
Siempre me has pedido que te
cuente un cuento, pues aquí va uno con sabor a miel.
No sé precisamente desde qué
año empecé a admirar a las abejas, esos laboriosos insectos que se dedican a la
desinteresada elaboración de miel sin saber siquiera el destino final de su
trabajo. Pues bien, pero sí sé desde cuando empecé a manipularlas, y fue mientras
tenía doce años de edad y cursaba el primer año de educación secundaria
agropecuaria, pues entonces una señora, amiga de mi padre, nos pidió, a él y a
mí, que recogiéramos una nueva familia de abejas que se había formado en su
vieja colmena y que escapó de ella y pendía cual racimo de un manzano en el
patio de su casa. Durante el recogimiento de las abejas mi padre fue víctima de
unas cuantas picaduras y yo no, pensé entonces que podría manipularlas sin
problemas y ese pensamiento se quedó conmigo, idea que se fortaleció cuando
llevé la asignatura “Abejas” en el segundo año de educación secundaria. ¡Y cuándo
ya cursaba el cuarto!, el hermano menor de mi madre hizo llegar a la casa de
los abuelos una colmena completa para el consumo familiar de miel de abeja, eso
dijo, y al siguiente año mi tío se fue de la casa y del pueblo, y las abejas también
se fueron, quién sabe el motivo.
La vivienda de las abejas
quedó vacía, y yo con la inquietud de que no debería quedar así. Y fue en una
de esas repetidas caminatas, por el contorno de nuestro corral del paraje El
Común, que encontré colgadas de la rama de un Marco una familia de abejas,
quién sabe de qué colmena, las atrapé, y desde entonces, vale decir desde que
cursaba el quinto año de educación secundaria agropecuaria, voy con ellas, no
para explotarlas, sí para gozar de su sabrosa miel. Aunque no puedo negar que
alguna vez cruzó por mi mente la idea de explotación de las abejas, ya que se
puede obtener de sus panales, para la venta, miel, cera, polen y el alimento
exclusivo de la abeja reina, la jalea real, y hasta se hacen terapias médicas
con las picaduras de abejas. Pero no sucedió así, creo que soy muy malo para
los negocios.
Las abejas, a las cuales estoy
vinculado, son unos insectos que viven en sociedad asombrosamente organizada, y
son de un color oscuro con franjas trasversales amarillentas en el abdomen y
parte del tórax. Cada sociedad o familia está compuesta por una abeja reina,
algunos zánganos (uno de los cuales fecunda una sola vez a la reina en vuelo
nupcial) y miles de estériles obreras que se dedican a trabajos diversos, y de
éstas la mayoría a la producción de miel, polen y cera. Pero de esto, mi
querido hijo, no soy yo el indicado para instruirte, y si el interés te mueve tomarás
conocimiento por tu cuenta de libros especializados en la materia.
Ahora, te sigo contando, ahora
se me ocurrió hacerte una pequeña encomienda con trocitos de panales de miel
dentro de su propia cera, igual que la vida se hace con trocitos de ternura
dentro de su propia quimera. En ella encontrarás diferentes calidades de miel,
desde la óptima de un color amarillento hasta la más madura que ya tiene un
color oscuro. Dentro de los fragmentados panales encontrarás algunas celdas con
polen que las abejas utilizan para alimento de sus larvas, ¡ah!, y también
encontrarás larvas y una que otra abeja muerta, dentro de las muertas quizá de
aquellas que se resistieron abandonar su panal que con dignidad trabajaron y
con dignidad la defendieron, como defienden los seres humanos lo que con
dignidad consiguieron.
La miel es deliciosa, como la
vida, mientras alguien, ajeno a quien la disfruta, no la estropea. La miel de
abeja es un dulce natural no perjudicial para nuestra salud como los son todos
los dulces naturales que no han recibido tratamiento químico, puedes consumirla
con toda confianza y sin exceso. Y no así puedes consumir las golosinas
fabricadas con azúcares comerciales y colorantes artificiales que sí han
recibido tratamiento químico y por eso son perjudiciales para la salud, ¡uy!,
peor cuando se mezclan con harinas.
Sé, amado hijo, sé que por la poca
edad que tienes quizá no comprendas bien lo que te digo, pero cuando seas un
floreciente joven y yo esté algo mayor, entonces volverás a leer esta carta que
desde este mi pueblo te escribo, y para entonces no olvidarás que NO MUEREN LOS
SERES QUE APRENDEN A VOLAR SURCANDO LA OSCURIDAD.
Hasta pronto, mi querido
tocayo.
Tu papá
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