Y entonces recién se supo que
aquel hombre, que no terminaba de morir, era el padre de aquellos cuatro niños
que vivían ahí, tres mujercitas y un hombrecito.
Desde mi ventana podía verlos
a diario, la mujer salía muy temprano y llegaba muy de noche, ella era la madre
de esas desdichadas criaturas. Cuando llegué a ocupar aquella habitación del
segundo piso de una casa de alquiler aledaña, ella y las criaturas ya vivían
ahí. Era un barrio que crecía vertiginosamente hacia el sureste de Chimbote,
sus pobladores invasores de terrenos eriazos que poco a poco fueron
formalizando propiedades, casi todo Chimbote ha crecido así, desde sus inicios,
y por esta parte los ranchos de esteras ya llegaban a la bifurcación de la
carretera panamericana que va para el balneario de Vesique.
Por aquellos días se sabía de
un secuestro a cambio de dinero, dos jóvenes enamorados habían secuestrado a la
prima hermana de uno de ellos, del hombre, una chiquilla de doce años de edad,
y pidieron por ella una buena suma de dinero. El rescate no llegó y la niña
perdió la vida en manos de sus secuestradores que la enterraron en el arenal
contiguo a la vivienda que ocupaban. Tantos crímenes sucedían a medida que la
ranchería se extendía, robos, homicidios, suicidios, incesto, prostitución,
alcoholismo, y todos los males propios de una sociedad de consumo. Pero jamás
imaginé que muy pronto sucedería otro crimen por ahí, justo en la casa aledaña
a mi ventana, ahí donde vivía aquella mujer y sus criaturas.
Desde mi ventana podía ver al
hombre, que recién había llegado a vivir ahí, jugando con las criaturas, me
parecía un gran hombre. Será el abuelo, será el tío, quién será. Jugaba, pues,
pero poco a poco las niñas se fueron distanciando del hombre y cambiaron de
receptivas a hostiles hacia él, en muy poco tiempo, algo de dos semanas y un
poco más. Podía darme cuenta que se
burlaban de él, de la comida que preparaba, de la forma como se comportaba para
agradarlas y de tanto más. Quizá aquel hombre no tenía dinero por eso aguantaba
así, las niñas le ofrecían alguna golosina y cuando él estiraba la mano para
recibirla ellas la retiraban “¿Quieres?, ¡compra, pue!”. Peleaba con la hija
mayor por ver los programas de televisión, eso se escuchaba claramente, los
vecinos escuchaban, y ella terminaba saliéndose con la suya.
El pequeño hijo era muy
tierno, apenas daba paso, y se quedaba con la vecina del costado desde muy
temprano, desde que su mamá se iba hasta la noche que regresaba. Durante el día
el niño lloraba y el hombre desesperado salía y se dirigía a la casa de la
vecina que le cuidaba, tocaba insistentemente la puerta, y con el niño ya
calmado hombre y vecina conversaban por largo rato. Por fin él salía con el
niño en brazos hasta el parque del conjunto habitacional donde
interminablemente jugaban, e intermitentemente regresaban a su casa donde se
les podía escuchar jugando con una pelota hasta que la vecina salía para
recoger al pequeño, antes que llegara su madre. Era muy lindo contemplar aquel
cuadro de amor del hombre al pequeño y del pequeño hacia él, un cuadro del que
sólo yo puedo dar fe.
La mujer seguía llegando
tarde, más tarde cada día, y el viernes llegaba algo temprano, arreglaba
maletines y desaparecía con sus hijos hasta el domingo por la noche.
La primera y segunda semana el
hombre esperó ahí, de viernes por la noche a domingo, sentado en una silla, en
el pequeño patio posterior, cigarro tras cigarro. Ocasionalmente llamaba a un
amigo que casi siempre resultaba llegando, un tipo flaco parsimonioso con
apariencia de intelectual, y hablaban, reían y salían a dar una vuelta, y
regresaban para pernoctar. Pero ya para la tercera semana, el viernes por la
noche, el hombre salió después que su mujer y sus hijas se fueron con el niño
en brazos. Salió y regresó el lunes por la mañana contorneándose de borracho,
cantando canciones mexicanas, abrazado con otro hombre al que trataba de primo,
de hermano, cantaban y lloraban hasta que el primo se marchaba. Y así, lo
mismo, en adelante, los siguientes pocos fines de semana que él estuvo aquí.
Un fin de semana, que la mujer
se quedó en casa, el hombre salió con el niño en brazos hasta el parque, y
mientras hombre y niño jugaban la mujer llegó echando chispas en cada pisada,
le arrebató al niño y al hombre lo echó de su casa, “dame mi llave y lárgate de
mi casa, ¡baboso!”, y el hombre no se fue, aguantó aquel maltrato nacido de la
nada. Qué tonto es ese, murmuraban los vecinos.
Me aterra contar esto, me
hierve la sangre, me siento involucrado en el incidente, me siento parte de él,
quizá pude evitarlo, llamar a la policía, intervenir yo mismo, no sé, estoy
confundido. Pues había llegado para reiniciar mi vida con mi esposa y mis
hijos, llegué muy ilusionado haciendo planes en el camino, y me ubiqué debajo
de la ventana desde donde yo miraba.
Mi mujer había alquilado esa
casa para vivir con mis hijos, tenía un buen empleo en el gobierno regional.
También tenía un lote de terreno en esa jurisdicción, terreno que había
comparado con el dinero que retenía judicialmente de mis haberes mientras yo
trabajaba en un colegio de la serranía. Ahora, ya sin empleo, haría cualquier
cosa para vivir junto a mis hijos y junto a la mujer que amé, formando un hogar
soñado. Cultivaría el lote del terreno aquel con verduras que vendería a los
vecinos del lugar, haría cualquier cosa, ya lo dije, mi pequeño hijo era la
inspiración.
Habíamos formado un hogar,
allá en la serranía, e iniciamos un proyecto mío que no prosperó por falta de cautela
y perseverancia, y también porque ella no se sentía a gusto ahí, pero ahí
tuvimos algo bueno, un hogar con nuestras hijas. Ella marchó para el litoral en
busca de empleo, tuvo el apoyo de sus padres, perseveró, luchó, eso sí, sin
duda alguna, y lo consiguió, consiguió lo que buscaba, siempre quiso ser
empleada, mientras yo, por mi parte conseguí empleo en un colegio de la sierra,
ya lo dije. Nunca pretendió tener un hogar, eso yo ya lo sabía, su hermana me
lo contó, sólo buscaba un hijo y conseguir un empleo para seguir escalando
hasta el final. Luego de mi efímero empleo, del cual el hermano de mi mujer me
echó por ser, desgraciadamente para mí, administrativo en el sector, batallé
buscando otras oportunidades mejores, pero nada. Todo quedó en búsqueda, y en
alcohol, alcohol que adormecía mis frustraciones, mis impotencias, pues, ya ni
en la casa de los padres de mi mujer fui recibido, me quedaba en la calle, con
la rabia reventando en mis pupilas, mientras nuestras hijas asimilaban las
burlas de los hermanos de mi mujer, cuánto tuvo ella que ver en todo eso, no lo
sé, y nunca lo sabré, ella me tiene a mucha distancia de saberlo. De la
formación académica que tengo no es necesario hablar, sólo sé que buena la tuve
y la tengo todavía. Y en ese trajín, buscando oportunidades de empleo,
procreamos al último de nuestros hijos, y decidí vivir en familia.
Pero, apenas llegué hubo
frialdad en el hogar, mi mujer llegó muy tarde del trabajo ese día que yo creía
importante por mi llegada, pude verla irritada, incómoda, con un aliento que
trascendía licor. Quizá es la incomodidad por mi llegada, pensé, muy pronto
todo eso cambiaría, pero nada cambió, todo empeoró. Más y más tarde ella
llegaba, más y más ausencia me entregaba, más y más indiferencia me disparaba.
Muy pronto me enteré que andaba de relaciones sociales con los amigos de su
centro de trabajo.
Comencé a irritarme por aquellas llegadas tan tarde, y
mis hijas empezaron a descargar su impotencia contra mí. Recortaron unos
cartelillos con sus nombres y apellido materno, ignorando el mío, que
pegaron en las puertas de sus cuartos, era una forma más de hacerme saber que
estaba demás ahí.
Mas, a toda arremetida en
contra mía me sobreponía para quedarme en formación de hogar, el niño me
inspiraba.
Poco a poco me fui arrimando a
la cama de mi mujer, y mientras conversábamos ella me confundía con otro hombre,
y mientras dormía deliraba con su jefe, cuántas veces lo hizo, perdí la cuenta,
sólo sé que mientras lo hacía iba creciendo un odio de venganza en mí. Entonces
me aparté y empecé a seguirla y a llamarla, no contestaba el teléfono, y a
veces contestaba un hombre “no está”, yo insistía y ella apagaba su celular. La
seguí por su trabajo cuando apagaba su celular, no estaba, y llegaba tarde
chispeando de licor, decidí matarla.
Decidí matarla, y fue anoche
que sucedió, mientras el niño se desesperaba gritando ¡mamáaa!, en la casa de
la vecina que le cuidaba. Ella llegó y yo la ahorqué ¡con toda mi rabia
empozada!, mi hija mayor intervino en su defensa y arremetí contra ella, y sin
querer, también la maté, ¡luego me disparé!, y aquí estoy, muriendo de dolor. Y
no me pregunten estupideces, como esa “¿no pensaste en tus hijos?”, porque
cuando uno lleva el alma mortalmente herida no piensa en nada.
¡Feminicidio!, grita la gente
mientras escupe sobre mí.
Y entonces recién se supo que
aquel hombre, que no terminaba de morir, era el padre de aquellos cuatro niños
que vivían ahí, tres mujercitas y un hombrecito.