La literatura se aparta de los lugares comunes

martes, 21 de enero de 2020

El calzón de la china Joshe

El pueblo de Chesus, enraizado en las menas andinas donde la explotación minera ya venía de siglos atrás, había dado un salto en un siglo, pasó de una sociedad feudal y minera a una burócrata y minera.

Para entonces dominaban los señores de la mina, los pequeños latifundistas, que se hacían llamar “hacendados”, y sus protegidos menesterosos que fungían de autoridades y pequeños comerciantes, ellos tenían el poder. Y a la gente de abajo, en los latifundios, los llamaban con despectivo cariño “mis indios”, y en la mina despectivamente “cholos obreros”.

Los señores de la mina estaban integrados por los dueños y  por la planilla de confianza, ingenieros, contadores, médicos, pistoleros y adulones. Había otra planilla de empleados de toda laya allegada a la anterior y un grupo privilegiado a los que llamaban “contratistas” que eran los que brindaban servicios mineros.

La planilla de confianza y la de empleados trabajaban a cambio de un sueldo mensual.
Los obreros mineros trabajaban a cambio de un salario semanal.

¿Los dueños de la mina?, no vivían ahí, vivían en Lima o el extranjero, en Lima eran diputados, senadores, ministros y afines, y en el extranjero no eran nada pero vivían, vivían bien con el dinero de la patria.

Los indios trabajaban quince días al mes gratis para los hacendados, sólo a cambio de vivir en el feudo y trabajar para ellos una incipiente parcela de cultivo, llevaban vestimenta confeccionada con lana de carnero fabricada por algún artesano allegado al patrón, eran analfabetos. Rara vez un indio se convertía en hombre de confianza del patrón que prefería traerlo de otra hacienda y lo escogía de los allegados del respectivo hacendado.

Los hacendados organizaban fiestas patronales, de cumpleaños, de aniversarios y tantas otras más, con comilonas borracheras avellanas y mojigangas, y mientras disfrutaban con sus allegados alardeaban que mientras gozaban las vacas iban pariendo en corrales.

Los hacendados más ambiciosos saltaban a Lima para asirse al parlamento mientras dejaban la hacienda bajo la responsabilidad de un administrador de íntima confianza.

Los hacendados contrataban preceptores para sus hijos, que los instruían en sus propias casas hacienda, además de aprender a leer y escribir, aprendían a danzar y a cantar.

Fue con el gobierno revolucionario de Juan Velasco Alvarado que comenzó a romperse el dique de la sociedad anterior.

Y ahora las llamadas haciendas están parceladas entre sus comuneros, la china Joshe empezó a usar calzón y el cholo de su marido calzoncillo. Y  los que dominan son los burócratas del Estado, el cacicazgo del alcalde, los directivos de la comunidad, los policías, y los señores de la mina sobre todos.

Está demás decir que el país vive la cultura de la corrupción que ha desarrollado en los últimos treinta años.

(Por aquí llaman despectivamente "china" a la mujer pueblerina, es un sinónimo de "chola")

lunes, 13 de enero de 2020

Suicidio en el arenal


Y entonces recién se supo que aquel hombre, que no terminaba de morir, era el padre de aquellos cuatro niños que vivían ahí, tres mujercitas y un hombrecito.

Desde mi ventana podía verlos a diario, la mujer salía muy temprano y llegaba muy de noche, ella era la madre de esas desdichadas criaturas. Cuando llegué a ocupar aquella habitación del segundo piso de una casa de alquiler aledaña, ella y las criaturas ya vivían ahí. Era un barrio que crecía vertiginosamente hacia el sureste de Chimbote, sus pobladores invasores de terrenos eriazos que poco a poco fueron formalizando propiedades, casi todo Chimbote ha crecido así, desde sus inicios, y por esta parte los ranchos de esteras ya llegaban a la bifurcación de la carretera panamericana que va para el balneario de Vesique.

Por aquellos días se sabía de un secuestro a cambio de dinero, dos jóvenes enamorados habían secuestrado a la prima hermana de uno de ellos, del hombre, una chiquilla de doce años de edad, y pidieron por ella una buena suma de dinero. El rescate no llegó y la niña perdió la vida en manos de sus secuestradores que la enterraron en el arenal contiguo a la vivienda que ocupaban. Tantos crímenes sucedían a medida que la ranchería se extendía, robos, homicidios, suicidios, incesto, prostitución, alcoholismo, y todos los males propios de una sociedad de consumo. Pero jamás imaginé que muy pronto sucedería otro crimen por ahí, justo en la casa aledaña a mi ventana, ahí donde vivía aquella mujer y sus criaturas.

Desde mi ventana podía ver al hombre, que recién había llegado a vivir ahí, jugando con las criaturas, me parecía un gran hombre. Será el abuelo, será el tío, quién será. Jugaba, pues, pero poco a poco las niñas se fueron distanciando del hombre y cambiaron de receptivas a hostiles hacia él, en muy poco tiempo, algo de dos semanas y un poco más.  Podía darme cuenta que se burlaban de él, de la comida que preparaba, de la forma como se comportaba para agradarlas y de tanto más. Quizá aquel hombre no tenía dinero por eso aguantaba así, las niñas le ofrecían alguna golosina y cuando él estiraba la mano para recibirla ellas la retiraban “¿Quieres?, ¡compra, pue!”. Peleaba con la hija mayor por ver los programas de televisión, eso se escuchaba claramente, los vecinos escuchaban, y ella terminaba saliéndose con la suya.

El pequeño hijo era muy tierno, apenas daba paso, y se quedaba con la vecina del costado desde muy temprano, desde que su mamá se iba hasta la noche que regresaba. Durante el día el niño lloraba y el hombre desesperado salía y se dirigía a la casa de la vecina que le cuidaba, tocaba insistentemente la puerta, y con el niño ya calmado hombre y vecina conversaban por largo rato. Por fin él salía con el niño en brazos hasta el parque del conjunto habitacional donde interminablemente jugaban, e intermitentemente regresaban a su casa donde se les podía escuchar jugando con una pelota hasta que la vecina salía para recoger al pequeño, antes que llegara su madre. Era muy lindo contemplar aquel cuadro de amor del hombre al pequeño y del pequeño hacia él, un cuadro del que sólo yo puedo dar fe.

La mujer seguía llegando tarde, más tarde cada día, y el viernes llegaba algo temprano, arreglaba maletines y desaparecía con sus hijos hasta el domingo por la noche.

La primera y segunda semana el hombre esperó ahí, de viernes por la noche a domingo, sentado en una silla, en el pequeño patio posterior, cigarro tras cigarro. Ocasionalmente llamaba a un amigo que casi siempre resultaba llegando, un tipo flaco parsimonioso con apariencia de intelectual, y hablaban, reían y salían a dar una vuelta, y regresaban para pernoctar. Pero ya para la tercera semana, el viernes por la noche, el hombre salió después que su mujer y sus hijas se fueron con el niño en brazos. Salió y regresó el lunes por la mañana contorneándose de borracho, cantando canciones mexicanas, abrazado con otro hombre al que trataba de primo, de hermano, cantaban y lloraban hasta que el primo se marchaba. Y así, lo mismo, en adelante, los siguientes pocos fines de semana que él estuvo aquí.

Un fin de semana, que la mujer se quedó en casa, el hombre salió con el niño en brazos hasta el parque, y mientras hombre y niño jugaban la mujer llegó echando chispas en cada pisada, le arrebató al niño y al hombre lo echó de su casa, “dame mi llave y lárgate de mi casa, ¡baboso!”, y el hombre no se fue, aguantó aquel maltrato nacido de la nada. Qué tonto es ese, murmuraban los vecinos.

Me aterra contar esto, me hierve la sangre, me siento involucrado en el incidente, me siento parte de él, quizá pude evitarlo, llamar a la policía, intervenir yo mismo, no sé, estoy confundido. Pues había llegado para reiniciar mi vida con mi esposa y mis hijos, llegué muy ilusionado haciendo planes en el camino, y me ubiqué debajo de la ventana desde donde yo miraba.

Mi mujer había alquilado esa casa para vivir con mis hijos, tenía un buen empleo en el gobierno regional. También tenía un lote de terreno en esa jurisdicción, terreno que había comparado con el dinero que retenía judicialmente de mis haberes mientras yo trabajaba en un colegio de la serranía. Ahora, ya sin empleo, haría cualquier cosa para vivir junto a mis hijos y junto a la mujer que amé, formando un hogar soñado. Cultivaría el lote del terreno aquel con verduras que vendería a los vecinos del lugar, haría cualquier cosa, ya lo dije, mi pequeño hijo era la inspiración.

Habíamos formado un hogar, allá en la serranía, e iniciamos un proyecto mío que no prosperó por falta de cautela y perseverancia, y también porque ella no se sentía a gusto ahí, pero ahí tuvimos algo bueno, un hogar con nuestras hijas. Ella marchó para el litoral en busca de empleo, tuvo el apoyo de sus padres, perseveró, luchó, eso sí, sin duda alguna, y lo consiguió, consiguió lo que buscaba, siempre quiso ser empleada, mientras yo, por mi parte conseguí empleo en un colegio de la sierra, ya lo dije. Nunca pretendió tener un hogar, eso yo ya lo sabía, su hermana me lo contó, sólo buscaba un hijo y conseguir un empleo para seguir escalando hasta el final. Luego de mi efímero empleo, del cual el hermano de mi mujer me echó por ser, desgraciadamente para mí, administrativo en el sector, batallé buscando otras oportunidades mejores, pero nada. Todo quedó en búsqueda, y en alcohol, alcohol que adormecía mis frustraciones, mis impotencias, pues, ya ni en la casa de los padres de mi mujer fui recibido, me quedaba en la calle, con la rabia reventando en mis pupilas, mientras nuestras hijas asimilaban las burlas de los hermanos de mi mujer, cuánto tuvo ella que ver en todo eso, no lo sé, y nunca lo sabré, ella me tiene a mucha distancia de saberlo. De la formación académica que tengo no es necesario hablar, sólo sé que buena la tuve y la tengo todavía. Y en ese trajín, buscando oportunidades de empleo, procreamos al último de nuestros hijos, y decidí vivir en familia.

Pero, apenas llegué hubo frialdad en el hogar, mi mujer llegó muy tarde del trabajo ese día que yo creía importante por mi llegada, pude verla irritada, incómoda, con un aliento que trascendía licor. Quizá es la incomodidad por mi llegada, pensé, muy pronto todo eso cambiaría, pero nada cambió, todo empeoró. Más y más tarde ella llegaba, más y más ausencia me entregaba, más y más indiferencia me disparaba. Muy pronto me enteré que andaba de relaciones sociales con los amigos de su centro de trabajo.

Comencé a  irritarme por aquellas llegadas tan tarde, y mis hijas empezaron a descargar su impotencia contra mí. Recortaron unos cartelillos con sus nombres y apellido materno, ignorando el mío, que pegaron en las puertas de sus cuartos, era una forma más de hacerme saber que estaba demás ahí.

Mas, a toda arremetida en contra mía me sobreponía para quedarme en formación de hogar, el niño me inspiraba.

Poco a poco me fui arrimando a la cama de mi mujer, y mientras conversábamos ella me confundía con otro hombre, y mientras dormía deliraba con su jefe, cuántas veces lo hizo, perdí la cuenta, sólo sé que mientras lo hacía iba creciendo un odio de venganza en mí. Entonces me aparté y empecé a seguirla y a llamarla, no contestaba el teléfono, y a veces contestaba un hombre “no está”, yo insistía y ella apagaba su celular. La seguí por su trabajo cuando apagaba su celular, no estaba, y llegaba tarde chispeando de licor, decidí matarla.

Decidí matarla, y fue anoche que sucedió, mientras el niño se desesperaba gritando ¡mamáaa!, en la casa de la vecina que le cuidaba. Ella llegó y yo la ahorqué ¡con toda mi rabia empozada!, mi hija mayor intervino en su defensa y arremetí contra ella, y sin querer, también la maté, ¡luego me disparé!, y aquí estoy, muriendo de dolor. Y no me pregunten estupideces, como esa “¿no pensaste en tus hijos?”, porque cuando uno lleva el alma mortalmente herida no piensa en nada.

¡Feminicidio!, grita la gente mientras escupe sobre mí.

Y entonces recién se supo que aquel hombre, que no terminaba de morir, era el padre de aquellos cuatro niños que vivían ahí, tres mujercitas y un hombrecito.