Y él, el buen amigo, el callado y obediente
compañero de José, el viejo caballo blanco de veintiséis años de edad, también
quedó allá abandonado a su suerte, dicen que lo veían en la cabecera de la
chacra, junto a la casita, mirando al horizonte, esperando eventualmente la
llegada de su amo. Un día lo esperó enojado. El amo llegó con el lazo en la
mano, al percatarse el animal echó a correr; ante el imprevisto comportamiento
el amo corrió tras él, conforme la persecución continuaba, perseguidor y
perseguido acrecentaban cada quién de acuerdo al instinto sus iras. El animal
llegó hasta un rincón de la cerca, no había escapatoria, el lazo se apoderaría
de él; dio un largo relincho para distraer a su captor, mientras tanto tomó
impulso y saltó la cerca, se rasgó el prepucio en ella y cayó bruscamente
cuerpo a tierra, al otro lado. Al tercer día la infección era notoria; muy
apenado el amo se aprestó a curar la herida, el animal se negó al remedio,
aquella vez y en adelante. Enflaquecía día a día, el amo suplicante se le
acercaba y el animal con gran esfuerzo huía, el amo no podía disimular su
dolorosa pena.
Cierto día por la mañana, mientras José trataba
de lazar al animal y éste corría a tropezones, repentinamente llegó hasta ellos
un comprador de equinos.
–¡Oiga amigo!, compro caballos y burros viejos,
le pago buen precio por el suyo.
–¡No lo vendo!.
–De qué le sirve, se nota que el animal es muy
viejo, está demasiado flaco.
–Quince días atrás estaba demasiado gordo.
–¡ Ja, ja, ja, ...! –rió burlonamente el
comerciante.
–¿De qué se ríe?.
–Llevo muchos años comprando caballos viejos, y
nunca he comprado un viejo gordo.
–Usted se equivoca, si los hay, de acuerdo a la
vida que llevan.
–¡Se nota que el suyo lleva buena vida!.
–Lo llevaba, pero se niega a continuarla.
–Una vez más, le doy cincuenta soles por el
caballo, para el camal de embutidos.
–Una vez más, le repito que no lo vendo,
cincuenta soles no vale ni mi viejo sombrero.
–¿Prefiere que se muera a pausas sin ganar
nada?.
–¡Prefiero!.
–Vamos hombre, no sea terco, le doy por él
ciento cincuenta, ni un sol más.
–Siento pena por él.
–Por eso, en el camal darán rápida cuenta de
él, no sufrirá, y usted tampoco.
–Aunque así fuera no logrará usted lazarlo,
peor aún llevarlo.
–¿Cuánto apuesta?.
–Lo que usted cree que vale.
–Trato hecho.
El comerciante se acercó al animal y éste se
aproximó a él, ante el asombro de su amo; sin mayor contratiempo lo ató del
cogote y lo atrajo, metió la mano al bolsillo, escogió ciento cincuenta soles,
llegó hasta José, le entregó el dinero (no se cobró la apuesta); habló
muchísimo mientras José permanecía mudo e inmóvil, y finalmente se marchó
jalando al cuadrúpedo. Al abandonar el predio, el caballo se paró, miró a su
amo y dio un triste relincho de despedida; había escogido su destino, una
muerte menos penosa lo esperaba. El amo lloró en la despedida, se sentó sobre
una roca y quedó ahí como petrificado hasta entrada la noche, había traicionado
a su amigo.
Durante muchas noches José soñó con el caballo,
andaba muy apenado por haberlo vendido, y para aliviarse solía contar, siempre
que podía, lo que ocurrió en el último sueño.
Sabía que jamás volvería a verlo, y me quedé
sentado como un idiota, de pronto él apareció lamiendo mi mano, aquella con la
cual le daba a lamer sal, aquella con la cual le acariciaba el lomo. Entonces
le pregunté:
–¿Porqué te enojaste conmigo?.
–Tuve miedo, –me contestó– tuve miedo que te
marcharas y me dejaras solo como lo hiciste muchas veces.
–¿Qué pasó entonces?.
–Las numerosas personas a las que tu madre
encargaba para que me custodiaran, me trataban muy mal, cargaban sobre mí leños
torcidos que me hacían avanzar de puro dolor. Me ensillaban, montaban y a
latigazo cruzado me obligaban a correr.
–Debiste lanzarlos por los aires, a ver si
escarmentaban.
–Una vez lo hice y me dieron tres días de duro
trabajo, sangrando a espuelazos, sin
comer ni beber. Por eso amigo mío me molesté contigo, por miedo a repetir la
tortura. Por aquellos tiempos yo era joven, y soportaba con resignación la dura
labor y mala alimentación, con la esperanza de que tú regresaras algún día para
otorgarme una vida digna de mi vejez, ahora sería muy penoso para mí soportar
lo que soporté.
–¿Y porqué no te dejaste curar la herida?.
–Prefería morir a que me dejaras al rigor de
otra gente. Era dolorosa la herida, pero sería el último dolor de mi vida.
–¿Por eso no dejabas que me acercara a ti?.
–Por eso.
–Pero dejaste llegar hasta ti a un desconocido
comerciante y te atrapó.
–Es que él no sufriría al verme morir, como
hubieras sufrido tú.
–En cuanto a mí, no podría morir si no tengo a
mi lado alguien de los que amo.
–Es que talvez
a ese alguien no lo amas de verdad, de lo contrario le ahorrarías la
triste pena de verte sufrir antes de morir.
–Bueno, pero felizmente estamos juntos y
felices otra vez, tú has regresado.
–Sí, he regresado, pero de los dos solamente yo
soy feliz.
–Yo también lo soy.
–Te equivocas, tu felicidad es efímera porque
aún sigues con vida, la mía es eterna, es la felicidad que otorga la muerte a
un desdichado.
José se quedaba en silencio después de contar
su sueño, y luego, ante la indiferencia de quienes lo escuchaban, agregaba
tembloroso, casi llorando:
Y mi noble amigo desapareció galopando entre
las nubes.
Mientras José gemía, los escuchas murmuraban:
Este cojudo está loco, se cree animal, seguro
que ahora comienza a chupar hasta emborracharse. Pobre güevón, cree que los
chanchos vuelan.
(Anteriormente, el 6 de julio de 2014, "El viejo caballo Blanco" fue publicado en la Revista WWW.PULSO-DIGITAL.COM)
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