Después de casi un siglo de espera, por dos
generaciones, he podido comprobar que existe el colibrí nocturno. Fue a eso de
las ocho de la noche del seis de enero, de este año dos mil doce, que lo pude
ver. ¡Me quedé inmóvil y maravillado contemplando aquella aparición!. Mientras
revoloteaba picó con tranquilidad las
tres flores del cactus, que se ubica a dos metros y medio frente a mi ventana, y
cuando hubo cumplido su objetivo continuó su vuelo surcando los aires de la
noche.
Era noche de invierno, noche oscura y nublada, y llegaba hasta mi la
penumbra de la bombilla de alumbrado público que se ubica a veintiún metros de
mi ventana. Entre la bombilla y mi ventana se encuentra el orgulloso cactus que
por fin me entregó la maravillosa aparición. Era, es el más grande de los
colibríes que he visto en toda mi vida y el único que he visto revoloteando y
picando flores por la noche. Es del
tamaño de un zorzal, y a juzgar por el tamaño y forma de la flor de su
preferencia, su pico puede medir entre diez y quince centímetros de largo. Tiene
el plumaje opaco, pero, ¿quién podría distinguir el color de un plumaje en una
noche oscura a través de la penumbra de una bombilla distante de alumbrado
público?. Claro que, por ahí, más distantes, hay otras bombillas que iluminan
las calles del pueblo, pero ni aún así se podría distinguir el color de un
pajarillo.
Era noche oscura, como esta noche
veinticinco de enero, y por fin me animo a narrar lo visto después de averiguar
sobre la existencia del picaflor nocturno. ¡Y no hay nada sobre esto!, y por lo
mismo nadie creerá lo que escribo. Felizmente estamos en el siglo veintiuno, la
tecnología ha puesto modernos equipos al servicio de los investigadores y, si
alguien se interesa, pronto se hará galardonado descubridor del colibrí
nocturno porque podrá documentar la evidencia con filmaciones sonidos y
fotografías, y hasta un ejemplar vivito y volando de esta especie. Como aquel
recompensado que descubrió lo que los aborígenes ya conocían, sólo que no se
permitían saquear. Mejor dicho como aquel de quién decían y dicen que dijo que
descubrió Machu Picchu. Pero ¿qué importancia tiene un picaflor nocturno para
que se ocupen de él?. Son más importantes los chupa cabras porque destruyen,
como importante es el abominable hombre de las nieves porque se parece a
nosotros, aunque también son sumamente importantes los extra terrestres porque
tenemos miedo de ser invadidos por ellos. ¿Porqué tendrían que invadirnos si
hace mucho tiempo ya que nos apartaron de su camino?, ¿es por esta razón que se
montan fotografías, películas y sonidos para hacerlos evidentes a la popular
imaginación humana?. Pero, particularmente, a mí me place sobre manera ocuparme
de un sencillo picaflor por cuya aparición esperé mucho tiempo.
Esto no es producto de la casualidad, no es
una de esas diabólicas o celestiales apariciones, abrigué la esperanza que
sucedería y por eso planté el cactus de siete venas frente a mi ventana en el
año mil novecientos noventa y dos. Hice mía la esperanza de mi padre después de
su muerte, hasta puedo afirmar que soy la continuación de sus inquietudes y
frustraciones. Mi padre plantó un cactus en mil novecientos setenta y cuatro, pegado al cerco limítrofe de nuestra casa, ahí mismo, justo tras del poste que
sostiene la bombilla de alumbrado público que hice referencia, y ahí está ahora
ostentando hermosas flores. Lo que me corroe la conciencia es que el pobre
viejo me confió su inquietud por descubrir el color del plumaje del picaflor nocturno, que de antaño lo conocía, pero yo sonreí
incrédulo y con grotesca ironía ante aquella inquietud.
Y a pesar de mi desinterés, por lo que se
proponía mi padre, me contó que cuando niño y durante las vacaciones de escuela iba con
su madre y abuela materna a vivir abajo en la chacra, en unas pequeñas parcelas
que madre e hija supieron atesorar y que él bautizó como Emaús . Y como era
hijo de un padre que se casó con otra mujer, el hermano de la madre de mi padre
le tenía un maldito odio al pequeñín por haber venido de tal manera, y más odio
por estar económicamente desprotegido por el padre, y claro que ésta sí era la
causa del infernal odio porque mi padre significaba una hambrienta boca más en
la familia. Así que, cuando el iracundo tío llegaba hasta la chacra para quedarse, mi padre desaparecía de su vista y tenía que pernoctar en la pequeña cueva al
pie de la casa campestre. Una cueva de la época de la abuela de mi padre que
servía de hospedaje antes de que construyeran la casa, y después, ya abandonada,
nació frente a la cueva, antes que mi padre naciera, un cactus de siete venas.
Uno de esos cactus, conocidos como "San Pedro", que llegan a medir hasta cinco
metros de altura, y usan los brujos del norte del País para preparar una bebida
que hace delirar a los infortunados embrujados. Y esto del cactus frente a la
cueva y las noches solitarias de mi padre en ella, esto sí fue una casualidad,
porque en una de esas noches de enero vio por primera vez al picaflor nocturno. “Es tan especial el animalito que sólo busca las flores vírgenes”, me dijo al
final de su relato, mientras plantaba pegado al cerco de la casa el cactus de
siete venas.
Desde el seis de enero
hasta ahora he vigilado el cactus frente a mi ventana, que ya tiene nuevas
flores, y no he vuelto a ver al misterioso picaflor. ¿Qué señal dejan estas
avecillas en las flores de cactus para que no sean visitadas por otras de su
especie?, ¿son, acaso, tan escasas que nadie las conoce?, ¿quién podría
buscarlas por dos generaciones para confirmar lo que he visto?.
Conscientemente yo ya me había olvidado del
colibrí nocturno, pero mi mirada no se había olvidado. Y cada noche, mientras
paseaba meditabundo por mi habitación tratando de descubrirme a mí mismo, de
enero a mayo mi mirada chocaba con las bellas flores del cactus frente a mi
ventana.
¿Pero que importancia podría tener un
colibrí nocturno sin importar el color de su plumaje?, miro a través de mi
ventana y observo las dos plantas de cactus, la que sembró mi padre y la mía.
La curiosidad me domina, tomo la linterna de mano y me dirijo a ellas, las
observo por largo rato, ambas lucen espléndidas flores blancas, completamente
abiertas con el sexo desnudo y desafiante a los apetitos reproductivos de la
noche, quizá en espera de algún colibrí nocturno que hábilmente se desplaza en
la oscuridad y que no tiene un pico de diez a quince centímetros conforme yo lo
había supuesto al contemplar de día las flores semiabiertas. Me imagino la
cantidad de cactus silvestres que hay en Emaús y en otros lugares de similar
ecología, que florecen de enero a mayo con la humedad de la lluvia, y conforme
voy imaginando voy concluyendo que hay muchos colibríes nocturnos por ahí que
prefieren la flor del cactus que se abre completamente por la noche, pero, ¿qué importancia puede tener la flor
del cactus?.
Es catorce de febrero, día de sol como el
día de ayer, no obstante el tiempo cambia desordenadamente, no es el invierno
tradicional, hay días sorprendentemente nublados y de llovizna como sorprendentemente soleados, y también,
dos a cuatro días seguidos de lluvia como tres a seis días seguidos de sol,
noches parciales de neblina y noches cubiertas de neblina. Puedo decir que en
este invierno hay más sol que lluvia, pero las lluvias se producen tan intensas
como extensas y ¡he aquí el peligro!.
El cactus frente a mi ventana tiene
nuevas y espléndidas flores y otras en
botón. Lluvia y sol, humedad y fotosíntesis. La noche llega, se apaga el día
publicitado del amor, la pichuchanca en el pino del patio anuncia las siete de
la noche. Minutos después prendo la tele, inconscientemente, únicamente por el
burdo hábito de prenderla. Aburrido apago la bombilla de mi habitación, me
desplazo inconscientemente por ella y luego mi mirada se dirige a la ventana
sur, ¡y ahí está el colibrí picando la flor oriental del cactus!. Es un colibrí
más pequeño que el del otro día. Apago la tele y me pego al cristal de la ventana, contemplo la aparición y luego
salgo al balcón para escuchar el revoloteo. El colibrí pasa por sobre mi cabeza
recorriendo el ala del tejado para luego posarse en el pino del patio. Ingreso
apresuradamente a mi habitación en busca de la linterna de mano, tan pronto la
encuentro mi mirada cruza el cristal de la ventana, ¡y ahí está!, nuevamente,
esta vez picando la flor occidental del cactus. Con la linterna de mano
descubro que se trata de una rutilante avecilla, cual antracita recién exfoliada, y más pequeña que la del otro día. Ahí flor y picaflor en extasiado idilio,
¿quién se resiste al delicioso aroma de tal flor?. Finalmente él se va
acariciando el ala del tejado y ella, quizá, ¡no quiere que se vaya porque
todavía son las ocho y media de la noche de su primera y única entrega!.
Pallasca, Ancash, Perú, 14 de febrero del 2012.
Publicado el 25 de octubre del 2012 a las 14 horas 43 minutos en la revista www.pulso-digital.com
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