La literatura se aparta de los lugares comunes

lunes, 7 de mayo de 2018

Excitante fitofilia

¿Conocen al mudito? –preguntó José a sus sedientas plantas, un día de fuerte sol–. El Mudito como lo llaman cariñosamente los nobles habitantes de la comarca, o El Mudo, como lo llaman los que quieren demostrar superioridad frente a él. ¡Claro que lo conocen!, anduvo por aquí en sus tiempos mozos, ahora va para octogenario, o talvez más, la higuera puede confirmarlo. Sigue calzando rústicas sandalias de jebe, sombrero viejo de paja,  pantalón y camisa sobre parchados con trapos de diferentes colores. Antes se ganaba el pan ayudando a los campesinos en las tareas de labranza, y ahora sólo se sienta a la puerta de alguna casa y espera, hasta que alguien se dé cuenta de su presencia y le otorgue un poco de maíz tostado para calamar su hambre, ya que para la sed bebe directamente de los arroyos y acequias. Se sabe que tiene familiares que van bien por algún lugar de la costa, también los tiene en la comarca, pero son simplemente familiares, jamás supo como tener hijos, y así se quedó, no hay más como él por aquí.
   
Resulta, mis queridísimas plantitas, que El Mudito jamás se quejó de dolor, dicen que cuando jovenzuelo se le veía trepando delgados árboles de eucalipto, los de la quebrada, que ahora están bastante gruesos. Escupía sobre sus manos y mutuamente las frotaba, cogía el árbol con ellas, una tras de otra, luego saltaba sobre él y se aferraba presionando los muslos, colocaba una mano más arriba de la otra, y luego la otra, y a la par los muslos los desplazaba rítmicamente, hasta que llegaba un momento en que ya no avanzaba más, sólo soltaba los muslos y los apretaba de nuevo contra el cilíndrico árbol, hasta quedar exhausto y pegado, árbol y hombre parecían un solo ser, finalmente El Mudito descendía feliz.

Cuanto empecé a ir a la escuela, me di cuenta que siempre a la hora del recreo los alumnos de los grados superiores que entraban ya  a la pubertad, trepaban los eucaliptos que circundaban  el centro educativo, ante la mirada disimulada de los maestros, que seguramente recordaban su inocente infancia, mas cuando algún maestro era sorprendido mirando, se sonrojaba. Jamás lo supe por alumno alguno el placer que resultaba de tal disimulado deporte, lo supe por mí mismo cuando cursaba el cuarto grado, llegado el recreo corríamos cuesta abajo hasta los árboles, y a las ganadas a trepar, hasta quedar satisfechos. Sucedía que la acción trepadora producía un estímulo sexual y luego una erección para culminar en placer. Todos los infantes sentían el placer a su manera, aunque ninguno tenía el valor de comentarlo con nadie, se podía leer en la expresión de sus rostros, incluso en los mayorcitos se notaban secreciones en sus pantalones, y al sentirse descubiertos se sonrojaban y abandonaban la práctica para siempre. Después pasamos a la escuela secundaria y la inocencia quedó atrás, los compañeros alardeábamos de relaciones sexuales con las chicas más atractivas del lugar, soñábamos en verdad con eso, aunque todavía no lo practicábamos, salvo los adultos; pues al iniciar el primer grado secundario, teníamos compañeros de doce a veintiocho años de edad.

Bien, El Mudito siguió trepando los árboles hasta muy adulto, en excitante fitofilia. Hoy, antes de llegar aquí, me encontré con él, estuvimos comunicándonos por largo rato. Puedo entender perfectamente que le  duelen los huesos, camina ayudado por un rústico bastón. Cuando le insinué travesura de muchachos, su rostro envejecido y curtido por el sereno y el sol se tornó alegre, recordando aquellos años de árboles amatorios. Pero luego empezó a llorar silenciosamente, y con el bastón ordenó que me marchara.



(El 15 de julio de 2014 se publicó en la Revista http://www.pulso-digital.com/prosa/excitante-fitofilia-relato-corto-por-walter-elias-alvarez-bocanegra/)

jueves, 3 de mayo de 2018

El viejo caballo Blanco

Y él, el buen amigo, el callado y obediente compañero de José, el viejo caballo blanco de veintiséis años de edad, también quedó allá abandonado a su suerte, dicen que lo veían en la cabecera de la chacra, junto a la casita, mirando al horizonte, esperando eventualmente la llegada de su amo. Un día lo esperó enojado. El amo llegó con el lazo en la mano, al percatarse el animal echó a correr; ante el imprevisto comportamiento el amo corrió tras él, conforme la persecución continuaba, perseguidor y perseguido acrecentaban cada quién de acuerdo al instinto sus iras. El animal llegó hasta un rincón de la cerca, no había escapatoria, el lazo se apoderaría de él; dio un largo relincho para distraer a su captor, mientras tanto tomó impulso y saltó la cerca, se rasgó el prepucio en ella y cayó bruscamente cuerpo a tierra, al otro lado. Al tercer día la infección era notoria; muy apenado el amo se aprestó a curar la herida, el animal se negó al remedio, aquella vez y en adelante. Enflaquecía día a día, el amo suplicante se le acercaba y el animal con gran esfuerzo huía, el amo no podía disimular su dolorosa pena.
Cierto día por la mañana, mientras José trataba de lazar al animal y éste corría a tropezones, repentinamente llegó hasta ellos un comprador de equinos.
–¡Oiga amigo!, compro caballos y burros viejos, le pago buen precio por el suyo.
–¡No lo vendo!.
–De qué le sirve, se nota que el animal es muy viejo, está demasiado flaco.
–Quince días atrás estaba demasiado gordo.
–¡ Ja, ja, ja, ...! –rió burlonamente el comerciante.
–¿De qué se ríe?.
–Llevo muchos años comprando caballos viejos, y nunca he comprado un viejo gordo.
–Usted se equivoca, si los hay, de acuerdo a la vida que llevan.
–¡Se nota que el suyo lleva buena vida!.
–Lo llevaba, pero se niega a continuarla.
–Una vez más, le doy cincuenta soles por el caballo, para el camal de embutidos.
–Una vez más, le repito que no lo vendo, cincuenta soles no vale ni mi viejo sombrero.
–¿Prefiere que se muera a pausas sin ganar nada?.
–¡Prefiero!.
–Vamos hombre, no sea terco, le doy por él ciento cincuenta, ni un sol más.
–Siento pena por él.
–Por eso, en el camal darán rápida cuenta de él, no sufrirá, y usted tampoco.
–Aunque así fuera no logrará usted lazarlo, peor aún llevarlo.
–¿Cuánto apuesta?.
–Lo que usted cree que vale.
–Trato hecho.
El comerciante se acercó al animal y éste se aproximó a él, ante el asombro de su amo; sin mayor contratiempo lo ató del cogote y lo atrajo, metió la mano al bolsillo, escogió ciento cincuenta soles, llegó hasta José, le entregó el dinero (no se cobró la apuesta); habló muchísimo mientras José permanecía mudo e inmóvil, y finalmente se marchó jalando al cuadrúpedo. Al abandonar el predio, el caballo se paró, miró a su amo y dio un triste relincho de despedida; había escogido su destino, una muerte menos penosa lo esperaba. El amo lloró en la despedida, se sentó sobre una roca y quedó ahí como petrificado hasta entrada la noche, había traicionado a su amigo.
Durante muchas noches José soñó con el caballo, andaba muy apenado por haberlo vendido, y para aliviarse solía contar, siempre que podía, lo que ocurrió en el último sueño.

Sabía que jamás volvería a verlo, y me quedé sentado como un idiota, de pronto él apareció lamiendo mi mano, aquella con la cual le daba a lamer sal, aquella con la cual le acariciaba el lomo. Entonces le pregunté:
–¿Porqué te enojaste conmigo?.
–Tuve miedo, –me contestó– tuve miedo que te marcharas y me dejaras solo como lo hiciste muchas veces.
–¿Qué pasó entonces?.
–Las numerosas personas a las que tu madre encargaba para que me custodiaran, me trataban muy mal, cargaban sobre mí leños torcidos que me hacían avanzar de puro dolor. Me ensillaban, montaban y a latigazo cruzado me obligaban a correr.
–Debiste lanzarlos por los aires, a ver si escarmentaban.
–Una vez lo hice y me dieron tres días de duro trabajo,  sangrando a espuelazos, sin comer ni beber. Por eso amigo mío me molesté contigo, por miedo a repetir la tortura. Por aquellos tiempos yo era joven, y soportaba con resignación la dura labor y mala alimentación, con la esperanza de que tú regresaras algún día para otorgarme una vida digna de mi vejez, ahora sería muy penoso para mí soportar lo que soporté.
–¿Y porqué no te dejaste curar la herida?.
–Prefería morir a que me dejaras al rigor de otra gente. Era dolorosa la herida, pero sería el último dolor de mi vida.
–¿Por eso no dejabas que me acercara a ti?.
–Por eso.
–Pero dejaste llegar hasta ti a un desconocido comerciante y te atrapó.
–Es que él no sufriría al verme morir, como hubieras sufrido tú.
–En cuanto a mí, no podría morir si no tengo a mi lado alguien de los que amo.
–Es que talvez  a ese alguien no lo amas de verdad, de lo contrario le ahorrarías la triste pena de verte sufrir antes de morir.
–Bueno, pero felizmente estamos juntos y felices otra vez, tú has regresado.
–Sí, he regresado, pero de los dos solamente yo soy feliz.
–Yo también lo soy.
–Te equivocas, tu felicidad es efímera porque aún sigues con vida, la mía es eterna, es la felicidad que otorga la muerte a un desdichado.

José se quedaba en silencio después de contar su sueño, y luego, ante la indiferencia de quienes lo escuchaban, agregaba tembloroso, casi llorando:

Y mi noble amigo desapareció galopando entre las nubes.

Mientras José gemía, los escuchas murmuraban:
Este cojudo está loco, se cree animal, seguro que ahora comienza a chupar hasta emborracharse. Pobre güevón, cree que los chanchos vuelan.


(Anteriormente, el 6 de julio de 2014, "El viejo caballo Blanco" fue publicado en la Revista WWW.PULSO-DIGITAL.COM)