La literatura se aparta de los lugares comunes

miércoles, 23 de agosto de 2017

El colibrí nocturno

Después de casi un siglo de espera, por dos generaciones, he podido comprobar que existe el colibrí nocturno. Fue a eso de las ocho de la noche del seis de enero, de este año dos mil doce, que lo pude ver. ¡Me quedé inmóvil y maravillado contemplando aquella aparición!. Mientras revoloteaba picó con tranquilidad  las tres flores del cactus, que se ubica a dos metros y medio frente a mi ventana, y cuando hubo cumplido su objetivo continuó su vuelo surcando los aires de la noche. 

Era noche de invierno, noche oscura y nublada, y llegaba hasta mi la penumbra de la bombilla de alumbrado público que se ubica a veintiún metros de mi ventana. Entre la bombilla y mi ventana se encuentra el orgulloso cactus que por fin me entregó la maravillosa aparición. Era, es el más grande de los colibríes que he visto en toda mi vida y el único que he visto revoloteando y picando flores por  la noche. Es del tamaño de un zorzal, y a juzgar por el tamaño y forma de la flor de su preferencia, su pico puede medir entre diez y quince centímetros de largo. Tiene el plumaje opaco, pero, ¿quién podría distinguir el color de un plumaje en una noche oscura a través de la penumbra de una bombilla distante de alumbrado público?. Claro que, por ahí, más distantes, hay otras bombillas que iluminan las calles del pueblo, pero ni aún así se podría distinguir el color de un pajarillo.

Era noche oscura, como esta noche veinticinco de enero, y por fin me animo a narrar lo visto después de averiguar sobre la existencia del picaflor nocturno. ¡Y no hay nada sobre esto!, y por lo mismo nadie creerá lo que escribo. Felizmente estamos en el siglo veintiuno, la tecnología ha puesto modernos equipos al servicio de los investigadores y, si alguien se interesa, pronto se hará galardonado descubridor del colibrí nocturno porque podrá documentar la evidencia con filmaciones sonidos y fotografías, y hasta un ejemplar vivito y volando de esta especie. Como aquel recompensado que descubrió lo que los aborígenes ya conocían, sólo que no se permitían saquear. Mejor dicho como aquel de quién decían y dicen que dijo que descubrió Machu Picchu. Pero ¿qué importancia tiene un picaflor nocturno para que se ocupen de él?. Son más importantes los chupa cabras porque destruyen, como importante es el abominable hombre de las nieves porque se parece a nosotros, aunque también son sumamente importantes los extra terrestres porque tenemos miedo de ser invadidos por ellos. ¿Porqué tendrían que invadirnos si hace mucho tiempo ya que nos apartaron de su camino?, ¿es por esta razón que se montan fotografías, películas y sonidos para hacerlos evidentes a la popular imaginación humana?. Pero, particularmente, a mí me place sobre manera ocuparme de un sencillo picaflor por cuya aparición esperé mucho tiempo.

Esto no es producto de la casualidad, no es una de esas diabólicas o celestiales apariciones, abrigué la esperanza que sucedería y por eso planté el cactus de siete venas frente a mi ventana en el año mil novecientos noventa y dos. Hice mía la esperanza de mi padre después de su muerte, hasta puedo afirmar que soy la continuación de sus inquietudes y frustraciones. Mi padre plantó un cactus en mil novecientos setenta y cuatro, pegado al cerco limítrofe de nuestra casa, ahí mismo, justo tras del poste que sostiene la bombilla de alumbrado público que hice referencia, y ahí está ahora ostentando hermosas flores. Lo que me corroe la conciencia es que el pobre viejo me confió su inquietud por descubrir el color del plumaje del picaflor nocturno, que de  antaño lo conocía, pero yo sonreí incrédulo y con grotesca ironía ante aquella inquietud.

Y a pesar de mi desinterés, por lo que se proponía mi padre, me contó que cuando niño y durante las vacaciones de escuela iba con su madre y abuela materna a vivir abajo en la chacra, en unas pequeñas parcelas que madre e hija supieron atesorar y que él bautizó como Emaús . Y como era hijo de un padre que se casó con otra mujer, el hermano de la madre de mi padre le tenía un maldito odio al pequeñín por haber venido de tal manera, y más odio por estar económicamente desprotegido por el padre, y claro que ésta sí era la causa del infernal odio porque mi padre significaba una hambrienta boca más en la familia. Así que, cuando el iracundo tío llegaba hasta la chacra para quedarse, mi padre desaparecía de su vista y tenía que pernoctar en la pequeña cueva al pie de la casa campestre. Una cueva de la época de la abuela de mi padre que servía de hospedaje antes de que construyeran la casa, y después, ya abandonada, nació frente a la cueva, antes que mi padre naciera, un cactus de siete venas. Uno de esos cactus, conocidos como "San Pedro", que llegan a medir hasta cinco metros de altura, y usan los brujos del norte del País para preparar una bebida que hace delirar a los infortunados embrujados. Y esto del cactus frente a la cueva y las noches solitarias de mi padre en ella, esto sí fue una casualidad, porque en una de esas noches de enero vio por primera vez al picaflor nocturno. “Es tan especial el animalito que sólo busca las flores vírgenes”, me dijo al final de su relato, mientras plantaba pegado al cerco de la casa el cactus de siete venas.  

Desde el seis de enero hasta ahora he vigilado el cactus frente a mi ventana, que ya tiene nuevas flores, y no he vuelto a ver al misterioso picaflor. ¿Qué señal dejan estas avecillas en las flores de cactus para que no sean visitadas por otras de su especie?, ¿son, acaso, tan escasas que nadie las conoce?, ¿quién podría buscarlas por dos generaciones para confirmar lo que he visto?.

Conscientemente yo ya me había olvidado del colibrí nocturno, pero mi mirada no se había olvidado. Y cada noche, mientras paseaba meditabundo por mi habitación tratando de descubrirme a mí mismo, de enero a mayo mi mirada chocaba con las bellas flores del cactus frente a mi ventana.

¿Pero que importancia podría tener un colibrí nocturno sin importar el color de su plumaje?, miro a través de mi ventana y observo las dos plantas de cactus, la que sembró mi padre y la mía. La curiosidad me domina, tomo la linterna de mano y me dirijo a ellas, las observo por largo rato, ambas lucen espléndidas flores blancas, completamente abiertas con el sexo desnudo y desafiante a los apetitos reproductivos de la noche, quizá en espera de algún colibrí nocturno que hábilmente se desplaza en la oscuridad y que no tiene un pico de diez a quince centímetros conforme yo lo había supuesto al contemplar de día las flores semiabiertas. Me imagino la cantidad de cactus silvestres que hay en Emaús y en otros lugares de similar ecología,  que florecen de enero a mayo con la humedad de la lluvia, y conforme voy imaginando voy concluyendo que hay muchos colibríes nocturnos por ahí que prefieren la flor del cactus que se abre completamente por la noche, pero, ¿qué importancia puede tener la flor del cactus?.


Es catorce de febrero, día de sol como el día de ayer, no obstante el tiempo cambia desordenadamente, no es el invierno tradicional, hay días sorprendentemente nublados y de llovizna  como sorprendentemente soleados, y también, dos a cuatro días seguidos de lluvia como tres a seis días seguidos de sol, noches parciales de neblina y noches cubiertas de neblina. Puedo decir que en este invierno hay más sol que lluvia, pero las lluvias se producen tan intensas como extensas y ¡he aquí el peligro!. 

El cactus frente a mi ventana tiene nuevas y espléndidas flores y  otras en botón. Lluvia y sol, humedad y fotosíntesis. La noche llega, se apaga el día publicitado del amor, la pichuchanca en el pino del patio anuncia las siete de la noche. Minutos después prendo la tele, inconscientemente, únicamente por el burdo hábito de prenderla. Aburrido apago la bombilla de mi habitación, me desplazo inconscientemente por ella y luego mi mirada se dirige a la ventana sur, ¡y ahí está el colibrí picando la flor oriental del cactus!. Es un colibrí más pequeño que el del otro día. Apago la tele y me pego al cristal de  la ventana, contemplo la aparición y luego salgo al balcón para escuchar el revoloteo. El colibrí pasa por sobre mi cabeza recorriendo el ala del tejado para luego posarse en el pino del patio. Ingreso apresuradamente a mi habitación en busca de la linterna de mano, tan pronto la encuentro mi mirada cruza el cristal de la ventana, ¡y ahí está!, nuevamente, esta vez picando la flor occidental del cactus. Con la linterna de mano descubro que se trata de una rutilante avecilla, cual antracita recién exfoliada, y más pequeña que la del otro día. Ahí flor y picaflor en extasiado idilio, ¿quién se resiste al delicioso aroma de tal flor?. Finalmente él se va acariciando el ala del tejado y ella, quizá, ¡no quiere que se vaya porque todavía son las ocho y media de la noche de su primera y única entrega!.

Pallasca, Ancash, Perú, 14 de febrero del 2012.


Publicado el 25 de octubre del 2012 a las 14 horas 43 minutos en la revista www.pulso-digital.com 
http://www.pulso-digital.com/
http://bocanegra5.rssing.com/chan-9250632/all_p1.html

miércoles, 16 de agosto de 2017

Mi querido hijo

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Siempre me has pedido que te cuente un cuento, pues aquí va uno con sabor a miel.

No sé precisamente desde qué año empecé a admirar a las abejas, esos laboriosos insectos que se dedican a la desinteresada elaboración de miel sin saber siquiera el destino final de su trabajo. Pues bien, pero sí sé desde cuando empecé a manipularlas, y fue mientras tenía doce años de edad y cursaba el primer año de educación secundaria agropecuaria, pues entonces una señora, amiga de mi padre, nos pidió, a él y a mí, que recogiéramos una nueva familia de abejas que se había formado en su vieja colmena y que escapó de ella y pendía cual racimo de un manzano en el patio de su casa. Durante el recogimiento de las abejas mi padre fue víctima de unas cuantas picaduras y yo no, pensé entonces que podría manipularlas sin problemas y ese pensamiento se quedó conmigo, idea que se fortaleció cuando llevé la asignatura “Abejas” en el segundo año de educación secundaria. ¡Y cuándo ya cursaba el cuarto!, el hermano menor de mi madre hizo llegar a la casa de los abuelos una colmena completa para el consumo familiar de miel de abeja, eso dijo, y al siguiente año mi tío se fue de la casa y del pueblo, y las abejas también se fueron, quién sabe el motivo.

La vivienda de las abejas quedó vacía, y yo con la inquietud de que no debería quedar así. Y fue en una de esas repetidas caminatas, por el contorno de nuestro corral del paraje El Común, que encontré colgadas de la rama de un Marco una familia de abejas, quién sabe de qué colmena, las atrapé, y desde entonces, vale decir desde que cursaba el quinto año de educación secundaria agropecuaria, voy con ellas, no para explotarlas, sí para gozar de su sabrosa miel. Aunque no puedo negar que alguna vez cruzó por mi mente la idea de explotación de las abejas, ya que se puede obtener de sus panales, para la venta, miel, cera, polen y el alimento exclusivo de la abeja reina, la jalea real, y hasta se hacen terapias médicas con las picaduras de abejas. Pero no sucedió así, creo que soy muy malo para los negocios.

Las abejas, a las cuales estoy vinculado, son unos insectos que viven en sociedad asombrosamente organizada, y son de un color oscuro con franjas trasversales amarillentas en el abdomen y parte del tórax. Cada sociedad o familia está compuesta por una abeja reina, algunos zánganos (uno de los cuales fecunda una sola vez a la reina en vuelo nupcial) y miles de estériles obreras que se dedican a trabajos diversos, y de éstas la mayoría a la producción de miel, polen y cera. Pero de esto, mi querido hijo, no soy yo el indicado para instruirte, y si el interés te mueve tomarás conocimiento por tu cuenta de libros especializados en la materia.

Ahora, te sigo contando, ahora se me ocurrió hacerte una pequeña encomienda con trocitos de panales de miel dentro de su propia cera, igual que la vida se hace con trocitos de ternura dentro de su propia quimera. En ella encontrarás diferentes calidades de miel, desde la óptima de un color amarillento hasta la más madura que ya tiene un color oscuro. Dentro de los fragmentados panales encontrarás algunas celdas con polen que las abejas utilizan para alimento de sus larvas, ¡ah!, y también encontrarás larvas y una que otra abeja muerta, dentro de las muertas quizá de aquellas que se resistieron abandonar su panal que con dignidad trabajaron y con dignidad la defendieron, como defienden los seres humanos lo que con dignidad consiguieron.

La miel es deliciosa, como la vida, mientras alguien, ajeno a quien la disfruta, no la estropea. La miel de abeja es un dulce natural no perjudicial para nuestra salud como los son todos los dulces naturales que no han recibido tratamiento químico, puedes consumirla con toda confianza y sin exceso. Y no así puedes consumir las golosinas fabricadas con azúcares comerciales y colorantes artificiales que sí han recibido tratamiento químico y por eso son perjudiciales para la salud, ¡uy!, peor cuando se mezclan con harinas.

Sé, amado hijo, sé que por la poca edad que tienes quizá no comprendas bien lo que te digo, pero cuando seas un floreciente joven y yo esté algo mayor, entonces volverás a leer esta carta que desde este mi pueblo te escribo, y para entonces no olvidarás que NO MUEREN LOS SERES QUE APRENDEN A VOLAR SURCANDO LA OSCURIDAD.

Hasta pronto, mi querido tocayo.

Tu papá