiente blanco, como si estuviera tupido de neblina, flotando con ausencia total de ruido y fuerza, este blanco aspecto en silencio total sí que era aterrador, era la nada porque ni yo mismo me veía ni lograba tocarme, por más que trataba, había desaparecido completamente mi cuerpo, tal era la sensación. En  el socavón oscuro podía percibir el sentido del aire y el torrente ensordecedor de aquel río, que me daban la sensación de existencia, pero allá en el ambiente silencioso y blanco no me quedaba esperanza alguna, fue cuando mi deseo de vivir se hizo más grande que mi esperanza, sostuve una lucha imposible de explicar.  Repentinamente una potente fuerza magnética me tiraba de las manos hacia delante, de aquellas manos que no podía ver, empecé a forcejear con ella echando mi cuerpo hacia atrás, persistí en la lucha hasta que pude sentir que algo se abrió bruscamente a mis espaldas y fui devuelto al socavón, y seguí esforzándome por retroceder hasta que otra puerta se abrió y fui devuelto a la cama del hospital, ahí estaba respirando dificultosamente con ayuda de oxigeno, que fluía desde una gran botella.

Esforzándome por recordar y preguntando a mis compañeros, pude entender que era la mañana del tercer día de mi internamiento. Creo que esta vez no estuve en la frontera, entre la vida y muerte, creo que ya tenía un pie en el otro lado. Pero había regresado, y no me habían operado como pretendían hacerlo en aquella tétrica cachina de la otra vez.
Empecé a reflexionar, tuve vergüenza, nadie lo sabía sólo yo, tuve vergüenza porque deliberadamente dejé que la infección se agrandara, fue la pobre anciana la que inspiró en mí el deseo de vivir. Ahí de regreso, en aquella cama, me hice muchas promesas, como aquella de saber vivir la vida, porque es hermosa, y más hermosa todavía cuando alguien nos toca el hombro para sonreírnos.

Una voz  me sacó de mis  reflexiones, venía de mi lado derecho. Ahí en otra cama paralela a la mía estaba reclinado un hombre demacrado, se trataba de un anciano setentón que tartamudeaba leyendo la Biblia, no trato de decir que el anciano lo hacía por mí, inicialmente creí que se trataba sencillamente de uno de esos seres que al encontrase en dificultadas empiezan una especie de peregrinaje por las líneas escritas del olvidado libro, la mayoría de habitantes en tal situación, por no decir todos, lo hacen, aunque con el pretexto de salvar el alma lo que precisa es salvar el cuerpo y las pertenencias. Sin embargo el anciano parecía solidario en sus plegarias con los inquilinos de aquel cuarto de hospital, hablaba entre sus narices y tartamudeaba al deletrear, nos obligaba a todos a dar un ¡Gloria a Dios!, cuántas veces lo haría mientras yo me encontraba atrapado en el socavón. ¡Ah!, pero no era de esos ancianos que inspiran pausada sabiduría y confianza, o de los otros que manifiestan aletargamiento, veía en él a un muchacho inquieto del barrio, palomilla e irresponsable con los demás, aunque previsor para él, individualista extremado, así lo veía.  En un momento pensé que se trataba de un creyente diferente al mundo cristiano, que estaba tomándonos el pelo, por cuanto interrumpía muy seguido la lectura para lanzar alguna broma, pero no, se trataba de un integrante de una de esas sectas cristianas, uno de los muchos que trajinan buscando almas para salvar y en tal ajetreo les hacen la competencia a los católicos. La competencia era indiscutible en aquel recinto, pero no era abierta, pues el sacerdote católico que tenía a su cargo la extremaunción de los pasajeros, llegó repentinamente y el anciano enmudeció como si escondiera un delito, nada de eso, solamente quería ganarse el aprecio del sacerdote. Y así en adelante, el anciano pedía ayuda tanto a los de su secta como al sacerdote, aunque el reverendo se incomodaba por ello, pues en cada visita solía intercambiar estampitas por limosnas, lo cual siempre aclaraba, para que entendiéramos que no estaba haciendo negocio.

Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra

La ranchería del muelle en Chimbote

La Ranchería del Muelle, una maloliente construcción de esteras, se ubicaba frente al terminal marítimo internacional de El Puerto  y a la lujosa discoteca Copacabana. 

Además de expender comida brindaba los mismos servicios nocturnos de la discoteca, es decir licor y mujeres, sólo que a diferentes precios. Ahí acudían a confundirse, entre tragos, prostitutas y maricas, los tripulantes mercantes del resto del mundo, los trabajadores de la Empresa Nacional de Administración de Puertos, los de la Empresa Siderúrgica, pescadores comunes, y gente de mal vivir. Muchos clientes,  antes de hacerse conocidos, pagaban el noviciado siendo víctimas de algún atraco. 

La Concha de Fierro tenía uno de los ranchos, y se encargaba de atender a sus clientes con lo que ellos antojadizamente solicitaban. Maricas, chinas, cholas, zambas, negras, serranas blancas de ojos claros y cabello castaño, de todas las edades y para todos los gustos, por horas o por noche. Por doscientos dólares la monta, entregaba virginales y tímidas muchachitas que, previo pedido, las reclutaba en los barrios pobres de la localidad, luego de la primera vez poco a poco cogían maestría trabajando a su servicio. Tanto agradecimiento le tenían que algunas la llamaban mamá,  cómo no, si con el dinero que ganaban podían ayudar a los suyos.
 

No más telenovelas ni partidos de fútbol en la casa de la vecina o en la tienda de la esquina. Primero comprarían el televisor, luego algunos muebles y artefactos, y después, poco a poco, reemplazarían las esteras de la casa por ladrillos. Y finalmente, finalmente la profesión, pue, claro, en la  universidad privada de aquí no más, la San Pablo o la San Pedro, igualito es, se asiste en el día y se trabaja en la noche, fácil todo. 

Hasta sus propias hijas se iniciaron ahí, pero aún le quedaba una de doce añitos por la que esperaba cobrar muy bien. Mejor así antes que se entregara gratuitamente a cualquiera de los vagos que por ahí merodeaban, como que soy huarasina y bien serrana, a mucho orgullo, por si acaso, y no por gusto estoy aquí. 

Pero, por sobre aquella ranchería nauseabunda en forma de “L”, sin agua ni desagüe, y fluido eléctrico robado , por sobre ella cruzaba echando polvo desde el terminal marítimo hasta el centro operativo, la faja transportadora de materias primas de la Empresa Siderúrgica, la más grande del País. Partículas de carbón y mineral se cernían por las ropas de los libertinos para terminar impregnándose en sus cuerpos, y pulmones, pero ...

 “¡Qué mierda!, la plata es la que manda cholo”.