La literatura se aparta de los lugares comunes

jueves, 27 de septiembre de 2018

Mi Dulce Angelita

A ti
Señora,
Señora vengo,
Soy ateo de razón
Y creyente de corazón,
Virgen de mis horas tiernas.
Pues si he creído en los hombres
¿Por qué no puedo seguir creyendo en ti?

Llegaba todos los domingos y días santos, después de la misa, hasta allá a la ladera de Santa Lucía, donde yo, pequeño aún, tan pequeño como ella, pastoreaba mis tres ovejas,  en medio de la ladera, justamente en la chacra que fue de la madre de mi padre. Se llamaba Angelita, y por la suavidad de su encantadora sonrisa su madre la llamaba Dulce Angelita. Por el pie de la chacra surcaba el camino que unía al pueblo con las salpicadas y pintorescas casas de la campiña de Cuymalca, amarrábamos las ovejas y descendíamos al sendero, y en una de las azulinas rocas que daban perfil al camino y que lucía como un pizarra de aula, solíamos garabatear los deberes de la escuela. No sé cuántas veces llegó hasta mí la pequeña niña, pero yo ansiaba que aquellas visitas nunca se terminaran porque las limitaciones de mi infancia milagrosamente desaparecían con la sola presencia de ella.
Un Día de Navidad, la espera se hizo larga, amarré las ovejas y descendí solo al sendero, me coloqué frente a la roca para pensar en ella, y repentinamente una delicada manita tocó mi hombro, era ella, la pequeña criatura, que dificultosamente respiraba. Se abrazó a mi cuerpo y miró al cielo, luego la apreté contra mi pecho, ella empezó a gemir y yo prorrumpí en ahogado llanto. Pegada a mi pecho se quedó dormida, su pequeña cabecita me incitaba acariciar su tierna cabellera, cerré los ojos y me quedé acariciándola, y cuando los abrí ella ya no estaba conmigo.
Me pegué a la azulina roca y lloré desconsoladamente su ausencia, y cuando lágrimas ya no habían pude verla dibujada sobre la roca con aquella dulce sonrisa que sólo ella sabía dar. Mas, por un momento aquella tierna figura cobró vida y conversó conmigo, me dijo que allí se quedaría, eterna, por los siglos de los siglos, con la Iglesia triunfante en la mano, para evitar que el pueblo se derrumbara.

Cerca de cincuenta años ya, que volví a la ladera para recordarla, ahí en la misma roca estaba ella, ¡rodeada de ofrendas!: flores, cirios y piedrecillas. No había persona que pasara sin saludarla. La gente se detiene, se persigna, y se queda por un momento junto a ella. Y aunque alguien a truqueado su tierna figura para convertirla en milagrosa señora, para mi sigue siendo mi Dulce Angelita, la pequeña niña que se hizo Santa dentro de mi corazón, en la ladera de Santa Lucía camino a Cuymalca.

Desde entonces, espero las noches despejadas de luna llena en el poniente, voy hasta la capilla de Santa lucía en la cima de la ladera, y antes que la luna se oculte en la espesa montaña, allá abajo, en la planicie de la campiña, en una laguna que a esa hora es todo encanto, se refleja la Virgen de mis horas tiernas; sonrío y le digo:

Si he creído en los hombres, ¡por qué no seguir creyendo en ti!


(Pallasca, 2008)

Epílogo

Padre:

Hoy día, que es de esa tarde otra tarde, la mía, no menos que la tuya, he cerrado mis ojos para mirarte y te he visto sentado en el poyo, no de la rústica cocina, el de tosco barro, te he visto en el poyo celestial de la sabiduría, y tu risueña mirada me ha contemplado como queriendo decir que lo has logrado, y claro, no estás equivocado, cada inspiración tuya vive dentro de mí. Y en el corral que otrora te complacía contemplar la puesta del sol, después de asegurar a la estaca nuestro escaso ganado, has estado ahora dispuesto a detenerlo, quizá porque se me hace tarde y me sorprenderá la noche matando mi caminar, o quizá por demostrarme que puedes hacer lo que yo mucho tiempo demoré en entender: Detener el sol para avanzar.

Padre, esta noche te soñaré, abriré todos los telones de las etapas de mi vida hasta llegar a mi niñez, te soñaré a lado de mi madre, en el corral, ordeñando la vaca Pintada, te soñaré bebiendo la fresca leche y compartiéndola conmigo. Después me apurarás para ir a la escuela, y yo quizá olvide de practicarme completamente el aseo, pero, con lo perezoso que soy para la escuela, ¡tendré que ir!, porque me hiciste saber que el conocimiento es la máxima realización del ser humano, y a la sazón marcharás a tu trabajo.
Ya fuera de casa, tú en lo tuyo yo en lo mío, esperaremos con ansia la hora de retornar al hogar para estar junto a mi madre y mis hermanos, junto al perro, junto al gato, junto a las gallinas, todos, una gran familia.
Por la tarde iremos juntos hasta el corral para asegurar el ganado, el toro, el toro Lugo será el más difícil de atrapar, yo iré jugando con mis hermanos para no perder tiempo en el camino y tú me irás regañando creyendo que lo estoy perdiendo. Mi madre apurará en la cocina con los leños torcidos por el viento. Y después del ganado, con el Lugo por fin atado, ¡chisha!, ¡chisha!, arrimaremos las aves al gallinero. Cenaremos todos juntos mientras crucemos ocurrencias, y claro, que de mamá no faltará un agradecimiento a Dios por el pan de cada día. Y si es mayo, desgranaré los choclos sobre el batán para las humitas. Después pasaremos a los libros, tú en lo tuyo yo en lo mío, y en seguida, antes de acostarnos, encargaremos a nuestros perros la seguridad de la casa, “¡Fidel!, ¡Indio!, ¡to to to!”, y todos juntos daremos gracias por lo vivido. Y cada uno de nosotros soñará lo que de amor en el día haya tenido, que no sean pesadillas, no, por favor, ¡Padre mío!, no quiero esos sueños que semejan el infierno, no esos sueños que reproducen un vivir aturdido lleno de limitaciones y por consiguiente de impotencia frente a las vicisitudes de la vida; quiero, Padre Mío, que sea como el dulce néctar de las flores con el fondo musical que produce una cascada.

Y después de soñarte me levantaré para imaginarte hasta entrada la noche, y mientras termine de hacerlo prenderé el fogón con leños torcidos para preparar la cena. A la luz y calor del fuego me sentaré en el poyo de la cocina, y te escribiré esta carta que cualquiera no podría entender, sólo tú, ¡Padre Eterno!.

Y te espero en mi última cena



(Pallasca, 2008)

jueves, 20 de septiembre de 2018

De crepúsculo en crepúsculo

I
Somos una sociedad enferma, dijo Moisés después de deslizar delicadamente la copa llena hasta el centro de la mesa, lo dijo tartamudeando, talvez con miedo a herirnos, pero lo dijo sin pestañar, con ronca voz, gallardamente sentado frente a nosotros y escudriñándonos con inquita mirada que venía de unos cadavéricos ojos negros. Queríamos ayudarle en algo, iba con la salud quebrantada en medio de una pobreza pueblerina. ¡Y ahí estaba!, mal rasurado, con evidentes barbas que resistieron el paso de una vieja navaja de afeitar, las patillas plomizas curvadas hacia los costados, el pelo crecido y algo desordenado; tenía la apariencia de un afanoso náufrago desesperado por encontrar tierra firme. Los zapatos y vestimenta, muy de comerciante ambulante, envejecidos por el tiempo pero bien chantados en limpieza y armonía, lo pintaban como un ansioso desempleado recorriendo las calles de la metrópoli. Pobrecito, tan bueno como era, tan cariñoso, ¡y entonces nos  sorprendía con esa expresión!, menguando nuestras ganas de ayuda. Luego dirigiéndose a nosotros agregó: ¿Recuerdan a José?.
¡Y nada más!, se quedó en silencio.
Lo habíamos citado al restaurante Plaza, uno de los lugares que solía frecuentar y talvez el único de su preferencia que subsiste en el centro de Lima, justamente en una esquina de la plaza San Martín. Ahí, con él como anfitrión, muchos de sus familiares y amigos aprendimos a comer parrilladas, ninguno de nosotros podrá olvidar la primera vez en el Plaza, sudando por la incomodidad frente a copas de vino y suculentas carnes sobre vivaces carbones, en medio de clientes de muy buena apariencia con hábitos de consumo muy diferentes a los nuestros. ¡Llegaba con los bolsillos llenos! los fines de mes y nos buscaba, precisamente a nosotros que andábamos pelados, talvez para demostrar su supremacía, ¡pero no!, nada ostentoso, tan sencillo como siempre, jamás alardeó del buen empleo que disfrutaba en el interior del país. Cualquiera que salía con él, en adelante, alardearía de restaurantes, de buenas comidas y bebidas, de etiquetas rojas y negras, y además, de propinas, aunque les hubiera dolido dejarlas.
Anticipadamente planeamos la reunión, era sabido por todos que Moisés necesitaba ayuda económica, ¡diecinueve personas entre hombres y mujeres nos reuniríamos con él!. Y así se cruzaron sugerencias respecto al posible lugar de recepción: el Bolívar, la Taberna, y otros tantos por ahí.
¡El Bolívar?, ya no, agoniza tratando de sobrevivir de una y tantas maneras, y la Taberna para qué, humo, cerveza y alaridos, no armonizarían con las circunstancias. Uno de nosotros sugirió que lo invitásemos al Papas Fritas, un restaurante de comida francesa en la avenida Colmena, no iba a ser posible, hace tiempo habían cancelado el negocio por falta de clientes y desde entonces en el lugar se ofrece pollo a la braza; ¡me he convencido que tengo que resignarme a seguir comiendo como cholo!, dijo el de la propuesta, muy sonrojado. Otro mencionó un almuerzo en el Pardo Hotel de Miraflores: Te dan espumante pisco como aperitivo, y en la mitad de una piña  te llenan  de todo, hasta una bola de helado, y desde un piano en el otro salón te llega una delicada música; no he vuelto a ese lugar, lo intenté dos veces, pero me regresé de la misma puerta, con una comezón de incomodidad por todo el cuerpo, pero si vamos en mancha es diferente.
Era la tarde del último viernes del pasado mes de septiembre, el Plaza estaba casi vacío, ¡apenas nos habíamos sentado y llegó hasta nosotros el mozo con la cartilla en la mano!, pediríamos dos botellas de vino para hacer tiempo mientras esperábamos a los demás, eso habíamos dicho antes de entrar los tres primeros que llegamos caminando desde el jirón Azángaro, pero terminamos pidiendo “¡tres cristal chicas, hasta mientras!”. Afuera la neblina llenaba por completo las calles y la plaza San Martín, apenas se podían distinguir las tenues luces neblineras de los vehículos y las siluetas humanas desfilando por la vereda, apenas, como mirando a través de un vidrio traslúcido color humo, y nítidas, y muy nítidas, insistentes y perturbadoras, las bocinas,  ¡qué horrible!, quién vive en Lima, ¡quién sino!, casi nueve meses de frío y neblina y además tomando cerveza, pero qué. Moisés llegó, y ahí nomás, luego del vaivén de la puerta, dos más de los amigos. Por fin, el vino.
Claro que había vanidad al citarlo ahí, estando como estaba, y nosotros alardeando de nuestras comilonas y borracheras en lugares mejores con invitados para estrenarlos, comentando además y entonces las bondades de nuestras tarjetas de crédito y dejando entrever algunos billetes, nacionales y extranjeros. ¿No hubiera sido más placentero visitarlo en el cuarto donde se hospedaba, allá en Comas?.
  

II

El día llegaría alegre para José en aquella primavera, así lo había previsto, rayó la aurora y la luz penetró por los vidrios de ventana hasta la cama de un modesto cuarto donde esperaba ansioso su nuevo despertar, lo esperó desde su niñez, motivado por eso de que los maestros educan, los médicos curan, los abogados defienden a los inocentes y los ingenieros construyen. Hasta la secundaría pudo hacerlo en su pueblo natal, saber que para ser profesional se necesitaba estudiar en la universidad le sumergía en melancolía, el sueño terminaba ahí, devolviéndolo a su realidad, en su lugar de origen donde lo esperaban ocupaciones mixtas; a la gente más activa se le veía en tareas agropecuarias, matizadas con el oficio de zapatero remendón, sastre, o tendero minorista. Los empleados estatales constituían la clase privilegiada del pequeño pueblo, existía la posibilidad de ser profesor en la escuela o colegio y poco a poco graduarse a distancia, pero se necesitaban buenas relaciones sociales para conseguirlo, y no le gustaba buscarlas; los beneméritos guardias civiles llegaban de otros lugares, con suprema apariencia de intocables vigilantes del orden y administradores de justicia en el lugar, y tal actitud le repugnaba; los empleados de salud, simplemente sanitarios, con escolaridad primaria, no lo inspiraban; un operador de la pequeña hidroeléctrica y su guardián le perecían insignificantes.
El Cabildo no tenía presupuesto, las obras se realizaban por trabajo colectivo y gratuito, solamente el secretario, después de abrir la boca durante un mes, pegado a su escritorio medio tiempo y medio en la banquilla de la plaza frente al Cabildo, se paraba para distribuir su miserable salario deducido de los pocos ingresos por la expedición de partidas de nacimiento y licencias de funcionamiento de las pequeñas bodegas. ¿Porqué pensar en ser Alcalde?. ¡La comunidad de campesinos?, ¡nada, compadre!, para los pobres campesinos, ¿Presidente de la misma?, ¡ja!, para los campesinos. 
La idea de hacerse profesional se había grabado en él tan fuerte como una obsesión, frustrar su determinación era como vivir muriendo, por lo mismo apenas terminó la secundaria, no obstante la oposición del padre y el llanto de la madre, rompió la soga y se marchó al litoral. Pero los acontecimientos penosos prefirió no recordar aquella mañana, y se concentró en lo hermoso que le resultó conseguir empleo, ayudar económicamente a sus padres y ahorrar algo para lanzarse a la conquista de los estudios superiores, más hermoso al enterase por la tarde, en los listados computarizados, que ingresó a la Universidad Nacional, y no contento con la fresca evidencia esperó la mañana siguiente para confirmarlo comprando el diario local, ¡y lo guardó para constancia!. Fue todo un acontecimiento de regocijo en medio de la gran mayoría de los desventurados postulantes que no lograron ingresar. Recordó la buena comida del comedor universitario, aunque tuvo que quedarse en ayunas cuando los dirigentes estudiantiles programaban alguna marcha de protesta y condicionaban el beneficio a la participación directa de los estudiantes en ella. Añoró el día que disfrutó sustentando la tesis y fue aprobado por aclamación.  Boca arriba y rígido aún dentro de las cobijas, desde un sonrosado rostro proyectó dos grandes ojos negros que rodaron recorriendo la habitación, de  muy allá, de su niñez, llegó una habitación de barro tapizada con periódicos y revistas que cuidadosamente dejaban notar ilustraciones de autos, aviones, yates y cocacolas en manos de atractivas señoritas, un suspiro le llegó, luego aquel rostro expresó una tierna sonrisa de satisfacción, para que vean, para que aprendan como su primo, que sin tener nada logró lo que quería. Desfilaron por su mente los diferentes compañeros de estudios, desde el nivel inicial hasta la Universidad, muy pocos desaparecieron apenas terminaron la primaria y se establecieron en Lima, convirtiéndose en abanderados de la promoción.
De un brinco, alegre como un niño, se levantó estirándose,  cogió sus utensilios de higiene y después de tomar la ducha se preparó a desayunar con el dueño de casa, don Heráclito, el segundo de los hermanos Campos Vargas. Ahí estaban, sentados a la mesa, don Heráclito y sus seis hijos, entre dieciocho y veintiséis de edad, mientras su esposa, doña Aurora, afanosamente servía el desayuno. Aquí pues tío como me ves, y pensar que no me creían. Lo pensó mientras se sentaba buscando la mirada esquiva de don Heráclito. Ahí en la sala comedor, a poca distancia de la mesa, estaba el viejo televisor blanco y negro en carcasa de madera, el de las novelas mexicanas, argentinas y venezolanas, que hacían soñar despiertos a los de la familia, pero también el de los festivales de San Remo y Viña del mar que hicieron delirar a José, a los festivales de La Primavera del lugar nunca pudo asistir, ¿con qué..?, y también estaban los viejos muebles verdes que dejaban entrever por el tapiz gastado polvorientas pajas de arroz, y qué de las viejas sillas de metal módico que habían dejado escapar los asientos de madera y espuma sintética y entonces lucían sujetos con restos de raídas prendas de vestir, y qué de la vieja mesa de corriente madera y fórmica, todo estaba nuevo algo de diez años atrás. Pensó en reponerlos mientras desayunaba, eso también dijo voluntariamente cuando estudiaba, se emocionó imaginando la reposición, y no sólo los repondría, retocaría la fachada, y más, se atropelló en voluntades, que si era fácil convertir la casa en una mansión la convertiría, tan emocionado estaba que la conversación de sus primos pasaba inadvertida por él. Y don Heráclito, escondido en un encorvado cuerpo de casi sesenta años, en completo silencio, con bulliciosos sorbos daba cuenta de su taza de café. Una carcajada de los muchachotes despertó a José de su ensimismamiento. En segundos, antes que don Heráclito terminara su café, bosquejó de tantas maneras la forma cómo solicitar del tío su compañía..., y por fin nerviosamente habló:
–Hoy es un día muy importante para mí, y quiero que usted, representando a mi padre, me acompañe.
–Claro –contestó don Heráclito, sonriente, pero con la mirada opaca, pensando en un te quiero pero que nadie lo sepa, mientras sus hijos se miraban con el rabo del ojo, gesticulando, ya serios ya sonrientes, que no trascienda–, ¡después de tanto tiempo!.
Nueve años  desde que postuló, las clases se iniciaron un año después del ingreso, perdió un año por cambio de especialidad y otro por la muerte de su padre, algo más por las repetidas huelgas estudiantiles, docentes y no docentes. Pero se quedó mudo delante de la familia, no pudo explicar nada, sintió que se le desgarraba el pecho, que sus sienes explotaban. Sus ojos se nublaron, se sintió burro para el mundo.
–Bueno, hijo, voy a la tienda, los clientes están esperando.
El tío Terminó bruscamente la conversación,  y dando el  último sorbo del amargo café se levantó dejando al sobrino. José era como uno de esos perros sin dueño que los policías alimentan en las comisarías, cómo justificar los tiempos muertos que ajenos a su voluntad se dieron en el trascurso de su formación profesional, paros y huelgas cíclicas que le causaban náuseas de impotencia. Me devolvían al primer cigarrillo que me fumé.
Se quedó meditando. Todos se levantaron, doña Aurora ocupó el lugar de su esposo con su buena taza de avena, ella, entre sorbo y sorbo, metida en un robusto cuerpo, lo contemplaba con inquietos ojos negros desde un amplio rostro aceituna pálida, sin decir palabra, no sabría opinar. Llegaron los recuerdos de niñez y adolescencia, la Virgen de la Peña frente a él mientras pastoreaba su escaso ganado; el viejo compañero, amigo fiel y fuerte servidor, su caballo, que estaría entonces en los pesados trabajos de campo en su pueblo natal. ¡Buen amigo, gran caballo!, recuerdo que arrojabas a mi padre, sólo mi madre y yo lográbamos montarte. Llegó a su mente la repentina muerte de su padre, en fatal accidente, apenas empezó los estudios superiores, hizo un gesto de incomodidad, de rabia, de impotencia, y en cada evocación de ese pasado aparecía la figura de su menor, huérfana e inocente hermana. Se olvidó entonces del día presente importantísimo de su vida, motivo de su perseverante lucha, día en que le entregarían el título de Ingeniero, tenía los ojos cerrados, y largas pestañas apuntaban hacia arriba al mismo filo de unas espesas cejas. Rígido él, como una estatua.
¡Pero mujer!, no es justo que por comprar pan para vender pan tenga que dejar a mi sobrino plantado, se ha esforzado, se ha esforzado demasiado, limitado en sus posibilidades económicas, hijo de mi hermanita mayor, huérfano de padre, pero igual, siempre fue huérfano, mi amigo él, mi mejor amigo... No lo culpo de nada, murió en mis brazos con el cráneo destrozado. José, siempre que comió aquí, lavó los platos, quién sino él, y los pisos y el mandado, él y mi hijo mayor. Qué más, no es justo. No lo expresaba, en completo silencio y aparentemente molesto, don Heráclito andaba atosigado por sobrevivir, estaba pagando las últimas letras de su casa que adquirió pensando en la educación de sus hijos, y su jubilación como empleado minero iba en trámite, los últimos tres años lo había pasado muy mal en la mina de Pasto Bueno por la poca demanda del tungsteno, y como consecuencia la empresa se vio obligada a  paralizar sus labores. Mientras tanto montó una pequeña bodega, y ahí estaba el buen hombre, con el moreno rostro aflojado, acongojado como en un encierro, las cejas caídas a los costados, y los ojos, dos carbones a medio prender, exteriorizaban su impotencia. Se le veía incómodo atendiendo a los clientes del pequeño barrio, veinte bodegas para cien familias, su esposa, junto a él, no podía equivocarse, no estaba molesto, sí preocupado, muy preocupado, conocía aquella expresión de inconformidad, era el momento de actuar, de proponer la calma, de hacerse presente.
–Acompaña al sobrino, a quién más va a ir.
Alivio, gran alivio para el tío, al escucharlo de su esposa.

–¡No es así, güevón!, ja ja ja. Quería que lo agasajen en mi casa, ¡porqué pue compadre!, diez años lo tuve en mi propio cuarto, soportando su pestilencia. No había comprado los muebles y ya estaba de novio, y todavía lo comprometió a mi viejo para que sea su padrino.

Tío y sobrino salieron vestidos formalmente para asistir al acto solemne de colación. José no pudo ocultar su alegría, la gravitación desapareció para él, no se sentiría solo y tendría al fin en sus manos el codiciado pergamino. La vida empezaría a sonreírle,  además ya  venía laborando en una prestigiosa empresa del litoral, el título le serviría para conseguir ascenso; ahora se casaría y no le faltaría nada, viviría además con su madre y hermana. Sería el orgullo de sus familiares y amigos de antaño, los ayudaría en lo que fuera menester. El paraíso se avecinaba, nuevos amigos clase A, del Club de Leones, no, mejor del Club de  Rotarios, del Club Libertad, o los del Club Central, o sería socio de los cuatro; y qué automóvil compraría, del año por supuesto; y en qué lugar la casa, en un exclusivo, claro, para un ingeniero. José recorrió todo el futuro de su prometedora nueva vida mientras caminaba.
Llegaron por fin al local central de la Universidad, antigua casa de Bolívar en la Capital de la Primavera. Dona y Benedicto esperaban en el patio principal, ella aparentaba seriedad, pero ni el sol sofocante del casi medio día pudo marchitar su bien disimulada felicidad, Benedicto algo de admiración sentía por José, seguía sus pasos.
El paraninfo se vistió de gala con los familiares de los que aquel día tendrían el mismo reconocimiento, el Decano ingresó al gran salón, acto seguido, la ceremonia unida a la emoción de toda la concurrencia se inició. Después del acostumbrado Himno Nacional el Magistrado de la Facultad  incitaba al histórico juramento:

–¿Juráis por Dios y por la patria desempeñar fielmente la profesión que se os confiere?.
 ¡Sí, juro! –contestaba emocionado el galardonado de turno, y luego recibía tembloroso el anhelado pergamino de manos del Decano.

Detrás de cada juramento familiares y amigos de los flamantes novatos aplaudían a rabiar, a la par que los disparos fotográficos se cruzaban en el salón captando rostros rebosantes de alegría. Algunos de los nuevos profesionales no asistieron a la ceremonia de colación, la situación económica no les permitía ir formalmente vestidos, pero estaban ahí afuera, después de la puerta, viviendo la emoción que llegaba cuando escuchaban su nombre, solapada y tímidamente se abrazaban escondiendo su impotencia.  Ellos recabarían el diploma por la Secretaría del Rectorado, como lo hizo José con el de bachiller.
Después de la emoción llegaba indolente la realidad, ¿dónde ir?, ¿oficinas de empleos, empresas, recomendaciones, coimas, politiquería y adulonería?,  ¿qué derechos emanan, en una sociedad como la nuestra, de un Título Profesional?, se preguntaban algunos al salir mientras otros preferían no mirar el futuro y mejor se preparaban a festejar.
Dona se pasó la noche anterior en casa de uno de sus tíos preparando una torta para agasajar a José, la acomodaba de una y mil maneras y se preguntaba si sería del completo agrado de su amor. Los cuatro se retiraron a un modesto restaurante, José alegre mirando la delicia, orgulloso del regalo, orgulloso sobremanera porque venía de ella, pero nervioso por la emoción. Después de brindar con champaña degustaron un ceviche norteño y remataron con algunas cervezas. Finalmente, la torta, su mano temblorosa se apuró fraccionándola y temblorosamente la repartió. Se cruzaron los abrazos y las bienaventuranzas y ella se pegó a él. Ahí estaba aquel hombre, en un cuerpo delgado de treinta y dos sufridos años, no menos del metro setenta arriba del suelo, título en mano, abrazando a Dona, su joven enamorada, en un atractivo cuerpo de dieciocho primaveras.

Así, mi querido sobrino, has logrado lo que querías.

Allá en El Puerto, enclavado en el extremo noroeste del departamento de Ancash, en una de las empresas de la acogedora bahía laboraba José. Se sabe que aún es el puerto pesquero más importante del País , y en su apogeo contó con empresas industriales, como siderurgia, astilleros,  procesadoras de harina de pescado, envasadoras de pescado, fundiciones y otras conexas, y donde hay industrias hay comercio  y diversión por doquier, de toda laya. Un olor a quemado, penetrante y molestoso, exhalaban las chimeneas sin filtros de las procesadoras de harina. Y a mucho orgullo, cuando El Puerto apesta, también apesta el dinero. La máxima contaminación llegaba de la siderurgia, a través de los tiros de desfogue o chimeneas sin filtros de las diferentes plantas: reducción directa, alto horno, hornos de cal, hornos eléctricos  y convertidores de acero. Gases y polvo  se despedían al ambiente, como evidencia de abundancia de dinero; los desechos químicos que fluían al océano también eran de riesgo, libres entraban a la mar para arrasar con la vida que a su paso se presentaba. Los estándares permisibles de contaminantes sólo existían en papeles, encarpetados en el Ministerio de Industria. El Consejo Nacional del Medio Ambiente, novato y comodón, y la Contraloría General de la República, manoseada y decrépita, se dejaban notar únicamente por el membrete de sus comunicaciones. Los pobladores destacaban por padecer enfermedades alérgicas, de piel y respiratorias,  pero qué importaba si estar en El Puerto significaba dinero, y prestigio, y respeto. Y diversión, y mujeres, y trago.

Dado el apogeo y el renombre del que gozaba El Puerto, se hizo tradición que las mocitas hermosas, desde la pubertad, fueran instigadas por sus madres a conquistar trabajadores estables de las empresas para casarlos, para lo cual se hacía necesario que las candidatas estudiaran previamente secretariado. Secretarias se necesitaban por doquier, los mismos trabajadores de las empresas montaban oficinas privadas para contratarlas y seducirlas para esposas o amantes, después de logrado el cometido cerraban los despachos, y así sucesivamente se repetían los acontecimientos.
No pocas respetables y bien parecidas damas, cobraban derechos de manutención por los hijos que procrearon hasta con tres incautos trabajadores, y como los salarios solían ser buenos, las señoronas se daban la gran vida tratando de atrapar a otros. Las empresas de entonces habilitaron una ventanilla especial y destinaron un día particular para pagar derechos de alimentos, que eran descontados por planilla, en salvaguarda de la integridad de los inocentes niños y sus sacrificadas madres.
José conquistó a Dona antes de conseguir empleo, para suerte de él, para que no se le viera como un incauto más, fue durante una fiesta en un club popular a la que asistió con su primo Humberto, primero conoció a la madre, ella lo miró de pies a cabeza, luego preguntó todo eso que una futura suegra pregunta, y remacharon la conversación en la pista de baile. Y ahí, pues, la hija delante de él, desafiante, con vivos ojos centellantes, verdes, celestes, amarillos, pardos, ojos de indescriptible color que dejaron cojudo a José; con facciones ni cholas ni chinas, ni negras ni blancas, una compleja pero armónica combinación bajo una negra melena cortada sobre los hombros, en cuerpo llamativo y más inquieta que una vicuña. Quién podría resistirse si apenas había vivido dieciséis añitos, una colegiala en el último grado secundario, pero no obstante ya venía desilusionada de una relación amorosa con un tipo mayor que José, relación que la había trastornado en sus estudios secundarios, ahí estaba pues entonces buscando un nuevo amor que le hiciera olvidar lo sucedido. Al primer encuentro le sucedieron repetidas llamadas telefónicas, de él y de ella, pero nada más, hasta que en cierta oportunidad la  madre contestó el teléfono.
–Soy su mamá. ¡Ah!, usted es el joven del baile, quiero pedirle por favor sea buen amigo de mi hija, aconséjela, hay un tipo que la molesta.
Buena aguijonada, espuela sobre brioso caballo, al despeñadero, carajo. José, novato y cojudón en acciones amorosas, concertó la cita con Dona, y así se siguieron frecuentando, hasta que le declaró su amor y ella correspondió. El combustible del amor funcionó a las mil maravillas, completamente enamorado tendría que conseguir empleo ahí y lo consiguió, pero también consiguió las primeras discusiones, de esas que suelen tener los enamorados algún tiempo después de tomar un helado y darse el primer beso, discusiones que se suceden a medida que se van conociendo, cuando cada uno trata de entrar afanosamente en el mundo pasado del otro, con el pretexto de conocerse mejor.
–¿Tuviste un amor antes que yo?.
–Sí, uno, yo no sentía nada, pero él siguió insistiendo, y el muy desgraciado me dejó, espero que tú no seas igual.
–¿Yo?, de ninguna manera, te amo demasiado para marcharme.
–¿Y tú, seguro que tienes otra mujer?.
–No tengo ninguna, la última que tuve me traicionó.
–¿Pero la sigues queriendo?.
–¿Cómo crees?.
–Espero que no me estés mintiendo, no me gustan los hombres mentirosos.
–¿Has tenido muchos hombres?.
–Ya te dije que sólo uno.
–Entonces porqué dices que no te gustan los hombres mentirosos.
–Porque no me gustan pues, y punto. Y a ti, ¿porqué te traicionó la mujer que tuvistes?, seguro que la tenías abandonada.
–Todo lo contrario, la mimaba mucho.
–Vete con ella pues entonces, no dices que la mimabas, seguro la sigues queriendo.
–Si la quisiera no estaría contigo.
–Para olvidarte de ella, talvez.
–Entonces tú estás conmigo para olvidarte de él.
–¡Si me vas a venir con celos, mejor me marcho!, ¿o quieres que vaya a buscarlo?.
–¡Vete a la mierda!, yo también me marcho.
Situaciones así se sucedían, algo más o algo menos, pero siempre sucedían, ella cambiaba muy bruscamente desde una expresión de desbordante alegría hasta una manifestación de rabia, y echaba a correr poniendo en serios aprietos a José. Masoquismo de amor, celos infundados, capricho, deseos de preponderancia, instintos de sometimiento, eso de quién puede más. La gente dice que así es el amor. El hombre quiere hacer creer a su amada que ha tenido muchas mujeres, y la mujer pretende hacer creer que sólo ha tenido uno. Pero no pasó nada, amigos solamente, uno como ninguno, por consiguiente está como nueva, mejor que se haya ido, no merecía una mujer como yo, en cambio tú eres diferente, cariñoso, me soportas, o ¿así has sido con las otras?, mira que si llego a enterarme, te dejo.
Dona fue elegida reina de su colegio, José incómodo para departir con la muchachada se pegó a los profesores para beber algunas cervezas, se hizo amigo de ellos y en adelante tuvo que interceder para que aprobaran a su prometida.

Entre helados, paseos, ceremonias, discusiones, peleas y sexo furtivo, continuaron, hasta que  ella salió con el cuento de que no le venía la regla. Claro pues, cómo le iba a venir si se dejaron llevar por el deseo, sin prevención alguna.
“Estoy embarazada, así que, ¿pides formalmente mi mano para casarnos o me llevas a un médico para el aborto?”.
El hombre la amaba, y desde ya recibió la noticia con alegría, además estaba empantanado en la religión,  su formación no le permitía acceder al aborto, lo consideraba un crimen, un horrendo crimen en contra de un ser que no tiene ni siquiera la posibilidad de aterrorizarse ante su verdugo. Él hubiera nacido mujer, y por qué no, con atractivos ojos y labios de rosa, ¡ja!. Se aprestó a formalizar el noviazgo y después de cuatro meses se casaron. Los padres de Dona estaban felices, al fin podían ver a su hija casada de blanco, aunque con la abultada barriga negando su pureza, se esmeraron para que todo saliera bien; mas, en contrapartida, la madre de José no ocultó su profunda nostalgia, prorrumpió en llanto, era de esperarse, ella enviudó una década atrás y fatigó mucho para educar al hijo mayor, y aún le quedaba su hija en los primeros años de estudios superiores, y cargaba sesenta y cuatro años sobre su achacosa espalda. He perdido a mi hijo para siempre.
La luna de miel la pasaron allá en casa de don Heráclito, una inocente expresión de amor de parte de José. Cómo pues se le ocurrió eso y se olvidó de reemplazar los muebles.

Así, mi querido sobrino, mi hermano Victorio es el que más lamenta tu matrimonio, claro, él te daba religiosamente la propina. ¡Pero no te olvides de tu madre!. De los seis que yo tengo en mi mujer, el mayor ya trabaja, tiene una carrera de mando medio, peor es nada. El segundo me ha salido torcido, quería ser policía, ¡pero cuando llegaban los exámenes!, no se presentaba, se largaba en busca de mujeres, por fin se unió a una mujer que tiene un negocio en el mercado. Mi hija, mi adorada hija se ha casado con un ingeniero, el pobre va de uno a otro trabajo. He perdido la esperanza en los tres últimos. Los que tuve antes de casarme, si serán míos, ¡han salido buenos cholos, carajo!.
  
José había dejado a la madre por la mujer, sintió que tenía que reunirlas para que se comprendieran, pero la madre jamás abandonaría su vieja casa, y la mujer jamás querría vivir con su suegra. ¡Debió pensarlo antes, pues!. En esa imposible consecución con la esperanza de que resultara, y amparado en la vieja costumbre de la adaptación y aceptación de los hábitos de los cónyuges, convenció a su mujer para que conviviera un tiempo con su  madre. Costumbre cojuda que en los últimos tiempos se acata a regañadientes. No resultó, al contrario, suegra y nuera terminaron hiriéndose mutuamente. Así que tuvieron que vivir en la casa de los pares de Dona, y ahí sí que a ella se le veía alegre, muy alegre, muy feliz. Visitaban a los familiares de una y otra parte, asistían a fiestas y otro tipo de reuniones sociales. Como narran los cuentos, todo era color de rosa. Pero no para él, que su pensamiento estaba allá en la casa de su madre. Sin embargo la preñez de su mujer contrastaba su infelicidad, José se imaginaba de la mano de aquel infante, caminando por la escuela o por el parque, y después instruyéndole en las tareas escolares, en su deporte favorito, alardeando de su formación profesional, que era buen alumno, que nunca lo reprobaron en materia alguna, bueno sólo una vez, pero le valió para aprender más, porque no tuvo quien lo enseñara.
Se desesperaba, tenía ganas de contar su historia de la manera más ingenua, para que se le viera como al bueno de las películas hindúes o de las historietas de personajes gringos, Llanero Solitario, Superman y todo, que se apoderaron de sus años juveniles. Y claro que su vida se semejaba a esas lloronas películas y optimistas historietas donde el bueno nunca muere ni necesita dinero para vivir, y bien que se semejaba porque quería complacer a todos por igual, a costa de su propia felicidad. El remordimiento de que si no se casaba su madre tendría todo y su hermana también, el remordimiento de no haber cumplido con la reposición de los muebles en casa de don Heráclito, iban con él. 
Un día de invierno, José recibió la visita del Lazarillo, un primo hermano suyo por el lado materno, que llegó para hospedarse, Dona aceptó de tácito, pero los suegros de José dejaron notar su inconformidad; al tercer día de su permanencia no soportaron más y pidieron al yerno arrimado despidiera a su querido primo. Pretextos no faltaron, pues ya bastante tenían con el nuevo matrimonio en casa. Ante la situación José se sintió humillado, se solidarizó con el primo y abandonaron la vivienda. Pero, qué cojudo, José, el Lazarillo, en tronco y pequeño cuerpo, irrespetuoso porque sí, inconforme con sus tempranos años de pobreza y su condición de hijo no reconocido, aburrió muy rápido a  la familia con conciertos pedorreros, y en plena comida; venía desde allá, de Pucallpa, donde hacía de acopiador de pasta básica de cocaína, disfrutaba de dinero y lo hacía patalear en borracheras; Quién iba a soportarlo, sólo José que se sentía culpable de todas las desgracias del mundo, poco le faltaba para torturase como Santa Rosita de Lima.  
Así que le dijo a  Dona, su esposa:
–No regresaré a la casa de tus padres, mejor nos vamos a vivir a la casa que he comprado, ya tenemos construidas dos habitaciones, o si prefieres, podemos ir con los míos.
–A esos barrios miserables ¡yo no voy!, estoy acostumbrada a vivir bien, como te consta, en mi casa no me falta nada –reprochó Dona con pedantería, ojos desorbitados y voz varonil, y quién no, en su lugar.
–Es imposible alquilar una casa en un lugar de tu agrado, por ahora, todos piden tres meses de garantía. Debes saber que el alquiler de un modesto departamento equivale a la mitad de lo que me pagan en la Empresa.
–¡Ése no es mi problema!, entonces regresa a la casa de mis padres –dijo ella desviando la mirada.
–¡Pues no regresaré!, he sido humillado por ellos –contestó con evidente amargura.
–En tal caso debes atenerte a las consecuencias, ¡tú abandonastes el hogar! –concluyó ella, con amenazadora mirada y acentuando el tono varonil de su rabiosa voz.

Y aquí sí que el capricho venía de ambos, no llegaron a ningún acuerdo que ameritara la razón. La mujer andaba ya por el séptimo mes de embarazo, pero no parecía haber en ninguno sentimiento de culpa o responsabilidad.
Continuaron cada quién por su lado, y si él se emborrachaba llegaba disimuladamente por la noche hasta la habitación de ella y la disfrutaban. Por fin nació un hermoso niño. La llegada del nuevo ser misteriosamente volvió a unir abiertamente a la pareja, no vivían juntos pero el hombre frecuentaba la casa de sus suegros donde vivía su mujer, hasta que un día salieron a vivir solos a un barrio modesto. Poco a poco compraron algo, la esposa se dedicaba a las labores del hogar y él a su empleo,  al que se brindaba por completo y laboraba más allá del horario normal, de una parte por conocer más y de otra por hacer méritos para conseguir un ascenso; ¿fue esta situación pretexto para  disgustar a la inexperta mujer?.
–¿Esta es la hora de llegar?, ¡yo aquí trabajando todo el día como burra con el hijo que no me deja hacer nada, y tú llegas cuando él ya está dormido!, ni siquiera para que lo hagas jugar.
–Entiende mujer, muchas veces te he dicho que me quedo porque conviene a mi ascenso, debo conocer más para desempeñarme mejor.
–Tú eres ingeniero, ¿no?, mi tío también lo es en la misma Empresa y gana el doble que tú, y no se queda más allá de la hora de salida; su esposa es secretaria y con sobre tiempo y todo gana tan igual que él.
–Sabes bien que ingresé a la Empresa como un simple trabajador, a fin de procurarme algo de dinero para financiar mi tesis, y así sigo, pero ahora  con la ventaja de que tengo el título como aval.
Qué orgullo, no decirle que también fue por ella que ingresó a trabajar.
–Mi tío me ha contado que él ingresó de frente como funcionario.
–Gran suerte la de tu tío, y desdichada suerte la mía, querida.
–La culpa tiene tu madre, seguro que haces sobre tiempo para ella. ¡El próximo fin de mes quiero aquí el dinero, con todo y sobre!, porque me han informado que en el sobre se registran todas las ganancias.
–¡En primer lugar no toques a mi madre!, sabes muy bien que lo que conseguí fue por ella. En segundo lugar no hago sobre tiempo, me quedo porque conviene a mi carrera laboral, y en tercer lugar, en adelante llegaré más tarde, no por quedarme en la Empresa, lo haré para no tener que verte ni escucharte.
–¡Eres un desgraciado, oye!, tu madre es una mala, cuando estuve con ella para aprender tus costumbres me trataba muy mal, tienes que elegir entre tu madre y yo.
–¡No tengo que elegir nada!, ella es mi madre y tú estás empezando a no ser mi esposa.
Rabioso, José se acostó en el sofá.
–¡Levántate de ahí!, esos muebles me han regalado mis padres, a ver a ti ¿qué te ha regalado tu madre?, ¡nada!.
–Pues bien, ya me cansé de soportarte, ¡lo que hizo tu madre fue entregarte a otro hombre antes de ser mi esposa!.
–¿Quién te ha dicho esa gran mentira?.
–Los hombres siempre lo sabemos, no lo comentamos por no herir a la mujer  que amamos, hasta que por fin ellas nos hieren y nosotros respondemos.

Y se largó a dormir al hotel. La relación matrimonial inició su segundo deterioro, José no siempre se quedaba en casa, especialmente los fines de semana cuando acudía a peñas criollas y otros lugares de esparcimiento que abundaban en la ciudad. Cada domingo se sobreponía para estar con su hijo en casa, el hermoso niño crecía dentro de los estándares de vida normal. La relación parecía haber llegado a un equilibrio de la manera como se venía dando, conversaban solamente lo necesario, de vez en cuando tenían un encuentro íntimo, pero luego cada quién se acordaba de las ofensas que anteriormente se habían propinado, y en torno a ello empezaba la disputa. Y de nuevo el alejamiento, y el escaso cruce de palabras, y la relación sexual, y la disputa.
Siempre en domingo recibían la visita de los padres de Dona, llegaban con un presente. El padre, don Juan Reyes Casana,  se mostraba atento y no podía ocultar una profunda pena que encerraba para sí, se reflejaba en su rostro, más mestizo que africano,  con una mirada que venía desde el fondo de una pincelada de leche. Su primera hija resultó embarazada sin matrimonio ni nada, su hijo abandonó la Universidad porque resultó enamorado, y ahí estaba Dona la menor de todos, la consentida, razón suficiente para que la madre de Dona, doña Laura Sifuentes García, afanosamente presumiera de grandezas y de buenas relaciones sociales, de qué más podría presumir la pobre mujer si su negocio de zapatos en el mercado empezaba a declinar. José en algo era la esperanza, “Mi yerno es ingeniero en la Siderúrgica”, pero también la esperanza de su madre, y de sus tíos, y de sus primos. José el omnipotente sólo por el hecho de ser ingeniero. Don Juan Reyes nació y creció en Villa Rosa, un pueblito caluroso de la sierra de Ancash, hijo de un notable lugareño, de buena familia, claro que sí,  aficionado a la crianza de caballos de paso que distribuía a los pueblos vecinos, pero la tentación por las jugosas ganancias en la industria pesquera lo llevó hasta El Puerto, ahí conoció a doña Laura, hija de un no inadvertido comerciante en diferentes líneas de prendas de vestir.
La abuela materna de Dona, viuda ya, una simpática viejecita de Mollebamba en la sierra de La Libertad, mollebambina y no de Chupas igual que la madre de José y sus cinco hermanos, y a diferencia de ellos tan blanca como un helado de coco salpicado de chocolate, tenia dos casas contiguas en un barrio modesto, una la habitaba ella y la otra  la había cedido a su nieta para que viviera con José mientras construían su propia vivienda, dos dormitorios, una sala comedor, una cocina, un baño y un traspatio, suficientes para albergar a un matrimonio con un hijo, y a mucha honra, así somos los serranos de La Libertad cuando se trata de ayudar a nuestra familia. ¿Así que la familia de Dona tuvo la mejor de las intenciones para que el matrimonio se cimentara?.
Un día entre semana, por la noche , al llegar José de su trabajo encontró a su mujer arreglada con vestimenta de buena apariencia, el pequeño hijo, nada.
–¿Y el niño? –preguntó el esposo.
–Está con mis padres, ellos cuidarán de él porque tengo que salir ahora mismo a un compromiso familiar, ¡así es que mañana nos vemos!.
Y sin dar mayor explicación salió y tiró la puerta.
El hombre, cansado por el estrés del trabajo, se dejó caer en el sofá y quedó dormido. Al siguiente día no hubo discusión ni explicación alguna de parte de la esposa.
Insípidos pasaron los días, hasta que llegó el cumpleaños del pequeño, un añito de inocente vida. Se reunieron los familiares más cercanos de ambos cónyuges que vivían en El Puerto, fue un acontecimiento austero, en armonía con la casa que habitaban, para José significó el único recuerdo hermoso de reunión familiar.
El primer sábado, luego del cumpleaños, Dona inició sus tareas de hogar regañando a su marido.
–Todos los días tengo que trapear toda la casa porque el hijo juega por el piso y gatea,  tengo que lavar pañales, cocinar y todo; encima tú llegas cansado solamente a dormir. ¡Me arrepiento por haberme casado contigo!, en mi casa, desde pequeña tenía muchacha, nunca me ha faltado nada, y contigo, ¿porqué tiene que pasarme todo esto? –iracunda, la mujer se puso a llorar.
–Espera, no te pongas así –intervino el marido–, pues no siempre lavas para mí, muchas veces yo lo hago, me voy en ayunas, muy temprano, tú aún ni te levantas, y por las noches llego después de haber comido, ya que tú no me esperas. Entonces no te irrites conmigo, recuerda cuando éramos novios, me llevabas la comida al trabajo, igual nuestros primeros días de casados, me atendías bien, yo no lavaba, ahora muy poco te dedicas a mí, ¿y todavía te quejas?. ¿Qué pasa contigo, ah?.
–¡Bueno, ya!, es tiempo que me compres una refrigeradora, porque los alimentos se malogran y a mí me da vergüenza estar encargándolos a mi abuela. Además cuando lavo se me ampollan las manos. Mis tíos tienen de todo y  mis amigas también.
–Espera a que terminemos de pagar el televisor, ¡ya te he dicho!. En cuanto a tus tíos, llevan más tiempo que yo laborando, tu tío es funcionario de confianza, y su mujer secretaria, ¿qué crees?, perciben una remuneración cuatro veces la mía. Tus amigas casadas son mayores que tú, ¡qué tontería!; ¿no te das cuenta que estás hablando estupideces?, ¡por último si quieres comprar todo y no quieres esperar, anda y busca un empleo, y deja de pedirme insistentemente, que me molesta!, ¡me atormenta, carajo!.
–Entonces, si no te alcanza el dinero, ¿porqué te has comprado casaca nueva, y de las más caras todavía?.
–La casaca no es un lujo, es parte de mi indumentaria de trabajo.
–Estos platos y estas tazas baratas que me has comprado, también son parte de la indumentaria de trabajo, yo nunca he usado estas cosas, ¡así es que toma, regálalo a tu madre!. ¡Toma, toma...! –uno tras otro, la embravecida mujer,  iba arrojando platos y tazas sobre el cuerpo del marido, a quien no le quedaba más que sortear el impacto, mientras el niño asustado lloraba a todo pulmón.
–¡Cálmate idiota!, ¿no te das cuenta que el niño está asustado? –intervino el marido, con tono enérgico y cogiendo a la arrebatada por el brazo, ella forcejeó, logró soltarse y corrió hasta la cocina, ignorando al pequeño.
–¡Y esta cochinada de kerosén, usan sólo los serranos!.
La rabiosa mujer cogió la pequeña y no costosa estufa y la arrojó al piso, el hombre irritado sacó su cinturón dispuesto a castigarla, pero ella cogió el  cuchillo cocinero y amenazó. Se turbaron, y turbados se cegaron, más turbados todavía segaron amorosos juramentos. Logró desarmarla, le acertó una bofetada y salió corriendo hasta la puerta de la calle, la mujer tras él iba gritando impropiedades, el hombre nervioso tiró violentamente el cerrojo y escapó. Se dirigió a la habitación de la abuela, habló con ella y le pidió cuidado para el pequeño. Luego se marchó, buscó amigos desocupados y se puso a beber con ellos. Regresó al siguiente día, se cruzaron las miradas serias y amenazantes de los cónyuges. José acarició a su hijo y se tranquilizó.

El lunes para José se repetía un nuevo día de tensión en el trabajo, y así durante toda la semana, y por las noches, en el hogar, con su mujer la misma y mutua indiferencia, el sábado la misma pelea y la misma borrachera. Sólo el domingo la agresividad parecía atenuarse por la visita de los padres de Dona, visita en la que se daban tiempo para evocar a la madre y hermana de José.
Jamás familiar alguno del esposo, ni el más cercano, llegó a hospedarse en la casa que habitaba el matrimonio, claro, cómo llegar, se habían enterado de lo sucedido con el Lazarillo, primer y único huésped del recién formado hogar. Indiferencias, insultos, burlas, agresividad; componían el menú amargo de los incautos cónyuges y su inocente hijo. La mujer repitió dos veces más sus salidas, por las noches, con el mismo pretexto, compromiso familiar; el marido nunca se preocupó por saber si en verdad su hijo se quedaba con sus abuelos mientras su mujer se iba de parranda.

Llegó amargo y negro un sábado, cuando el pequeño fruto del matrimonio ya caminaba. El marido, después del desayuno y luego de lavarse la ropa, en ademán perezoso se acostó en el sofá, fue entonces que la mujer se encolerizó y exclamó con los ojos a punto de salirse.
–¿Qué haces ahí tirado en mi sofá, acaso tú lo has comprado?. ¡Tú no compras nada, hasta ahora no tengo refrigeradora ni lavadora!.
–Pero mujer, tú has preferido comprar vitrinas o aparadores, por gusto, demás dábamos la cuota inicial para el refrigerador.
–¡Por ahora levántate de mi sofá, no te quiero ver más tirado ahí!, y saca tu ropa de mi ropero, inmediatamente.
El hombre se paró avergonzado, caminó hasta el ropero de Dona, sacó lo suyo, lo colocó sobre la cama y salió a la calle. Regresó al rato con clavos, y mientras Dona lavaba pañales los instaló en la pared del dormitorio, y en ellos iba colgando una a una  sus prendas de vestir. Repentinamente la mujer ingresó a la habitación, y.
–¡Oye desgraciado, baboso, estúpido!, ¿porqué tienes que hacer huecos en la pared?, ¿acaso es tu casa?, ésta es la casa de mi abuela.
Luego en un arrebato de ira se dirigió hasta donde estaba colgada la costosa casaca de José, la jaló bruscamente, un sonido de rasgadura se escuchó, y la estrelló contra el piso. El niño que observó desde que el padre la colgó, corrió llorando hasta la casaca, la recogió, y mientras marido y mujer discutían él intentaba colgarla en su lugar, la mujer al advertir la inocente actitud de su hijo, corrió hasta él, de un tirón le arrebató la prenda, haciendo que el chiquillo cayera  bruscamente contra el piso, donde prorrumpió en llanto. El padre, lleno de ira, se cegó, tomó a la mujer por el brazo y la arrastró hasta la cocina, sacó su cinturón y le propinó tremenda latiguera, que escuchó la abuela y acudió en su ayuda. Después de calmarse la riña,  la mujer abandonó presurosamente la casa, para luego regresar con su hermano. El joven abrió educadamente la conversación.
–Me llevo al niño y a mi hermana, no hay porqué continuar con un matrimonio que no funciona, tú puedes visitar a tu hijo cuando quieras, y tenlo por seguro que en mi casa no le faltará nada.
–Tu hermana maltrató al pequeño y lo seguirá haciendo, es mejor que se quede conmigo, me asiste el derecho como padre –dijo José, con refinada serenidad.
–José es un resabido, no lo hagas caso, tú no lo conoces –intervino Dona, llorando suplicantemente ante su hermano.
–No nos vamos a poner a pelear ahora que la situación está así de mal, es mejor que me vaya con ellos, después conversaremos el destino del chico –concluyó el hermano de Dona mientras iba saliendo con el niño en brazos, y ella delante de ellos, ante el asombro de José que se resistía a dar pelea.

Todo lo quiere para él, él, su madre y su hermana. Quería que me vaya para allá a vivir con su madre, ya fui y punto, serrano sonso. Él iría cada fin de mes, y yo qué. Maldita la hora en que el negro creído se casó, me hubiera ido bien con él porque vive con toda su familia aquí, es ingeniero mecánico y gana más que José, anda bien vestido, hasta camioneta le han dado, sólo que sus hermanas me daban asco, apestaban a pescado podrido, las muy cochinas y creídas pa remate, andaban peleadas con el agua, ¡ja!. Cuando conocí a José, lo vi mucho mejor, solo al fin, dije, pero nada, tiene más familia que las ratas del malecón. Y ahora qué van a decir mis amigas, y las viejas de la cuadra. No, no, no, yo me voy de aquí, me voy a Lima, no aguanto más, o a Iquitos, ahí tengo mi amiga, se ha casado con un veterinario, y para qué, le va muy bien, ella atiende la agrícola y él trabaja para el Gobierno. No, yo me voy. De pequeña quise ser la mejor de mi cuadra, después la mejor de todo El Puerto, ¿ahora?. No me gusta el estudio, por eso doy mucha importancia a mi persona, nunca me descuido, me seguían los hijos de los empresarios  pesqueros, no eran nada pero tenían mucha plata, nada más. Banchero tiene la culpa, era ingeniero, tenía mucho dinero, mi mamá hablaba muy bien de él, decía que mi papá hubiera sido él y no un simple mecánico de lancha, por eso siempre he querido casarme con un ingeniero. Y ahora quién podrá fijarse en mí, y con un hijo. ¡No, no, no, que la tierra me trague, mejor!. Uy uy uy.
–En la casa lloras hermanita. No te faltará nada, ya lo verás. Además sigues siendo hermosa, muchos hombres se fijarán en ti.

Con año y medio de vida contaba la inocente criatura que se marchó involuntariamente aquel día para crecer sin el abrigo, sin la protección, sin el cariño, sin los consejos de su padre. Hasta tal extremo llegó la irresponsabilidad de la pareja, que no se percataron del tremendo daño que estaban ocasionando a un ser que no pidió venir al mundo.
El padre se quedó cavilando, muy herido en lo profundo de su ser. ¿Porqué en la mayoría de los casos de separación, la mamá siempre se lleva al hijo, se cree acaso propietaria de un ser procreado por dos, o es que el padre sólo es utilizado como reproductor, a quien encima de todo se le exige una pensión de manutención?. Se preguntaba una y otra vez. También sabía que no es saludable para un niño desarrollarse en un ambiente de agresividad. Los niños aprenden conductas agresivas por la pura observación de los demás, volver a vivir en el mismo infierno, sería perjudicial para todos, peor aún para el pequeño. El problema era serio; finalmente tomó una inmediata decisión, separarse. Llenó unas escasas prendas de vestir en un maletín, y se marchó. Buscó un céntrico y sencillo hotel y allí se hospedó.
Repetidas noches tuvo pesadillas, soñaba que unos forasteros  descuartizaban a su hijo para repartirse en pedazos. El consumo de bebidas alcohólicas los fines de semana se intensificó en él, en peñas de diversión y antros de perdición, las libertinas se le acercaban, pero él las rechazaba, pues no obstante las continuas peleas con su mujer, la amaba demasiado, la encontró después de un enamorado, pero la encontró virgen como él quería. Se concentraba en la tierna voz de su mujer y sonreía lleno de felicidad, mas cuando tropezaba con los recuerdos de una rabiosa y tosca voz varonil, el rostro se le desencajaba. Ya buenos ya malos recuerdos, la lealtad trascendía por todos los poros de su cuerpo. Las prostitutas lo llamaban llanero solitario, maricón, impotente, de alguna manera querían estimularlo para que se acostara con ellas. Corrida la noticia, los homosexuales también se le acercaban,  mas él bromeaba con ellos, “amárrate bien las tetas, amorcito”.
A pesar del desequilibrio emocional que atravesaba, su esmero en el trabajo le permitió ganarse la confianza de sus superiores y consiguió su primer ascenso.

Así es, mi querido sobrino, el matrimonio es un infierno, con los hijos el purgatorio, y cuando se van, al fin el cielo.  
     

III

Tenía ganas de festejar aquel ascenso, de subirse al cerro y gritar que lo había logrado, de escribir sendas cartas a sus familiares y amigos haciéndoles saber de manera disimulada lo conseguido. De ir tras ella y su hijo para tomar un café juntos. Pero hizo lo primero que siempre hacía cuando quería compartir su alegría y el bolsillo lo permitía, recorrió las calles en busca de manos pordioseras y desembolsó algunas monedas en ellas. Después creyó tener permiso para divertirse y fue en busca de un amigo, por ahí cerca vivía uno, un abogado, llegó hasta él, que parecía esperarlo, en el acto pidió a su secretaria la compra de un par de botellas de cerveza y se acomodaron para beberlas. A José se le veía alegre y conversador.  De pronto el abogado cambió de tema.
–Tu mujer me ha llamado para que le tramite el divorcio, dice que buen tiempo está separada de ti –dijo acariciando sus bien formados bigotes negros.
La alegría de José se desinfló, y fingiendo serenidad atinó a decir:
–¡Llámala!, y dile que el divorcio será de mutuo acuerdo, luego me comunicas la hora y fecha que iniciaremos los trámites –y al terminar de decir buscó algo con su mano derecha en el bolsillo de su camisa roja.
–¡Así lo haré!, pero antes quiero comunicarte que la he visto saliendo con otro hombre, te lo digo como amigo –el abogado hablando cruzó las piernas y reposó su mano izquierda sobre la mesa.
–Talvez ésa sea la razón por la que quiere el divorcio –comentó José, luego extrajo un cigarrillo y se lo llevó a la boca mientras con la otra mano buscaba afanosamente en sus bolsillos el encendedor.
–Por la experiencia que tengo como abogado, te diré que la mayoría de mujeres tratan de olvidar a sus esposos saliendo con otros hombres y mientras tanto inician un juicio de manutención –explicó mientras activaba su propio encendedor para prender el cigarrillo de José.
–Supongo que es para los hijos –José disimuló la pregunta antes de exhalar el humo.
–Supones mal, es para los hijos y la madre –contestó el abogado desabotonando el segundo botón del cuello de su camisa celeste.
–¿Pero si ella se va porque quiere? –preguntó José y desesperadamente inhaló el humo del cigarrillo para luego arrojarlo  por sus narices, como un potro cansado .
–Está bien, se va porque quiere, y después también quiere joder –dijo el abogado moviendo la cabeza en afirmativa y girando levemente el cuerpo hacía la derecha .
–No creo que Dona sea capaz de eso –habló José llevándose nuevamente el cigarrillo a la boca y lo detuvo muy cerca de los labios.
–Inocente hombre, ¡ya lo verás! –dijo el abogado y cruzó los brazos.
–Creo que la decencia prima sobre los intereses económicos –dijo José con volátil esperanza y chupó afanosamente tres veces el humo.
–Todo lo contrario, cuando hay dinero de por medio no hay decencia –el abogado habló desligando su brazo derecho y luego giró a la izquierda  para coger su vaso.
–Mejor la llamas y concretas la cita –dijo José y arrojó el humo con fuerza inundando el ambiente.
–Claro es mi trabajo, luego te comunico, pero antes ¡un par más! –dijo el abogado chocando su vaso con el de José.
–Otro día, tengo mucho que hacer –concluyó debilitado, José, apagando el pucho sobre el cenicero.
José entró en depresión, aunque hizo mucho por aparentar lo contrario, terminó por levantase y tartamudeando se despidió.

El abogado citó a la mujer a su despacho, y comunicó al esposo la hora y fecha convenidas, llegado el momento la mujer no asistió.
Para José, el dolor de la separación se alimentó con la idea de que su mujer se había marchado con otro hombre. Recorría por las noches las calles aledañas a la casa de Dona, quemando uno tras otro un cigarrillo, quería vigilarla, saber si en ella había algo de amor, se negaba a creer que podría ser traicionado. Dos años transcurrieron desde su última separación, corría el invierno en que el Gobierno de turno se proclamó amo y señor del pueblo; incertidumbre laboral, una ola de despidos a la masa trabajadora y un asesinato a la industria nacional  se avecinaban. La solapada vigilancia que José dirigía a su mujer  se intensificaba día a día, pero también sin darse cuenta intensificó su consumo de licor, no obstante jamás descuidó a su hijo, ni a su anciana madre. Por entonces su menor y única hermana contrajo matrimonio, nostalgia inmensa se revolvía dentro de su ser, sintiendo que poco a poco el cariño y respeto fraternal se iban congelando, es más, él la quería como a hija por ser once años menor.
Una noche de aquel nefasto año, José se encontró con Reina, una amiga de infancia, profesora del Estado, que laboraba en El Puerto.
–¡Hola!, solitario abandonado –saludó ella con intermitentes risotadas.
–¿Cómo has estado estimada amiga? –contestó José, ensayando difícilmente una sonrisa.
–Yo bien, ¿y tu mujer? –preguntó Reina en medio de intensas carcajadas.
–En casa, con el niño –respondió difícilmente.
–No disimules, ella ya no vive contigo.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó incómodo.
–Ella me lo ha dicho, ja ja...
–Entonces no me preguntes –refutó José y luego simuló una garraspera.
–Dice,... ¡qué ahora sí conoce la felicidad, ja, ja! –insistió hiriente, Reina.
–¿Qué más? –preguntó José, sin ocultar su amargura.
–Varias veces me ha encargado a tu hijo para irse al hotel con su nuevo amor.
–¿Y tú te has prestado para la putería? –reprochó José con despecho.
–Ella me ha pedido un favor, además no puedo negarme, es mi prima –Reina  aplicó una mordedura venenosa mirándole directamente a los ojos con suelta carcajada.
–¿Prima?, soy el último en enterarme –respondió desfallecido.
–Además ¿qué te preocupa?, debes agradecerme por haberte dicho, ¿no?.
–Claro tienes razón, disculpa que te deje, estoy cansado, tengo que ir a dormir, hasta otro día –se despidió visiblemente destrozado.
–Hasta otro día José, y espero no me delates ni te emborraches por lo que te he contado, ja, ja –más veneno aún, inyectó Reina.
Herido de muerte y sin poderse controlar, José se marchó hasta allá, al extremo noroeste de la bahía, nada más que a la mal oliente Ranchería del Muelle, ingresó a una de las  chozas de esteras y se quedó contemplando el ambiente. Cuatro chuecas, asimétricas y apolilladas mesas,  más algunas sillas de diferentes modelos, conformaban el mobiliario del establecimiento; alrededor de dos mesas unidas se distribuía un grupo de siete mujeres de edad indeterminable, por lo espeso del maquillaje que llevaban, una de las mesas la ocupaba un solitario y corpulento mestizo tirando para cuarentón. Todos bebían cerveza. José se acomodó en la mesa desierta próxima a la del mestizo,  y cruzando una y otra vez las piernas pidió la suya. En la esquina derecha del fondo, la anfitriona, una gorda chola de facciones grotescas y cincuenta años de mundanería, junto a una mugrienta estufa de kerosén cocinaba la merienda; a un costado de la estufa y sobre viejos cajones de madera, un reproductor de cintas musicales dejaba escuchar la música cantinera. Las gestos y alaridos desinhibidos de las féminas se imponían en el ambiente, y la mirada seductora del corpulento mestizo se dirigía a una de ellas, mientras hinchaba el pecho tratando de hacer notar su primacía. José, disimulando su timidez, aceleró la copa y optó por imitar la conducta del mestizo; repentinamente aparecieron seis hombres de evidente aspecto extranjero y edad no diferente.
–¡Los coreanos! – alegremente exclamaron a una, las féminas.
–¡Adelante! –invitó la anfitriona, muy atenta y con mímicas persuasivas, acercándose a los extranjeros–. Aquí están las chicas.
Las mujeres se levantaron rápidamente para luego reubicarse, de tal manera que quedaron asientos intermedios vacíos que los visitantes ocuparon enseguida. Risas, poses, alaridos, cerveza y cigarrillos se cruzaban en la ronda. Preguntas sin respuestas, respuestas sin preguntas. Y entonces.
–¿What is you name, gringo?.
Preguntó una mujer, tocando en hombro de su vecino. El hombre gesticuló y habló en su idioma, nadie entendió, excepto sus compatriotas, y todos prorrumpieron en risas.
–¡Bandida!, no te pases que no es gringo –acotó una mujer del grupo, de voz indiscutiblemente varonil y autoritaria.
Y luego de un mutismo iniciaron un intercambio de gestos y miradas, que cada quién comentaba en su idioma entre risas y choques de vasos, acrecentando la confusión. Poco a poco, conforme tomaban confianza, las parejas aproximaban sus cuerpos, se cogían la mano, ponían el brazo sobre el hombro de la pareja, y hasta ensayaban miradas y agarres insinuantes. Una mujer de mediana estatura y zambo aspecto, que quedó sin pareja, estaba incómoda, pero qué, aparentaba igual alegría. José contemplaba apurando el vaso, simulando grosería  y recordando a su mujer, ¿con sus padres, con su hijo, o con su amante, con quién?, a la mierda, salud, pero con quién. Mientras el corpulento mestizo bebía moviendo la cabeza en forma desafiante para luego exclamar.
–¡Macaco de mierda!, se está chupeteando a  mi hembra –y refiriéndose a la zamba, agregó–, ¿porqué no se agarra a la Negra?.
José paró la oreja, dirigió la mirada al grupo y luego la fijó en el mestizo, y presumiendo de guapo le dijo:
–¡Carajo!, yo en tu lugar la llamo.
El mestizo se levantó botella en mano rumbo a la mesa de José, se sentó, silbó con la mano derecha en alto, emitió un chasquido con los dedos pidiendo dos cervezas y habló a su ocasional compañero:
–Con todo respeto, por favor, quiero que me aceptes un trago. ¡La puta de mierda me saca de mis casillas!.
–Bienvenido, yo ando en lo mismo, ¡salud! –respondió José con dos pausadas carcajadas y levantando el vaso con la mano derecha.
–¿Cuál de ellas es la tuya?, ¡hoy hacemos la cagada, carajo! –preguntó y guapeó el corpulento, martillando su vaso sobre la mesa.
–Ninguna, la mía no ha venido.
–No te des a la pena, compadre, escógete una, yo las conozco a todas; mira, mía es la de pelo negro y largo, ¿cuál te agarras?.
–Me da igual, carajo.
–¿Prefieres uno de los  maricas?, cuál de los dos –interrogó burlón, el corpulento.
–¿Maricas?. Nada que ver, me refiero a las hembras –contestó José, confundido por la sorpresa.
–La rubia al pomo, de blusa crema, está buenaza, y es amiga de mi germa, ¡compadre!.
–Prefiero la fea, la marginada, a la que nadie da bola. Total, como te dije, me da igual.
–¡Puta, que se nota que estás  decepcionado hasta tus patas!.
–Bueno, no hablemos más y vayamos al grano.
–¡Llama tú primero, compadre!.
–Está bien, ¡Negra!, ven a mi mesa, te invito un trago –la llamada de José, emitida como frenando un desesperado llanto, se perdió en el bullicio del abigarrado local.
–¡Así no es, chochera!, carajo,  mírame a mí, ahora te la traigo. 
José se sintió novato en el asunto, apuró el vaso para darse valor y apuntaló con otro, y lloró en silencio mientras el corpulento se acercaba desafiante a la mesa de los bacanales, girando el tórax de izquierda a derecha y viceversa llegó hasta la Negra, la cogió por el hombro y le susurró al oído. La mujer se levantó y enrumbó a la mesa de José, se sentó, pidió un vaso y brindó con él. Enseguida el desafiante corpulento cogió el hombro de su hembra, que asustada levantó la mirada, y sin más ni más, él la tiró del brazo obligándola a levantarse, se sintió triunfador e hinchó el pecho, pero  el coreano que la acompañaba como una serpiente se puso de pie y chilló encolerizado. La dueña del antro inmediatamente se acercó al mestizo bravucón, ¡concha e tu madre!, le dijo, clavándole una mirada sentenciadora, que el tipo desistió en su intento y sin quebrar su arrogancia volvió a ocupar su lugar junto a José y la Negra, para seguir bebiendo y alardeando.
–¡Si no es por la Concha de Fierro, le sacaba la mierda al macaco de mierda, y recuperaba mi germa, soy bien macho, carajo! –alardeó, y se tomó todo el vaso.
–¡No trates así a tu suegra! –le reprendió la Negra.
–¿Suegra, carajo?, ¡yo pago por cacharme a su hija!.
–¡Como quieras!, pero también te permiten estar con otras mujeres –agregó la Negra.
–¡Y qué?, por mi plata las que vengan, siempre que me gusten, por algo me saco la mierda trabajando –martilló tres veces su vaso sobre la mesa y luego lo llenó.
–No te pases ¡oye! –refutó la Negra–, tú no trabajas, apenas le pagas una miseria a uno de esos pobres desocupados para que trabaje en tu lugar; te  has olvidado que empezastes como ellos.
–Está bien, pero pago con mi plata porque soy trabajador estable, ¡estibador, carajo!, y me ha costao, carajo. Contratado, trabajando como burro,  y después qué, tuve que volarme un dedo para pasar el periodo de prueba con descanso médico. Sólo así me estabilizaron, de lo contrario estaría jodido. ¡Salú, carajo!. 
–¡Ves, que eres un pendejo!.
–¡Mira, ah!, lo que pasa es que estás despechada porque nunca te doy bola, por fea y bruta.
–¡Calla baboso!, ¡para que sepas, a mí no me gustan los cholos mugrientos como tú, oye! –la Negra escupió de rabia, cogió su vaso y lo inclinó en ademán de vaciarlo en la cara del corpulento.
–¡Oye, concha de tu madre!, yo te he traído para que te ganes alguito y ya empezastes a joder, ¡mejor te largas negra de mierda!.
–¡Tú no eres el único hombre en esta mesa, baboso concha de tu madre!, yo me quedo con el que me llamó.
–¡Perdón! –interfirió José, dirigiéndose a la Negra–, soy amigo de este señor y prefiero que te marches, no es grata tu compañía.
–¡Carajo!, tal para cual, ¡adiós babosos!.    
La Negra arrojó su cerveza al piso para marcharse después de rodar el vaso vacío sobre la mesa y se sentó junto a la Concha de Fierro, desde allí de rato en rato miraba con rabia a los dos que la habían menospreciado y bebían vanagloriándose de experiencias camorreras y amatorias. Y así, trago y trago, de cigarro en cigarro. Mientras en la otra mesa los extranjeros bebían cerveza y sus parejas consumían tragos especiales, agua, a precio de cabaret.
–¡Macaco concha de tu madre, ese marica me pertenece!.
El insulto llegaba de un tipo alto, de no más de treinta, con aspecto de matón, que llegó repentinamente y se paró junto a la puerta. El homosexual  aludido, que hasta entonces disfrutaba de las caricias de uno de los extranjeros, se puso de pie y se encaminó a calmar al insultante, éste lo recibió con tremenda bofetada en la cara que lo hizo tambalear. El extranjero se apresuró a socorrer a su accidental pareja mientras sus compatriotas se ponían en alerta, situación que el corpulento mestizo aprovechó para atacar al que tenía a su hembra. Como un demonio entró la Concha de Fierro propinando garrotazos al mestizo, los coreanos se agruparon en defensiva dando gritos, las mujeres se abrazaron lloriqueando, el infierno se venía encima. Repentinamente, el segundo homosexual, pistola en mano y desafiante, sentenció:
–¡Quietos todos, carajo!, éste es un problema de culos, ¡en culos y braguetas no te metas!. A ver tú, puta –dirigiéndose a la hembra del corpulento–, dime, ¿te vas con el cholo mugriento este, o te quedas con el cara e mono?.
La fémina se abrazó al corpulento y el extranjero dejó notar su resignación. Luego, el envalentonado homosexual, preguntó a su homólogo:
–¿Y tú, te quedas con este asqueroso vividor, o con el macaco?.
–Prefiero este hombrecillo de chistoso aspecto –respondió abrazándose al extranjero, pero éste en evidente nerviosismo se apartó.
–¡Te estás haciendo viejo, mariconcito de mierda!, mira pues que ni este ridículo gusano te da bola, apuesto a que ahora te mueres por pasar la noche conmigo, pero eso te costará dinero, has empezado a darme asco.
Y luego de lanzar el insulto se acercó al homosexual, lo cogió por el brazo llevándolo hasta una silla para luego obligarlo a sentarse. Y entonces.
–¡Pídete un par de cervezas! –ordenó el hombre al humillado homosexual, mientras se sentaba a su lado, ante el asombro de los demás.
–¡Mami!, dame un par, y que estén bien heladas –solicitó obediente el homosexual, y la Concha de Fierro atendió de inmediato.
–¡Salud viejo maricón! –dijo el hombre.
–¡Salud amor!, por tu honor y por el mío –contestó muy  amablemente el homosexual.
–¡Tú no tienes honor ni por las orejas!.
–Eso no es honor, es sexo y placer, ridículo vividor. ¡Prepárate a morir!, ¡defiéndete si tienes honor!.
Y como impulsado por un potente resorte se puso de pie, con la mirada torcida se quitó la chaqueta y la envolvió en el antebrazo izquierdo, mientras en la mano derecha esgrimía un puñal e invitaba a su consorte a defenderse. El de la pistola desapareció y el hombre retado se ponía de pie, lentamente, calculando; luego se quitó la camisa, la envolvió en el antebrazo y blandió un puñal en la otra mano. Los dos se desplazaban sigilosamente, la distancia entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio, se acortaba paulatina y tenebrosamente en las mentes de los inesperados contrincantes. El de la pistola retornó muy tranquilo cerrando la puerta tras de sí.
–¡No!, aquí no, me van a comprometer –suplicó la Concha de Fierro.
–¡Cállate, vieja puta! –sentenció el de la pistola, arma en mano, mientras se desplazaba hasta llegar al aparato musical, y subió el volumen de la música.
Los amantes estaban decididos a terminar aquella noche su romance, de la manera más trágica, honor lo llamaba el retador.
–¡Ustedes desvístanse completamente, de inmediato, y pónganse en este rincón, o se arrepentirán! –amenazó el de la pistola señalando el rincón izquierdo del fondo.
Más rápido que inmediato, el grupo acató la orden, el amenazador no bromeaba, era más que evidente, las carnes de las féminas se iban descolgando a medida que se desnudaban, los escuálidos coreanos empezaron a temblar y se ubicaron tras de las mujeres; José y el  corpulento tampoco podían disimular el miedo, la bravuconería producida por el licor había desaparecido en ellos. Los camorreros se ubicaron muy cerca y frente a frente, el puñal manejado por el hombre zumbó surcando los aires para clavarse en el hombro izquierdo del homosexual que cayó de espaldas y el victorioso lo invitó a levantarse, y se levantó como un relámpago dejando caer su rubia cabellera postiza, “¡te estás quedando calvo, carajo!”, y rió burlonamente bajando la guardia, situación que su contrincante aprovechó para atacar con tal furia y acertarle una puñalada en la mano derecha, desarmándolo física y moralmente, y sintiéndose perdido echó a correr puerta afuera; apenas se alejó unos pasos y recibió la primera puñalada en la espalda, y luego otra y otra, y muchas más, sin clemencia, hasta caer pesadamente en el suelo. Los noctámbulos que bebían en las chozas adjuntas se amontonaron alrededor de los pendencieros, y de pronto  un auto se abrió paso entre los curiosos.
No pasa nada, sólo que ha tomado demasiado, dijeron calmadamente los homosexuales, y subieron al coche el cuerpo yaciente del desdichado.
El de la pistola de inmediato regresó por la cabellera postiza y salió cerrando de golpe la apolillada puerta, que por el impacto se reabrió dejando al descubierto el espectáculo interior. Al compás de la estridente música los ocupantes se vestían, ante el asombro de los observadores de afuera. José era el único desconocido en el lugar, quiso quedarse pero reflexionó y abandonó el recinto como huyendo del demonio; y al siguiente día faltó irresponsablemente, por primera vez, a su centro de trabajo. Dos días después el diario local publicaba: Borracho imprudente fue arrollado en horas de la madrugada por conductor irresponsable que se dio a la fuga....
Quiénes eran los homosexuales. ¿Grandes empresarios, encumbrados políticos, altos funcionarios, o comunes atracadores de doble personalidad?, tan cautelosos como el propio demonio.     
La Ranchería del Muelle, una maloliente construcción de esteras, se ubicaba frente al terminal marítimo internacional de El Puerto  y a la lujosa discoteca Copacabana, además de expender comida brindaba los mismos servicios nocturnos de la discoteca, es decir licor y mujeres, sólo que a diferentes precios. Ahí acudían a confundirse, entre tragos, prostitutas y maricas, los tripulantes mercantes del resto del mundo, los trabajadores de la Empresa Nacional de Administración de Puertos, los de la Empresa Siderúrgica, pescadores comunes, y gente de mal vivir. Muchos clientes,  antes de hacerse conocidos, pagaban el noviciado siendo víctimas de algún atraco. La Concha de Fierro tenía uno de los ranchos, y se encargaba de atender a sus clientes con lo que ellos antojadizamente solicitaban, maricas, chinas, cholas, zambas, negras, serranas blancas de ojos claros y cabello castaño, de todas las edades y para todos los gustos, por horas o por noche; por doscientos dólares la monta, entregaba virginales y tímidas muchachitas que previo pedido las reclutaba en los barrios pobres de la localidad, luego de la primera vez poco a poco cogían maestría trabajando a su servicio, tanto agradecimiento le tenían que algunas la llamaban mamá,  cómo no, si con el dinero que ganaban podían ayudar a los suyos. No más telenovelas ni partidos de fútbol en la casa de la vecina o en la tienda de la esquina, primero comprarían el televisor, luego algunos muebles y artefactos, y después, poco a poco, reemplazarían las esteras de la casa por ladrillos, y finalmente, finalmente la profesión, pue, claro, en la  universidad privada de aquí nomás, la San Pablo o la San Pedro, igualito es, se asiste en el día y se trabaja en la noche, fácil todo. Hasta sus propias hijas se iniciaron ahí, pero aún le quedaba una de doce añitos por la que esperaba cobrar muy bien, mejor así antes que se entregara gratuitamente a cualquiera de los vagos que por ahí merodeaban, como que soy huarasina y bien serrana, a mucho orgullo, por si acaso, y no por gusto estoy aquí. Pero, por sobre aquella ranchería nauseabunda en forma de “L”, sin agua ni desagüe, y fluido eléctrico robado , por sobre ella cruzaba echando polvo desde el terminal marítimo hasta el centro operativo, la faja transportadora de materias primas de la Empresa Siderúrgica, la más grande del País. Partículas de carbón y mineral se cernían por las ropas de los libertinos para terminar impregnándose en sus cuerpos, y pulmones, pero “¡qué mierda!”.

Un año había pasado, dejando en el olvido el incidente de los homosexuales, y José consiguió el segundo ascenso laboral, uno más y estaría listo para reemplazar al Jefe. Había recuperado la calma pero le duró muy poco. Porqué. Porque una llamada telefónica volvió a perturbar su existencia.
–¡Hola!, soy Dona, te llamo para decirte que el niño está enfermo, y quiero que vengas esta noche para ver que hacemos –dijo apresuradamente como impartiendo una orden.
–Claro, estaré con ustedes, a las siete de la noche –José contestó, nerviosamente.
Y llegó a la hora convenida. El niño en cama, muy enfermo, con fiebre y vómitos, pero se sobreponía valientemente.
–¡Bien, José!, ahora que has llegado quédate con el niño, lo miras, tú sabrás que hacer, yo tengo que viajar a la capital por negocios –habló como si nada grave estuviera pasando.
–Por favor Dona, no te vayas, nuestro hijo se nota muy enfermo.
–¿Acaso no puedes cuidar de él una noche?, yo lo cuido todo el tiempo, ¡ahora te toca!.
–Si estuviera conmigo también lo cuidaría todo el tiempo –se sintió culpable–, pero ahora necesita de los dos.
–Tengo mi pasaje comprado, y no voy a perderlo –habló decidida.
–Te devuelvo el importe del pasaje, ¡pero insisto en que no viajes! –dijo él, subiendo el tono de voz.
–No sé, no sé yo. Pero de todas maneras tengo que ir  a la agencia de transportes, luego regreso –dijo ella, amablemente.
Dona se marchó de inmediato. Pasaron tres horas y no regresó. El niño se quedó dormido y José aprovechó para salir en su búsqueda. Llegaba la media noche, las calles estaban casi desiertas, apenas hubo caminado una cuadra y pudo distinguir cien metros adelante la silueta de su mujer, que venía por la vereda acompañada por otra persona. José se quedó parado mientras la pareja avanzaba. Repentinamente, Dona se apartó y tomó la otra vereda, el corazón de José empezó a latir con fuerza y esperó a que pasara por su delante el que pudiera ser su rival, para sacarle la mierda para qué más, y entonces Dona empezó a llamar a su marido para que no sospeche el muy baboso, pero él esperó, y pudo ver que se trataba de un hombre de tórax dilatado de su misma talla, pero algo menor, de pelo largo y lacio, que pasó de largo mientras Dona seguía llamando a su marido. Cuando marido y mujer se encontraron, ella nerviosamente dijo:
–Amor, felizmente he logrado postergar el pasaje, después de tanto rogar.
–¿Y quién era el que venía contigo? –preguntó José, mordiendo su rabia.
–Un joven que se me acercó para preguntarme la hora, yo tuve miedo y me aparté, felizmente venías tú –contestó con fingida ternura.
José no se mordió el anzuelo, pero que le quedaba, además en aquel momento había algo más importante que ver y los dos enrumbaron a la casa de la mujer. El niño seguía dormido y la fiebre había bajado.
–El niño está mejor, ¡ahora puedes irte!.
–Me quedaré vigilando en la silleta.
–He dicho que no puedes quedarte, ¡así es que lárgate, vamos, largo de aquí!,  apúrate... ¡márchate ya!.
José se marchó visiblemente preocupado, y entonces más que por la salud del niño, preocupado y atormentado por los celos. Al siguiente día visitó a su hijo y lo encontró mejorado. Pero no pasó ni una semana y un jueves al mediodía recibió otra llamada telefónica.
–¡Aló!, ¿eres tú, José? –preguntó amablemente una mujer.
–Sí, el mismo.
–¡Escucha bien lo que te voy a decir!, tu mujer sale con un tipo de dudosa conducta, todas las tardes se citan en el Café de la Casita. Es todo.
La informante colgó bruscamente el teléfono y José se quedó paralizado, con el auricular en la mano, hasta que un compañero de trabajo lo tomó por el hombro.
–¿Qué pasa hombre, algo grave?.
–Sí, mi mujer...mi...hijo... está muy mal –trató de explicar, pero no pudo, y se dirigió a su escritorio para caer pesadamente en él e imaginar, imaginar e imaginar, aquel encuentro amoroso. Buen tiempo permaneció así, hasta que llegó a él el jefe de oficina y amablemente le otorgó permiso para que se marchara.
Salió aceleradamente, abordó un taxi y buscó el Café de la Casita en la calle Leoncio Prado. Sin prisa ya, pero con el corazón en la garganta, ingresó al local y se ubicó tras de una columna. Recorrió con la mirada todas las mesas y pidió una soda. La tomaba lentamente. Luego pidió un pastel. El tiempo parecía no pasar. Pidió otro pastel acompañado de un café cuando el reloj del establecimiento marcaba las cinco de la tarde. Y reconoció una voz. Ahí estaban, junto a la caja de pago, su mujer y  su rival, aquel hombre de pelo negro largo y lacio, claramente los podía percibir por un espejo en la pared. Mientras el hombre pagaba previamente el pedido, ella hurgaba con rápida mirada el interior del local, hasta que chocó con la de su marido allá en el espejo, ¡y media vuelta!, salieron corriendo del local. Y José, José qué. No tuvo tiempo de encarar la traición.
Después del incidente se encaminó a casa de Dona para pedir el divorcio, y al no encontrar a nadie esperó afuera. Por primera vez se puso a contemplar aquella casa de tres pisos donde había vivido junto a sus suegros. A las ocho de la noche llegaron los padres de Dona con el niño de la mano. El niño pues, el hijo de José, quién más.
–¿Y Dona?, creí que estaba con el niño –preguntó José.
El padre tartamudeó, y la madre se adelantó a explicar:
–Ha ido por ahí,...a cobrar a unos clientes.
–Debo conversar con ella –agregó José.
–Pero no sé a que hora regresará –contestó la madre.
–La esperaré hasta que llegue –habló decidido.
–Mejor... ¿porqué no regresas mañana y conversan tranquilos?, tú tienes que descansar, ¿o no vas a trabajar? –casi ordenó, la cuarentona madre.
–Esperaré señora, aquí afuera.
Dos horas y Dona nada, José la imaginaba en algún hotel con su amante, pero no, se encontraban allá en el malecón, frente al mar, comiéndose a besos y desbordando en caricias, tratando de olvidar lo ocurrido en el café. Rondó la manzana una y otra vez de ida y de vuelta, por la una y la otra vereda. Y por fin los amantes surcaron la calle, a una cuadra de la casa de Dona, y se perdieron por la esquina. De prisa enrumbó a sorprenderlos, de prisa pero con cautela hasta tenerlos muy cerca, apenas doblando la esquina. Y reconoció la voz de la que alguna vez fue su inspiración y promesa eterna, y Ahora con un nuevo amor, haciendo planes para viajar. ¡Quién aguanta, carajo!. El marido no resistió más y se presentó. Fríamente, como si nada hubiera pasado, los amantes se abrieron y simularon hablar de negocios.
–¡Dona!, dos horas que te estoy esperando, ¡vamos! –Reclamó José, haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma.
–Puedes irte tranquilo, el niño está bien, mañana si quieres puedes verlo –ella respondió con indiferencia y colmada tranquilidad, así como se escucha.
–Recién estuve con él, ahora quiero estar contigo, vamos a casa –lo dijo con el propósito de avivar los celos de su rival, qué más le quedaba a José.
–¡Ya voy!, primero tengo que terminar de  arreglar un negocio –dijo ella mirando a su amante.
–Mañana lo arreglaremos con el amigo, ahora vamos ya –habló y tomó por el brazo a su mujer, situación que el amante no resistió, y sin poderse controlar por fin habló desafiante:
–Deja tranquila a mi mujer, ¡carajo!, o te saco la mierda.
–Bromeas o que mierda tienes. Dona, ¿a qué se refiere esta porquería?.
–¡No, por favor no, no peleen!, José por favor márchate, a ti no te quiero, es a  él a quien quiero, por favor José aléjate, hazlo por el bien de tu hijo, déjame vivir mi vida, por favor no hagas problemas –explicó nerviosamente.
Qué tal desenlace. José no tenía porqué pelear, Dona amaba a otro, el matrimonio debería deshacerse, no perdió tiempo e inmediatamente fue a casa de los padres de Dona y los obligó a levantarse para ser escuchado por ellos:
–Queridos suegros, hasta ahora, acabo de sorprender a Dona en adulterio, por lo tanto, con el mismo respeto que vine a solicitar consentimiento para contraer matrimonio, ahora vengo a decirles que iniciaré las acciones legales para divorciarme. Si dudan de lo que digo, vamos a la vuelta de la esquina.
–No es necesario, yo ya lo olía, puedes iniciar las acciones que creas, las que quieras, pero no te olvides que también tienes la culpa –concluyó el suegro lleno de amargura. Sus cincuenta años de sencilla vida se vinieron abajo.

Y se marchó, pues, como autómata, directo hasta una carretilla, compró una cajetilla de cigarrillos y se puso a caminar sin rumbo, entre cigarro y cigarro, hasta que se terminaron, y a las dos de la madrugada del siguiente día se emborrachaba en la discoteca El Refugio, de allí se largó a la Taberna, donde bebía y  desafinadamente cantaba solitario en una mesa, hasta el nuevo día, y se marchó con la aurora a dormir completamente maltratado, faltando por segunda vez a su trabajo. Se levantó al mediodía y se internó en una cantina de la avenida Pardo, salió de ella y se pasó el resto de la tarde visitando burdeles clandestinos, típicos lugares que abundan en El Puerto y que atienden casi las veinticuatro horas, aquellos de las cervezas, de la música cantinera a todo volumen, y putas que se pelean por los recién llegados, para beber con ellas y terminar practicando el sexo ahí nomás, en un compartimiento improvisado, sobre un mugroso colchón y nada más.  Ya nada importaba para él. Qué chancro ni qué nada, que sida ni la mierda. Entrada la noche fue por su revólver, y con él camuflado en la cintura ingresó a la discoteca Copacabana, se ubicó en la barra y pidió un trago corto. Y en eso una mujer se le acercó pidiendo un trago.
–¡Atrás, puta de mierda, no te quiero junto a mí!.
–¿Qué tienes, solamente te he pedido un trago?.
–¡Fuera, perdida de mierda o te vuelo la cabeza! –sacó el revolver y la apuntó, ante el asombro del cantinero.
La mujer se alejó perdiéndose entre las luciérnagas luces del local, la música dejó de sonar y de pronto reapareció acompañada de tres hombres, uno de ellos se paró junto a José, y.
–¿Qué pasa señor, hay algún problema! –habló con voz autoritaria
–¡Nada, sólo que esta mujer me apesta! –respondió José, revólver en mano.
–Guarde su arma, por favor –pidió el hombre, sin amilanarse.
–A mí nadie me ordena, ¡carajo!, ¡quítamela si puedes, cabrón de mierda!.
En eso, el hombre, gesticulando impartió una extraña y silenciosa orden a uno de sus acompañantes. José disparó al aire y todos quedaron estáticos. Silencio sepulcral en el antro. Y una voz de mujer se escuchó.
–¡El señor es policía! –dijo la mujer acercándose al grupo. Luego se acercó a José preguntó–. ¿Qué pasa Mayor, le han querido robar?.
–¡No te conozco, no conozco a ninguna puta! –gritó José.
–Soy la Negra, amiga de la Concha de Fierro.

–No es así, güevón. El cojudo me mandaba llamar cada vez que tenía un problema, para desahogarse chupando conmigo. Me llamaba para su guardaespaldas. ¡Sí!. Yo le llevaba la corriente, me ganaba mi sencillo, qué mierda. Gastaba como bueno comprando tragos importados. ¡Yo chupaba mi cerveza!. La que tenía era mi arma, un Smith Wesson 38 cañón corto, tenía que cuidarla, tú sabes. La negra de mierda estaba por ahí, “quieres ganarte un sencillo, anda, corre, ahí está el güevón de José, Mayor, dile”. Yo di la idea, recuperé mi revolver y me fui. Ja ja ja.
–Quita tus pies del escritorio y sácate las gafas oscuras que pareces un sapo pistolero tomando sol en la playa. Disculpa, mi querido primo.
–Suave, güevón. Mis botas cuestan más que tu escritorio. No te me achores, mi pistola está cargada, ¡porsiacaso!, ésta es una Beretta 9 milímetros. Ja ja ja. Es una broma, hermano, no te vayas a molestar. Yo a ti te quiero mucho, si a veces derramo unas lágrimas es porque recuerdo los momentos felices que viví contigo, te quiero porque has logrado lo que querías, eres un profesional de primera, ¡un buen Doctor! y no como esos, tienes de todo, no tienes porque preocuparte de nada, carajo.
–Postulaste tres veces a la Policía y no ingresaste.
–¿Tres?, ¡dos nomás, güevón!.
–Qué pasó.
–El pendejo del tío Victorio se hizo el cojudo con la plata, plata de mi viejo, de su puesto en el mercado. ¡Con plata se ingresa!.
–Qué problema, no. ¿En qué te eliminaron?.
–La vista, güevón, soy corto de vista.
–Tú no pasaste el examen médico. Dos veces, no te creo. El examen médico es decisivo. Tenías miedo que te encuentren algo.
–¿Cómo sabes?. ¡A la mierda!, piensa lo que quieras, pero préstame tu carro. Ja ja ja.

Al escuchar la explicación José identificó a la mujer, bajó su agresividad y se disculpó, pero para abandonar el local acompañado de la Negra, rumbo a la choza de la Concha de Fierro, donde siguió tomando hasta quedarse dormido. Al siguiente día despertó en un pestilente hotel del malecón, sin dinero en el bolsillo, y con los nervios destrozados se marchó hasta el restaurante Ranchero, propiedad de un amigo y paisano, contemporáneo suyo, a quien se le conocía con el mismo nombre. Confió al amigo su amarga suerte, que conmovido terminó tomando con José hasta la madrugada. Tiempo después, Ranchero, el colorao, el hombre del bigote curvado y amplio sombrero de chalán, se quejaba de la misma suerte, serraría el negocio, se marcharía, pero, ¿su hijo?, ¡qué mierda, pue carajo!, no ,nada que ver, a mi hijo yo lo cumplo, paqué compadrito. El domingo, José no salió de su habitación, pasó el día llorando y alternando con la ducha, sus temblorosas manos no podían coger objeto alguno, y ahí, entre ducha y llanto, entre llanto y cama, por fin se quedó dormido. El lunes sus compañeros le preguntaron por su hijo, respondió mintiendo, una mentira más a cuenta de su debilidad, y junto a la mentira la irresponsabilidad, porque no se preocupó por justificar su inasistencia.

–Lárgate, ¡carajo!, has deshonrado mi casa, no quiero verte lárgate con tu nuevo marido.
–Pero papá, escúchame el joven no es mi marido, no tengo nada con él, José te ha mentido, es muy astuto –Dona trató de justificarse.
–¡Lárgate!, he dicho, no me amargues más la vida que bastante tengo ya.
–Mamá, explícale a mi papá dile que el muchacho es sólo un amigo.
–No insistas, carajo, crees que no me he dado cuenta. ¡Lárgate, carajo!.
–Me llevo a mí hijo –dijo Dona a su padre, por decir.
–¡A mi nieto no lo mueves!, a dónde lo vas a llevar, ¿a un mugroso cuarto con el vago que has conseguido?.
–¡Mamá!, por favor, ¡dile que es mentira!, explícale a mi papá –habló casi ordenando con la voz subida y los ojos muy grandes.
–¡A la mierda las dos, carajo!. ¡¡Fuera de aquí!!.
Qué podría explicarle. La pobre y apetecible suegra de José, parpadeando nerviosamente, sólo podía explicarlo por su propia naturaleza de mujer. Qué podría explicarle a tu padre, es hombre como tu marido, yo hablé con el idiota de tu marido. Dona es muy joven casi una niña, tienes que dedicarte a ella, no la descuides, ¿sabes qué pasa cuando un hombre maduro se casa con una mujer joven?, el muy baboso no me entendió y se separó de ti. Qué esperaba que pasara. Yo sabía que pedías un hombre, delirabas mientras dormías, cuando llegabas borracha de las reuniones con tus amigas, “¡necesito un hombre, un hombre por favor!”, clamabas. También se lo dije a tu marido, y el muy tonto me contestó: ¡Y yo qué soy?. Ahora pues, qué vamos hacer, sólo soportar lo que venga. Hubiese preferido que te casaras con un hombre de nuestro mismo idioma, con uno que entienda que es lo que necesita una mujer, un hombre con secundaria nomás pero que trabaje en un Banco, ahí ascienden y llegan a ser gerentes, y no con un profesional, peor si es serrano, por más profesional que sea ¡siempre será un serrano!. Por eso quisimos separarte de él antes de que pasara nada, y tan pronto terminastes la secundaria te enviamos a estudiar secretariado en Trujillo, ¡y al mejor instituto!, al Instituto del Norte, pero tú seguías con él, hasta le hiciste una torta prestando dinero, ¿acaso él ha valorado eso?, ¿acaso no recuerdas que te malogró el reinado emborrachándose con tus profesores?. ¡Tú eres una idiota!, oye, con el negro baboso ese ya te había pasado.
–Tú querías al negro para mí, tú misma lo buscastes, tú estabas enamorada de él porque es casi de tu edad.
–Sólo pensaba en tu futuro.
–También me empujaste a buscar a José, no lo olvides.
–Parecía buena gente, el serrano de mierda.
–Y estabas conforme con este último hombre.
–Claro pues, es más joven y abandonado por su esposa, igual que tú –la señora la miró compadecida, una mirada de esperanza.

Así, mi querido sobrino, en lo que respecta al divorcio no puedo opinar. El primero de mis hijos al fin está estudiando medicina, pero, se ha casado y ya piensa en separarse. El segundo de mis hijos ha fomentado el rencor entre sus hermanos, no sé que le pasa.
  

IV

Semanas después la tormenta diezmaba y José recuperaba otra vez la tranquilidad emocional, cuando una mañana a las diez, en su centro de trabajo, un compañero se le acercó.
–Debo decirte algo, pero quiero que no te alteres.
–Habla hombre que estoy hecho a prueba de balas –habló José, muy optimista.
–¿Cómo está tu hijo?.
–Bien, bien, muy bien.
–¿Y tú mujer, ya se reconcilió contigo?.
–Agua que no has de beber déjala correr –respondió con evidente amargura.
–Pues bien, ¿y tú mamá?.
–En el pueblo, felizmente bien –respondió con nostalgia.
–Creo que está algo delicada, acaba de comunicarme tu tío Victorio, pidió que lo llamaras para que te explique.
Al comunicarse con Victorio, se enteró que su madre había sufrido un leve accidente y se encontraba viajando en compañía de familiares. La familia esperó entristecida el arribo de la accidentada, llegó peor de lo que esperaban, y en estado de amnesia, había sido encontrada de esa manera en su casa, jamás se supo cómo ocurrió. Decidieron ingresarla por emergencia al Hospital del Seguro Social, por ser el más inmediato, tres horas duró el trámite burocrático de internamiento, mientras tanto la lesionada gritaba, lanzaba insultos y reclamaba a sus hijos, que estando presentes no los reconocía. El médico, luego de las radiografías, ordenó sedantes para dormirla, pero su organismo no respondía y tuvieron que atarla a una cama. José se acercó al médico responsable a pedir explicaciones.
–Doctor, quiero saber su diagnóstico –suplicó José.
–No vas a entender –respondió el médico sin el menor interés.
–Explíquemelo en lenguaje común –insistió suplicante y desfallecido.
–No puedo, je, je –respondió en tono burlón.
–Pero, ¿se recuperará? –preguntó con timidez.
–No lo sé –respondió examinando unos papeles.
–Entonces, ¿quién lo sabe? –volvió a preguntar con el rostro desencajado.
–Nadie, estamos haciendo lo que podemos, y por favor retírese que estoy ocupado.
“Desátenme putas de mierda, qué quieren conmigo, esperen a que lleguen mis hijos y ya verán, déjenme mierdas. ¡Auxilio!, ¡José, Rosalía!,  estas putas quieren matarme, por favor, por amor de Dios, ¡ayúdenmeee!.”
Desde aquel momento el médico se tornó esquivo, a cada pregunta de los familiares se incomodaba, y ordenó a los custodios de seguridad no los permitieran ingresar al nosocomio. José decidió entonces trasladar a su madre a una clínica particular, para poder estar junto a ella. Y al siguiente día concretó el traslado. Con gran atención la recibieron en la clínica, pero para tranquilizarla optaron por dosis altas de sedantes, que iban suministrándole en períodos cada vez más cortos, a fin de mantenerla dormida a como de lugar. El diagnóstico hizo notorio que se había fracturado el occipital, así como el parietal izquierdo y la clavícula del mismo lado, José se alarmó sobremanera y llamó a Humberto, hijo mayor de don Heráclito, estudiante de medicina, Humberto leyó el recetario y manifestó preocupado:
Sedantes, inhibidores de orina, de aquí nuestra mamá no sale viva, llevémosla a casa que yo me encargo de su rehabilitación.
Y comunicaron la decisión al director de la clínica, pero la objetó:
–La interna no puede salir, está bajo nuestra responsabilidad.
–Es que ya no quiero tenerla aquí –Dijo José.
–Lo lamento señor, no puedo, está en nuestras manos, si usted la lleva y se muere nosotros nos hundimos, recuerde que la señora está muy grave.
–No dispongo de dinero para seguir pagando el tratamiento –José urdió una mentira–, he puesto a la venta algunas pertenencias y no consigo comprador, ¿hay en esta clínica servicio social para indigentes?.
El director cambió de aspecto, de serio y autoritario a preocupado, y respondió:
–Cuánto nos gustaría poder ayudar a la gente pobre, pero no podemos.
–Bien doctorcito, entonces me la llevo.
–Sólo si firmas un compromiso, responsabilizándote por ella.
La llevaron a casa de Victorio, suprimieron los sedantes e inhibidores, y le permitieron desplazarse arbitrariamente por los ambientes, mientras ellos la seguían muy de cerca. Un mes le duró a la anciana el estado amnésico, un mes que José y Humberto la custodiaron pacientemente, paso a paso, medicamento en mano, y en adelante poco a poco fue recuperándose.
Como les cuento, jovencitos, tengo dos hijos, el mayor se llama José y mi hija Rosalía, los dos son muy buenos, cuando vengan les pagarán por todo lo que están haciendo por mí, no sé cómo he llegado hasta aquí. Yo los eduqué. Mi hija está estudiando su segunda profesión, además de química quiere ser profesora, aunque su marido no quiera yo sé que ella lo logrará, se casó de blanco como yo quería, el matrimonio fue de primera, llegó toda mi familia y mi hijo se portó de las mil maravillas. Pero mi pobre hijo se casó con una mujer engreída, no le fue bien, ¿no conocen ustedes una mujer sencilla y trabajadora que se dedique a él?.

Con muchas deudas económicas quedó José, que para aliviarlas buscó a Dona y le pidió le perdonara la pensión por lo menos un mes, solicitud que ella aceptó, pero luego fue con su conviviente y conversaron.
–¡Imagínate!, el baboso de José dice que este mes no me pasará la pensión, porque la vieja de su madre está enferma.
–¿Y qué van a comer tú y tu hijo? –preguntó el amante, fingiendo preocupación–. El niño me preocupa, tú sabes.
–Eso mismo digo.
–No dejes que se salga con la suya, ahora es el momento preciso.
–¿Qué quieres decir?.
–¡Juicio de alimentos!, estando sin plata no podrá defenderse, no hay que dar tregua al enemigo.
–No conozco un abogado.
–¡Yo sí!, tengo un buen abogado. Un viejo. ¡Buenazo!.

–¡Hola muchacho!, ya te estaba echando de menos, ¿en qué andas metido ahora? –habló el abogado mirando por sobre sus anteojos, sin quitar los dedos de su máquina de escribir.
–Ahora por la legal doctorcito, ahora sí hay plata. Pero antes de todo le presento a,... mi mujer.
–Qué gusto, señora –dijo el abogado, estirando la mano para coger la  de la mujer.
–Doctor –intervino el tipo–, mi mujer estuvo casada con otro hombre, ¿comprende?, tienen un hijo, pero sucede que el muy sinvergüenza no quiere dar la pensión.
–¿La señora se ha divorciado de él? –preguntó el abogado.
–Todavía no –contestó el hombre.
–Entonces también le corresponde –afirmó el abogado.
–¡Claro pues doctorcito! –exclamó el tipo.
–¿En que se ocupa el sinvergüenza? –volvió a preguntar el abogado.
–Es funcionario de la Empresa Siderúrgica –la mujer se apresuró a responder.
–¡Caramba, es cachudo!, los cachudos  ganan bien; sin embargo son unos sinvergüenzas, deben a todo el mundo. Ahora agarramos el cincuenta por ciento del sueldo, con gratificaciones, bonificaciones y todo.
El abogado redactó entusiasmado la demanda, golpeando con los índices las desgastadas teclas de una tronca máquina de escribir. Otrosí digo, otrosí digo, y tantos de ellos que colmaron de alegría a los denunciantes.  Y ya concluida la denuncia, la mujer firmó, ante la alegre mirada de su amante, que se le salían los ojos pensando en el apetecido cincuenta por ciento.
¡Puta madre!, quinientos dólares, veinte para el cuarto de la cojuda, esto es mejor que vender quetes, o vender repuestos robados, ¡se trabaja para la policía nomás!, y para el abogado si caes, y la cojuda se tragó el cuento de que mi mujer anda con otro en el extranjero, y que la mitad de la vidriería de mi padre es mía, si supiera que el viejo no quiere saber nada conmigo porque no quise estudiar. Le voy a proponer traer mercadería de la frontera, ojalá atraque, y una cuenta en el Banco para los dos, si no quiere atracar lo mando a la mierda. Me consigo otra, ¡con el verbo que me manejo!, atraca, al fin que mi mujer siempre me manda para ahorrar y comprar la casa, quiere mucho a su hijo, ¡paqué!, no me quejo. Y pensar que la cojuda no me paraba bola antes de casarse, tiraba pana con el ingenierito de mierda, a ver ahora, ahora me tiene una fe ciega, la cojuda.  Mejor si mi mujer se entera que estoy con la cojuda, me lleva para España, y a la mierda.
     
Entretanto, Humberto y José seguían en la custodia de la convaleciente madre. Los primos compartían la misma cama, era de madrugada y una vez más el insomnio se apoderó de los dos, prendieron la luz para fumarse un cigarrillo, ahí sentados al filo del catre. José, oprimido por la situación que atravesaba, hizo de sus sentimientos una confesión.
–Tú,...querido primo,... conociste a Dona antes que yo, ¿cómo fue?.
–Me la presentó la madre –contestó categóricamente Humberto.
–¿Y?...
–Nos estábamos enamorando.
–¿Ustedes, estaban o fueron?.
–A estas alturas, ¿qué importa!.
–Pues si importa, deberías decírmelo y no estaría pasando por lo que paso.
–¿Decírtelo?, no tenía sentido, ella te había preferido.
–¡Entonces, me amaba!.
–No he dicho eso, te había preferido por tu profesión, yo aún era un estudiante, y sigo en lo mismo.
–¡Maldición, por mí mismo no valgo nada!.
–Ahora, que han pasado tantas cosas, te diré que un día, cuando aún eran novios, ella me llamó por teléfono.
–¿Y?.
–Y me dijo que no se comprendía contigo, por la diferencia de edades.
–¿Porqué no me lo dijiste?.
–No me hubieras entendido, de otro lado tuve miedo de herir tus sentimientos, eres seis años mayor que yo, pero qué, tú eres más alto, ja ja.
–¡Maldición!, que triste es mi realidad.
–No más triste que la mía.
–¿Porqué?, tú tienes una tierna mujer que te adora, y tu pequeña hija también.
–Adoro a mi hija pero a ella no la amo.
–¿Porqué entonces te casaste?.
–Por las circunstancias, sus padres nos sorprendieron en un maldito momento, cuando la carne llama al pecado, y tú sabes que ellos son cuñados de mi hermana, no quise decepcionarlos, y no me quedó más que casarme.
–¿Y?.
–Y aquí querido primo me tienes, infeliz para toda la vida.
–Mira, mejor doblemos la página y cambiemos de tema, por ejemplo hablemos de los médicos.
–Los médicos están por ahí, desprovistos de filantropía, al asecho, en procura de un mejor ingreso económico.
–Hablas y puedo entender que no te interesa la carrera.
–No me interesa, pues si llego a concluir la Facultad me dedicaría a servir gratuitamente a los pobres, y dirán “ese doctor no es bueno, ni siquiera cobra”, y tal comentario haría que los que tengan dinero no se hagan atender por mí. ¿Cómo diablos podré subsistir en medio de los demás médicos?, terminaré claudicando a favor del dinero.
–¿Quieres decir que la medicina es sólo un negocio?.
–Así es, un buen y lucrativo negocio, mientras más cobras y te haces el indiferente más ganas, y buena fama tienes. Y recuerda que si un enfermo muere en las manos de un médico siempre hay justificación. En cambio si la producción fabril muere, el ingeniero responsable muere con ella, ¿o no?.
–Entonces, querido primo, ¿qué harás en el futuro?.
–Algo muy fácil, seguir la madeja de la vida sirviendo a los demás, algo que tiempo atrás vengo haciendo –su rostro de niño se entristeció.

Dona y su amante se entregaron al derroche del cincuenta por ciento de los ingresos de José, en paseos de norte a sur, de este a oeste, por todo el país, y como si fuera poco publicitaban sus correrías entre conocidos procurando que las noticias llegaran a oídos del cornudo, mientras su hijo abandonado a su suerte en el frío y húmedo ambiente de aquella casa de concreto de sus abuelos maternos, enfermaba con el asma. El Juez fue ciego al entregar la custodia de la criatura a la mujer, debería entregarla a él, que esperaba amorosamente la llegada de un buen momento para ir hasta el pequeño y salir con él a pasear por las calles, por el parque y por casas de familiares, cargando un gran bolso lleno de pañales, primero, y con el pequeño de la mano corriendo por los parques, después.
Para José, todo aquello era injusto, pero había algo que más le dolía, el cincuenta por ciento de sus ingresos. La pensión debería reducirse a las necesidades de su pequeño hijo. Argumentó la defensa con un abogado pero no había forma de reducir la pensión, la única salida estaba en el divorcio; buscar la causal y comprobarla, según el abogado, era el gran problema. El adulterio estaba ahí, todo el mundo lo sabía, pero no había manera de documentarlo. Entonces, José buscó conversar con  Dona respecto a la conveniencia de un divorcio por mutuo acuerdo.
–Te sorprendí con tu amante, pero sería perjudicial para nuestro hijo si algún día llega a enterarse que nos separamos por eso.
–¡No metas a mi hijo en este problema!.
–Por lo mismo, es conveniente un divorcio por mutuo acuerdo.
–¡Claro!, ahora quiero casarme con el hombre que amo.
–Entonces, pronto te buscará mi abogado.
–¡Cómo quieras!, mientras más rápido mejor para mí.
La acción judicial se tramitó, después de seis meses tendrían que ratificarse ante el Fiscal. Y después de una de esas magistrales charlas sobre la familia y su rol en la sociedad, el Fiscal preguntó:
–¿Señor, insiste en divorciarse?.
–Sí –manifestó José.
–¿Usted, señora, insiste en divorciarse?.
–Solamente si no pierdo la pensión.
–Al divorciarse, usted pierde lo que le corresponde como esposa –aclaró el Fiscal.
–¡Entonces no me divorcio! –concluyó tajantemente, la mujer.
Y la acción judicial de divorcio quedó sin efecto. Ella satisfecha y él con la rabia en la sangre, abandonaban el despacho fiscal, José no pudo más, y mientras los dos caminaban entre reclamos e insultos, aplicó una patada a la mujer, y cuando iba a rematar con otra, intervino un policía dejando al hombre con la ira encerrada, que tuvo que marcharse a beber.
Y en adelante, José y su abogado iniciaron una práctica de hostigamiento dirigida a la mujer y sus padres. Y después de un año, Dona buscó a José.
–Quiero hablar contigo, cosas íntimas –dijo ella.
–¿De qué se trata?.
–Eres poco hombre para aceptar mi propuesta.
–Habla, estoy dispuesto a escucharte.
–Quiero hacer el amor contigo.
–¿Y tu amante?.
–Nunca me acosté con él, fue sólo para darte celos.
–Pues bien, vamos.
–Primero llévame a bailar al Refugio, y después me llevas al mejor hotel.
–De acuerdo, lo que tú digas.
No bailaron, se emborracharon en El Refugio, y él se registró en el hotel con un falso nombre, conservó el comprobante, pero aquella noche ella evitó por todos los medios se realice el acto sexual. Posteriormente repitieron el incidente, y entonces sí se entregaron. Sin embargo ella seguía saliendo con el amante, pero José ya tenía bajo la manga la causal de divorcio, y la buscó persistentemente hasta que por fin.
–Ya es tiempo que nos divorciemos por las buenas.
–Yo no quiero divorciarme de ti –manifestó ella.
–Tú tienes al hombre que amas.
–Pero el muy desgraciado sigue con su mujer.
–Sin embargo, preferiste al hijo de puta.
–Si pues, yo no sabía, él me mintió. Además tú tienes la culpa, te faltó paciencia, debistes insistir, yo nunca lo quise.
–Eso debiste analizarlo antes. Ahora, ¿me das el divorcio o te inicio un juicio por adulterio, y perderás todo?.
–¿Adulterio?, no tienes pruebas.
–Claro que las tengo, los comprobantes de hotel.
–No me hagas reír, ja, ja. Sólo contigo he salido.
–No son comprobantes míos.
–¿Entonces?, no hay otros.
–Si dudas, aquí están las copias fotostáticas.
La mujer cogió las copias, las examinó, y exclamó endiabladamente sorprendida:
–¡¡Son copias adulteradas!!,  ¡eres el peor de los hombres que he conocido!, ¡pero te voy a enjuiciar!, ya lo verás, me vas a pagar muy caro, no sabes quién soy yo.
Ella se marchó lanzando insultos, tropezando con una y otra persona se perdió entre el gentío. De alguna manera los comprobantes eran adulterados, como correspondía, pero estaban registrados y constituían prueba legal.
Y complacido se marchó, directo a la oficina postal, escribió algo para Dona y lo depositó. En aquel papel de fondo rosa se leía lo siguiente:

¿Y retornas a mí fresca como una lechuga, me hablas que fui y soy el único en tu cuerpo?, es inútil discutir con tal mujer que mintió, trasciende nauseabundo y manoseado tu amor traidor. ¡Todo hombre sabe cuándo ha sido traicionado!, si calla es por pudor, si busca al contendor es inferior, si se repite la asquerosa copa no tiene honor, si maltrata a la infiel es animal, si se marcha es hombre cabal. Traidora, ruin, asco me dio tu entrega. No supiste respetar ni al que satisfizo tu anormal inclinación ni al que te finges fiel en constante obstinación.

Después de consumado el divorcio, inexplicablemente nació en José un comportamiento homicida en contra de su ex esposa, que poco a poco fue extendiéndose a todo aquel, que a su entender, manifestaba una conducta insana.
Ya sé, me ubico en el local frente al café, espero que ingresen y se acomoden, entonces entro y liquido a los dos, primero él y luego ella.
No, no, mejor primero ella y a él ¡lo mato a pausas!, con varios disparos.
¿Y si ya no van al café?, mejor espero junto al negocio que ella tiene.
No, mejor averiguo la dirección del cuartucho donde viven, la alcahueta de la comadre debe saber.
¡Carajo!, aunque sería bueno llevarme a la suegra con ellos, ella tiene la culpa por encubridora, se quedaba con mi hijo para que la puta buscara otro marido, pues si quería otro marido ¿porqué no se divorció primero de mí?. Y yo que siempre fui y soy fiel, ¡como un estúpido!.
Me llevo también a la comadre, alcahueta asquerosa que bautizó a mi hijo sin mi consentimiento, y que además me hizo muchas veces hostigar con los corruptos de sus amigos policías. Así, ir a la cárcel por varios, vale la pena.
¡Ah!, pero también tiene la culpa el abogado, por defender a la adultera y al vividor que la sedujo.
Haciendo planes emprendió el acecho. Una noche la pareja caminaba por una de las céntricas calles,  los dos abrazados y ensimismados en su relación, luego ingresaron a la discoteca Refugio, se ubicaron en una mesa del segundo piso. José que iba siguiéndolos de cerca, a hurtadillas ingresó tras de ellos, ocupó la mesa aledaña, junto a la ventana, las semidesnudas meseras atendieron a los recién llegados. Al rato, el rival de José se levantó y enrumbó al baño. Los vivaces ojos de la mujer recorrieron el local, tenía el vaso en la mano, la mirada se detuvo en la mesa de José, éste ya empuñaba el revólver dentro del bolsillo derecho de su chaqueta, listo para ser usado oportunamente. Ella presagió un macabro encuentro, se incomodó sobremanera respirando como cansada, repentinamente soltó el vaso y se puso de pie bruscamente. Su amante llegó, pero ella echó a correr rumbo a las escaleras y desapareció, el tipo miró a uno y otro lado, y finalmente se marchó de prisa tras ella. José permaneció junto a la ventana y frente al mar, ignorando a los ebrios danzantes del local, para emborracharse en afán de ahogar su rabia, mientras contemplaba las luces de las bolicheras ancladas allá entre el malecón y las islas.
Otra noche la pareja caminaba por una de las calles cercanas a la casa de ella, José se acercó cuidadosamente por atrás, llevaba el revólver en el bolsillo acostumbrado, el dedo en el gatillo, tres metros de distancia lo separaban de la pareja, luego dos, él los tenía ahí, a su merced. Un diálogo pudo escuchar en la pareja, palabras soeces apuntaladas con risas; el odio se apoderó aún más del acechador, la venganza era un hecho. De repente ella dijo:
–Nunca quise a mi marido, pobre sonso, ¡estaba tan creído!.
José reaccionó en último momento, abandonó su intento, pero se sintió el ser más despreciable de la tierra.

La mañana de un día domingo, mientras José tomaba la ducha en su apartamento de soltero que le había conferido la Empresa, oyó una acalorada discusión entre una mujer y el guardián del complejo habitacional. Terminado el baño levantó la cortina de la ventana para mirar. La Negra, la meretriz era la protagonista, apostada estaba en la puerta principal con una criatura en brazos, de día claro y con sol se le veía como una mujer de treinta y tantos años.
–Está prohibida la entrada a las mujeres –sentenció el guardián.
–Es,... que yo soy la mujer de José –respondió la Negra.
–¡Mentira!, José no tiene mujer, además te conozco, trabajas en la ranchería.
–¿Cómo te atreves?, espera a que sepa mi marido, me ha pedido que venga con el bebé para que me entregue la pensión.
–¡Veremos!.
El guardián caminó hasta la habitación del supuesto marido, tocó a la puerta y llamó insistentemente, pero José no respondió. Entretanto algunos habitantes del campamento que por ahí se encontraban se aproximaron a la Negra, la meretriz mostraba a todos el pequeño hijo mientras ellos disimuladamente se codeaban. Nada que ver, y las cejas qué, bueno tal vez. Después de una hora por fin abandonó el lugar.
Durante toda la semana en curso José buscó iracundo  a la meretriz por toda la ranchería del mulle, a la par soportaba las chacotas de sus compañeros de campamento.  ¡Ponla a trabajar pue compadre, y no cobres a los amigos!.
–Sé que andabas buscándome. Dos años que no te veo.
–Estuve cuidando a nuestro hijo –respondió la Negra.
–¿Nuestro hijo?.
–¡Claro, pue!, y no te acuerdas, tengo un hijo tuyo y necesita comer y vestirse, pero tú ni un tarro de leche, ni siquiera te has preocupado por buscarnos.
–Yo nunca he procreado un hijo contigo.
–¿No te acuerdas?, fue en el hotel del malecón, estabas borrachito. ¿Te acuerdas que te encontré en “El Copa”.
–¿Bromeas?.
–No es broma, si no me das la pensión por alimentos, la próxima semana conversaré con la asistenta social de la Empresa donde trabajas.
–¡Escucha!, no podemos hablar esto aquí, vayamos al hotel del malecón.
–Claro amorcito, vamos, al mismo cuarto, ¡qué romántico eres!.

–Espera, primero fijemos lo de la pensión –propuso él.
–¡Eso lo arreglamos haciendo el amor! –contestó la mujer mientras se quitaba afanosamente la ropa, y sus aceitunas y amorfas carnes se iban descolgando, luego se dirigió con lento bambolear hacia su víctima, él disimuladamente cogió el arma que llevaba camuflada en sus ropas, cuando la fémina se lanzó a la acción amatoria José encañonó en la frente de la mujer. Inicialmente ella se aterrorizó, pero luego se sobrepuso.
–Deja ese juguete, amorcito –pidió sonriendo, la Negra.
–Te he buscado toda la semana para matarte, por haberme dado un hijo falso.
–¡Es tu hijo! –refutó la Negra.
–¡Las putas venden su cuerpo y en la venta no procrean hijos!.
–Es que yo,... he querido tener un hijo tuyo, ¿acaso no puedo enamorarme?.
–¡Apestas, me das asco!, ¿cómo crees que voy a soportar tener un hijo contigo?.
–¡Sólo los borrachos como tú, apestan!.
–¡Y las putas como tú apestan en cuerpo y alma!.
–¡Si no me das la pensión te juro por mi puta madre que hablo con la Asistenta, y si no me escucha te denuncio!, no sólo por la pensión, también por intento de homicidio –amenazó rabiosa.
–No hay intento de homicidio. Observa bien, mira como descargo el revólver. Una... dos... tres... cuatro, cinco, seis; son seis balas –tranquila y lentamente descargó el treinta y ocho,  contando una a una las balas.
–Papito, me has hecho una broma muy pesada, me asustastes –interrumpió la fémina.
–Ahora observa. Voy a cargar una sola bala. ¡Bien, ya está!. Giro el tambor de tal manera que ya no sé dónde se encuentra, en seguida te coloco el cañón  en la frente, y si gritas disparo. Ahora dime: ¿dejarás de molestarme? –preguntó fríamente el hombre, con el mortal y helado hierro rozando la frente de la sorprendida Negra.
–No digas tonterías, ¡oye!, no lo hago por mí, es por nuestro hijo –respondió temblando la mujer, tratando de serenarse en lo posible.
El rostro de José se transformó al escuchar el ardid, ¡y apretó el gatillo!, providencialmente el proyectil no salió, y volvió a preguntar decidido a terminar con aquel bochorno.
–¿Dejarás de molestarme?.
–¡Sí!, ¡nunca más lo haré! –respondió la mujer.
–¿Recuerdas al homosexual que peleó con su marido? –inmediatamente volvió a preguntar, y ella respondió afirmativamente con la cabeza.
–Me da gusto que lo recuerdes, ahora soy el  marido.
Lo dicho por José infundió un miedo infernal en la mujer. Y, ante la mirada nerviosa de ella volvió a cargar pacientemente el revólver, le ordenó que se vistiera y la sacó por delante, abandonándola en la puerta principal de aquel camuflado burdel.

–No es así, güevón. Era su hijo, la Concha de Fierro sabía. ¡Me vas a decir a mí!. Yo lo aconsejé para que salga del paso. Yo, ahí esperando, sino, ¿crees que lo hubiera hecho?. Muy ingenuo y miedoso, el cojudo. Cualquier problema lo mandaba al suelo. ¡Güevón!. Además se enamoraba de cualquier cochinada, ¡hasta de los maricones!, ja ja ja, mejor no te cuento. Yo he tenido mejores hembras que él, ¡y sigo!. No es así como dices.
–Bueno, así está.
Así está qué. ¡Anda güevón!, mejor dame tu carro paque lo laven, está recontra cochino.
–No puedo, me han invitado al Viernes Literario y tengo que ir.
–(..., güevadas, carajo, ...)

Desde entonces la Negra dejó de asistir a su centro habitual de trabajo, se la veía por las noches ofreciendo sus servicios en un céntrico bar, a toda luz, a una cuadra de la Comisaría Central de Policía.  

José empezó a frecuentar el restaurante Ranchero, en la tercera cuadra de la calle Manuel Ruiz, mayormente los sábados. Allí se reunían algunos solterones para departir, y no era un club, precisamente, como el que había programado al recibirse de ingeniero. Conversaban de la vida, mientras comían un cebiche o tomaban unas cervezas, anécdotas de cada uno, que algunas veces hacían estallar en carcajadas y otras en llanto. José Porturas, sexagenario, nominado el decano del grupo, amigo de algunos negociantes pesqueros de quienes conseguía una propina por su actitud acomedida, solía decir que la Reforma Agraria lo hizo cagar verde sin ser loro. Y por eso aquí me tienen, tres veces casado, calvo de tanta sopa, y sin un perro que me ladre, pero no me siento una mierda, ¡solamente dos metros bajo tierra me cagan a mí!. Por ahí frecuentaba también Lucho Taramona, hermano de madre de Ranchero, con la misma historia, y además saltando como grillo después de cada borrachera, por lo que tenía que curar con más trago, llevaba con él vino artesanal a granel para venderlo, su único ingreso de aquellos tiempos, ah, pero también fue ingeniero durante el gobierno aprista. ¡Yo, nada de cojudo!. Y Paco Emé, el único casado, contemporáneo y primo hermano de José por el lado paterno, jodido también por la Reforma Agraria, pero caminando de la mano a cuestas con los suyos, mas cuando conseguía algún dinero se separaba de su mujer para disfrutarlo. Y el negro de Chiclayo, Lucho Santa María, tremendo apellido de los grandes del norte, pero el negrito venía de una cuna muy humilde, vendía turrones chiclayanos a los pasajeros de los ómnibus interprovinciales. Y ahí pues, todos resultaron unidos por el destino, o por esos sentimientos de guardado dolor que necesitaban compartir.
Reina, que seguía muy de cerca la vida  de José,  pasaba todos los sábados por la puerta del restaurante haciendo lo posible por dejarse notar; tanto pasaba por ahí saludando efusivamente con la mano en alto, que los amigos llegaron a identificarla con familiaridad. ¡Esa rubia al pomo se muere por ti, carajo!, o por mí, pero se muere. Así, una vez llegó vendiendo tarjetas de pollada para el siguiente sábado, pero todos andaban sin dinero, y sólo dejó una para José. Y el día previsto llegó por él.
–He venido a llevarte a la pollada –dijo ella.
–Estoy departiendo con mis amigos.
–Yo también soy tu amiga, y de muchos años, ¡ah!.
–Está bien vamos, pero que conste que poco me agradan las polladas.
–No te preocupes, hay cerveza por cajas. Ja, ja.
Tomaron un taxi y se dirigieron a un barrio marginal.
–Oye José, Dona se separó del vago de su marido, pues, ¿sabías que se compraron una camioneta de segunda?, ja ja, lo votaban a tu hijo atrás porque se peleaba con el hijo del pata, ¿cómo lo ves?. La compraron a nombre de él, ¿y ahora ella?, sólo se ha quedado con el negocio de siempre, dice que vende la mejor ropa para damas. Tu plata, José, tu plata, ja ja, nadie sabe para quién trabaja, ¿no?.
Se detuvieron frente a una casa de dos pisos, y subieron al segundo. Reina invitó a José a sentarse a una mesa, según ella, reservada para él. Sirvió la pollada, aquella porción de carne de pollo a la parrilla que va con papas y ensalada de cebolla y lechuga, se sentó junto a él, y después de comer continuaron tomando cerveza, entre bromas y risas. Él se quedó dormido, sentado como estaba. Ella pidió ayuda a un amigo de su entorno, y entre los dos cargaron a José hasta la calle, donde lo subieron a un taxi.
En un momento resultaron ambos en plena acción sexual, y satisfechos se quedaron dormidos. José despertó en horas de la madrugada y confundido buscaba la puerta para dirigirse al inodoro, cuando escuchó una voz.
–Amor, prende la luz, ¡ah!, no sabes donde está, yo la prenderé.
La bombilla se prendió y José se dio con la tremenda sorpresa, había compartido el lecho de su amiga.
–¿Qué ha pasado? –preguntó sorprendido.
–Lo que pasa cuando duermen juntos un hombre y una mujer, no te hagas el ingenuo, ¡oye! –respondió ella entre ahogadas carcajadas.
–Pensé que se trataba de un sueño erótico, uno de tantos, ¿Y si sales embarazada? –preguntó casi sin aliento.
–No creo –contestó ella, a secas.
–¡Está bien, es tu problema, en cuanto a mí, me marcho! – afirmó él en tono amargo, y con sentimiento de culpa abandonó la habitación de Reina.
Pero había probado el sexo que aquella mujer voluntariamente le brindó, sin condiciones previas ni compromisos que afrontar, él andaba solo y reprimido en sus deseos, y en un arrebato por repetirse la receta, llegó hasta el apartamento de Reina la noche del siguiente fin de semana. Iba borracho el hombre, con las ganas en su punto, la temperatura muy subida, y el sexo por estallar al primer roce, o talvez sólo con tocarla,  y al no encontrarla, forzó la cerradura e ingresó para esperarla. Impaciente trataba de serenarse, pero pasaban por su mente una y mil formas de poseerla, no le era atractiva, pero qué importaba, con tal de sentirse complacido esperaría. Pero ella no llegó. La borrachera pasó y las ganas también. Abandonó el departamento con el rabo entre las piernas, avergonzado por no haber podido controlar su instinto carnal.
Durante toda la semana siguiente, intermitentemente llegaba a su mente aquel encuentro sexual frustrado, eso y el complejo de culpa por haber violado la cerradura, no podía creer que había llegado a tanto, a su entender estaba incumpliendo ciertas normas de conducta personal. Entonces decidió   buscarla
en su vivienda.
–He venido a presentarte mis disculpas, estaba borracho y violé tu puerta –dijo con acento amable.
–No hay problema, te voy a entregar una llave para que ingreses y me violes cuando quieras, ¡ja!, ¡ja!...
–No la necesito, es más, he venido a decirte que lo que pasó entre nosotros no es correcto –replicó él, evidentemente molesto.
–Yo no tengo ningún problema –dijo ella, muy suelta de nervios.
–¡Pues yo sí!, no me inspiras amor –afirmó él, más molesto que antes.
–Ya aprenderás a quererme –manifestó ella, casi susurrando.
–El amor nace con la atracción, no es algo que se aprende –lo sustentó José, tajantemente.
–¡José!, yo te quiero, y no te causaré ningún problema –le dijo ella, muy fresca y sonriente.
Y así, poco a poco ella se le fue acercando, hasta despertar en él deseo sexual, terminaron en la cama, y luego del gusto, él dijo suavemente:
–Lo que no quiero es tener un hijo sin amor.
–No te preocupes, lo haremos cuando aprendas a quererme –respondió ella, casi como un arrullo.
–Si me sorprendes con la noticia de que vas a tener un hijo mío, ¡te juro que te mato! –lo dijo como autodefensa.
–¡No pienses así!, no sucederá, salvo que tú quieras –respondió ella, como un sedante.
–¡Lo que quiero es que entiendas que no bromeo! –amenazó.
–Si me matas irías a la cárcel.
–Qué importa, pagaría mi condena –dijo, desfallecido.
–No te hagas el difícil, no puedes negar que quieres dormir conmigo.
–...
–¿Sabías que Dona ha vuelto a estudiar secretariado?. Quiere chapar con el jefe que tenga, seguramente. ¿Qué más?.
José siguió sin contestar, algo de culpa había en él, poco a poco el sexo de la mujer lo había sometido; sin embargo decidió no volverla a ver, y se marchó.


V

José creyó que lo sucedido hasta entonces era una de esas malas jugarretas del destino, y libre ya, en cuanto a su estado civil, se lanzó a la búsqueda de una mujer con quien poder contraer matrimonio y formar un hogar “como debe ser”, porque así lo habían inculcado desde muy niño, con eso de no burlarse de la buena fe de las mocitas. El deseo sexual lo exigía y la soledad también. Sus amigos de parranda le sugerían que tendría que ser una de esas mujeres de silla y carga, que no se quedara como un elegante caballo de paso, “¡Una serrana!”, reían aconsejando mientras apuraban algún vaso de cerveza para aliviar las penas.
–¡Oye primo, la mujer es como el caballo!.
–¿En qué sentido?.
–Depende del jinete.
–Eso, no lo dudes.
–Sólo hay que saber elegir al animal, pecho abierto, anca redonda y suave al montar.
–Dicen que mi ex mujer se hizo secretaria y consiguió empleo. Anda de amores con el pelado de su jefe.
–¿Te preocupa la loca esa?.
–Para nada.
La idea de que sería una serrana, martillaba día a día en su cabeza, se imaginaba que compartirían comidas y costumbres típicas de los primeros años de sus vidas. Pero el tipo tenía gustos especiales por la féminas, de ojos claros, esbeltas e instruidas, y también tenía la debilidad de enamorarse a primera vista, lo que no le permitía entrar en el mundo formativo de la candidata. Se le veía entonces en diversas fiestas costumbristas, allí previamente calentaba cuerpo bebiendo unas cervezas con ocasionales amigos, en unos casos, y en otros ingresaba previamente estimulado con los amigos de siempre, pero nada, solamente los bolsillos vacíos daban testimonio de infructuosa búsqueda.
–¡Oye, José!, –le dijo un amigo– en estas vacaciones vamos a mi pueblo, llegan buenas hembritas, y para qué, bien liberales.
–Pero si llegamos a ir, tendremos que dejar de chupar.
–Tú tienes la culpa, lo primero que haces es levantar el vaso. Las hembritas se desilusionan, “ese pata es guayacol”. Primero ellas, y luego nos podemos agarrar a botellazos.
Los amigos prepararon el viaje, los pronósticos para la fiesta del patrón Santiago eran de lo mejor, cada uno marchó por su cuenta y allá se encontrarían. El ómnibus se desplazaba serpenteante escalando la montaña por el polvoriento camino que conducía al pueblo, en viaje nocturno para atenuar el calentamiento de la máquina, abarrotado de pasajeros, las mochilas en los pasillos, y entre ellas parados los fiesteros más osados. Ocho horas de viaje en evidente incomodidad, pero desapercibida al fin por el delirante deseo de regocijo, unos por conseguir pareja, otros por exhibirse emborrachándose en su pueblo, y el resto por fe al santo patrón. José se imaginaba en compañía de una dama, en actitud decente, sin probar siquiera una copa, compartiendo un helado al natural, sobre todo sabiendo que allí nadie lo conocía.
–¡Qué bonitos ojos tienes!.
–Son naturales.
–Por eso.
–¿Cómo te diste cuenta?.
–Aprecio lo natural, de lo contrario no me hubiese acercado a ti.
–Mira que yo soy poca de tener amigos así nomás.
–No sé que pasó, pero me sentí atraído por ti.
–Qué bien que tú no tomes, porque la mayoría de hombres llegan de frente a la cantina.
–Es que...es que.
Ensayando alternativas de conquista, ensimismado en los encantos de la mujer que encontraría, haciendo planes para casarse de nuevo, iba el hombre. Tan concentrado, que el bambolear del viejo vehículo, los abismos aterradores, las cruces de los difuntos sembradas en la peligrosa carretera, y una atmósfera asfixiante saturada de gases humanos y polvo, eran soportados con paciencia, sin un leve gesto de inconformidad, como penitencia previa para alcanzar el fruto deseado. Por fin allá en la colina entraron a las primeras casas, juntos con el nuevo día, y el detonar de los cohetes al alba, que parecían darles la bienvenida, más la bocina activada por la diestra mano del chofer, una y otra vez con entusiasmo delirante, sacaron a los pasajeros del mundo interno en el que estaban sumergidos.
Se estacionó en la única plaza, el alboroto de los viajeros conjugaba con el de los lugareños que circundaban el vehículo con inaguantable curiosidad. La fiesta va estar buena, comentaban los de fuera, y los de adentro a través de las ventanas escogían curiosos algún rostro coterráneo conocido. Aquí pues la fiesta, la promesa de un amor, el regocijo, bajo el milagro del patrón. Media hora para abandonar el vehículo, y por fin un pie sobre tierra, y luego.
–¡Hola José!, ¡qué milagro!, la fiesta se pone de candela. –un amigo, un inesperado amigo, de tantos que estarían por ahí, llevaba la cara roja de tanto licor.
–Qué gusto de verte, no lo esperaba, hombre, ¡caray! –quiso simular emoción pero sintió como si el piso se le rompiera.
Siguieron conversando, haciendo remembranzas del pasado, burlándose de sus abultados vientres cuarentones, enterándose de lo que contemplaba el programa festivo. José tomó ambiente. Dejaron la mochila y pasaron a la cantina, llegaron más conocidos, del uno y del otro, de cuando en cuando salían a la puerta a contemplar a los danzantes callejeros y comentar sobre el garbo de las mujeres, que entrelazadas zapateaban por la calle del brazo de algún afortunado. Entre Pisco y Nazca, bamboleándose, José se fijó en una de las empedernidas danzantes, una que movió su interés, a tal punto que dejó a sus amigos y fue tras ella, esperó pacientemente el momento del relajo y se ubicó frente a la mujer a distancia prudencial, ansioso buscó su mirada, hasta que la encontró, una mirada verde y dulce de esperanza que salía de un rostro inclinado al costado derecho, y emanaba ternura y docilidad y sencillez. Y ahora qué, quedaron mirándose, embelesados, aturdidos, coincidentemente frente a la Iglesia, hasta que por fin, desinhibido por el licor, él se fue acercando, resuelto a conquistarla, al fin una serranita sencilla y dulce, no importa el resto, una serranita que a lo más ha pisado la costa.
–¿Cómo estás? –preguntó decidido.
–¿Me conoces?.
–¿Qué haces con estos tipos?, ven, baila conmigo.
–Más tarde, ahora estoy con ellos, son tíos de mi cuñada.
Los tíos se incomodaron, pero José no se inmutó, sintió que flotaba como en un paraíso celestial, ¿había encontrado lo que buscaba?. Feliz se retiró a seguir bebiendo y más tarde fue a buscarla, como loco entre el gentío, la buscó hasta el cansancio, y nada, y extenuado se fue a dormir.
Al siguiente día salió decidido a encontrarla, tropezó con uno y otro de sus amigos, pero el ahí los dejaba con la botella en la mano, y como quien la busca la encuentra, apareció por allá en el otro extremo de la plaza, iba hacia él, pero ya muy cerca quiso disimular el encuentro. A José se le obstruía la respiración, y no pudo aguantar, y la llamó decidido, acercándose a ella.
–¡Hola!, te había perdido –saludó mirándole a los ojos.
–Ayer estabas muy mal, me recordaste a mis hermanos y decidí hablarte –contestó ella con voz sencilla y dulce, levantando las cejas de huella digital.
–Fueron los amigos, tú sabes –se justificó bajando la mirada.
–Parecías uno de esos cristos que llevan un dolor muy profundo –dijo ella ampliando unos achinados y verduscos ojos debajo de cortas pestañas.
–No se repetirá –afirmó José recorriendo con su mirada el amplio rostro de la mujer, como si estuviera obligado a cumplir su palabra.
–¿Porqué?.
–Tú lo sabes –respondió él, con tibia y sumisa mirada, imaginándose pegado a los delgados y largos labios de ella.
–¿Yo?, recién te conozco –dijo ella, como para decepcionarlo.
–Yo, hace tiempo te buscaba.
Disimulos de parte de ella fueron muchos, pero no había nada que disimular, pasearon aquel día, cruzaron opiniones vagas sobre la fiesta y la disfrutaron, ella amablemente sonreía muy seguido, de oreja a oreja, y él correspondía y se esmeraba por ser más amable de lo que era, tan amable que a veces se enredaba. Se auscultaban con discretas preguntas respecto a que si tenían o no compromiso sentimental con terceros, tan discretas como para no resultar decepcionados en sus propósitos amorosos, ya para pasar el rato ya duraderos, él pensaba en algo serio y ella en lo que llegase.  Fue lo más hermoso que pudo suceder para los dos, él no iba bien vestido, toda la fiesta la pasó con un polo amarillo, una casaca negra, zapatos de campaña, y un pantalón a lo vaquero que no le caía bien circundando una abultada barriga de tanta cerveza ingerida, pero se exhibía gastando en cervezas, comida y golosinas;  en cambio ella..., con todas las razas encima, no mal ni bien parecida, una bien llevada cabellera corta, de piel blanca, eso sí, y de pequeña, rubia, “así era yo”, orgullosa de los zapatos costosos que calzaba, “son de boutique”, y disimuladamente orgullosa de su inteligencia, claro que sí. No se hicieron promesas de cuando se volverían a ver, porque sabían que se volverían a ver, sencillamente ahí dejaron su idilio flotando y cada quién se fue, igual que la fiesta patronal. Pero, para José no debería pasar mucho tiempo sin verla, y emprendió la búsqueda allá en El Puerto, ubicó la dirección en la guía telefónica, y no paró hasta volverla a ver, mas no se trataba de una serrana, sí hija de serranos, de a mucho orgullo. 
Sonia se llamaba, tenía treinta y tres pero su cuerpo de niña equilibrado con su rostro le otorgaban  veintiocho, los dos se enamoraron, se notaba a leguas; entonces él sintió tranquilidad y felicidad, pero muy pocos días le duró el bienestar. Cierto día en un restaurante campestre, los enamorados departían e intercambiaban vivencias, estaban muy alegres, pero, en un momento de inquieto deseo por orinar, José dejó a su enamorada, para cuando regresó encontró que un grupo de mujeres la atacaban. Eran las tías de Dona.
Sin embargo el incidente fue superado y los enamorados siguieron saliendo, hasta que una llamada telefónica sorprendió a Sonia.
–¡Hola!, soy la mujer de José, te llamo para decirte que te alejes de él, estoy esperando un hijo suyo.
–¡No te creo!, él está divorciado.
–¡Me creas o no, José es mío, y si no es para mí no será para nadie!.

–¿Y?, ¡tú te pasas!, vienes me haces el hijo y te largas, ya llevo cuatro meses.
–¡Tú me dijiste que no había riesgo!.
–¡Así pensé!, pero ya ves, ¡sucedió!, hay que cuidar a la criatura los dos, desde ahora –dijo, todavía muy molesta.
–¡Pero yo jamás te pedí tener un hijo! –contestó él, lleno de rabia.
–¡Es tu problema!, ¿porqué no te has cuidado?, yo no sabía –se volvió roja por la rabia.
–Escucha, tú has sido siempre mi amiga, jamás te pedí que fueras mi enamorada –aclaró él.
–¡Mira tú!, mi hermana ya sabe que estoy embarazada y quiere conversar contigo –amenazadoramente habló.
–¿Y yo, qué tengo que ver con tu hermana?, tú eres mayor de edad, ya pasas los treinta.
–Es que mi hermana sabe que estoy contigo, ¿acaso no recuerdas que fuimos a sacarte del restaurante Ranchero?.
–Sí, pero yo aún no había dormido contigo, tú eras solamente mi amiga.
–¿Amiga?, ¿tú crees que iba a perder mi tiempo y mi prestigio sacando a un borracho de la cantina?, ja.
–No me importa. No quiero problemas, estoy enamorado de otra mujer, ¡por favor, déjame rehacer mi vida!.
–¡Claro, ya sé de quién!, mientras ella te despide por una puerta, el otro ingresa por la puerta trasera a quedarse con la resabida de tu enamoradita.
–No creo sea capaz de eso.
–¡Tú nunca crees por eso te ponen los cuernos!, si no me crees pregúntale a tu prima Elena.
–Tus intenciones son siniestras, maldigo el haber caído en tu trampa. ¡Adiós!.
Pasaron los días, José evitó cualquier encuentro y conversación telefónica con Reina, el hijo de ésta nació por diciembre, ella comunicó el nacimiento a todos los familiares, amigos y compañeros de trabajo de José, en su obsesión por truncar la nueva relación amorosa que él tenía.
Sonia, poco tiempo atrás había concluido sus estudios universitarios de contabilidad, salió con el pie derecho para  laborar después de la fiesta patronal en una administradora privada de pensiones, tres años ya que el Gobierno había implementado el sistema. Las comisiones por afiliación le permitían obtener buenos ingresos económicos, y festejaba muy seguido bebiendo licor a carcajadas con sus compañeros de trabajo, jóvenes todos ellos, que poco tiempo atrás andaban reprimidos en sus gastos cotidianos. Siempre llegaba tarde a las citas que mantenía con José, no le importaba su relación sentimental, iba fastidiada por los asedios de Reina a los cuales se sumaron las opiniones destructoras de la gente de su entorno. Sus hermanos, principalmente. Y qué, si había empezado a tener vida propia. Él nerviosamente la esperaba, de cigarro en cigarro, “compraré un auto para no hacer el ridículo esperándola”. La relación comenzó a deteriorarse, ella ridiculizaba todos los defectos de su pareja, haciéndole sentir un pobre diablo.
–Eres deprimente, un hombre con demasiados problemas y simplón como dice mi papá .
–No creo haber buscado yo los problemas, de otro lado si llamas simplón a la sencillez, estoy conforme.
–¡No me hagas reír, oye!, nadie habla bien de ti, además no me gusta que frecuentes el urinario.
–Talvez sea mi estado de nerviosismo.
–¡Ni que fueras un chiquillo!, de otro lado me gustan los hombres más alegres, con lenguaje juvenil.
–¿Qué tipo de lenguaje?.
–Por ejemplo dime: ¡Te quiero como mierda!.
–Mejor te digo algo más hermoso: ¡Te quiero como mierda, olvidarte ni cagando!.
–¡Eres un vulgar!. Disimula tu vulgaridad, oye.
–Simula que eres una mujer decente, tú.
Ella montó en cólera, pero terminó pacientemente su comida. Qué tal cólera, cólera de actor. Luego se puso de pie y se marchó del restaurante como alma que lleva el diablo. Y el hombre como un idiota tras ella, adormecido por el amor la siguió para vigilarla, para que no le sucediera nada, y si algo pasaba él estaría ahí oportunamente para defenderla, para liarse a trompadas o a puñaladas con cualquiera, hasta morir con honor por su amada. ¡Qué cojudo!.  La siguió hasta que ella abordó un taxi. Entonces no podía dejar que su incomparable amada corriera el riesgo de ser violada por el taxista, y la siguió en otro taxi, sin perderla de vista, hasta su casa. Y no contento con ello esperó ahí fuera, pegado a la pared de madera y esteras hasta que ella apagó la luz de su habitación, dando señales de que por fin se había calmado y se quedaría dormida. Y al otro día la buscó porque no quería perderla, que si la perdiera, alguna vez al encontrarse con ella y mirarse mutuamente embelesados, por fin él preguntaría:
–¿Te casaste?.
–Sí, me casé, cansada de esperarte.
–¿Eres feliz?.
–No, ¿y tú?.
–Tampoco.
–Ves, la culpa es tuya.
–Tú te marchaste.
–Y tú deberías insistir, deberías buscarme, te faltó comprenderme, tratarme con sutileza, así pues quise olvidarme de ti y me casé.
Por eso él siguió buscándola, con persistencia, soportando sus caprichos y vulgaridades, tragándose la vergüenza cuando ella lo echaba de su casa,  hasta que llegó el año nuevo. Y aquella madrugada borrachos de licor y de deseo, con el pretexto del amor, se entregaron a los brazos del placer. Suspendida la regla practicaron el diagnóstico de embarazo, y ante el resultado positivo ella protestó y reclamó con su verde mirada a un costado.
–¡No debo tener un hijo!, así es que busca un médico para que me practique el aborto.
–Si te practican un aborto corres el riesgo de no quedar bien.
–¡No importa!, yo tengo que trabajar, ahora tengo un mejor empleo en el Banco del Trabajo, y no quiero un hijo.
–El aborto es un delito.
–¡No seré la primera, hay muchas mujeres que se someten y muchos médicos que lo practican! –dijo, siempre evitando mirar de frente, una mirada de vergüenza, de duda, pero también de desprecio.
–Me niego a la práctica –dijo él, tratando de buscar la mirada de la mujer.
–¡Entonces, no me quieres? –habló Sonia con simulada ternura.
–Si no te quisiera, aceptaría.
–Tú no me quieres, así es que decide ahora, ¿aborto o terminamos? –dijo ella chispeando de rabia, su respiración la de un toro enfurecido.
–Está bien, iremos al médico que tú prefieras.
Fueron con el médico, acordaron el costo y fecha de la práctica, llegado el día José argumentó no tener los quinientos soles para pagar la operación, ella ahí mismo terminó con él y emprendió una soberbia huída, y en adelante no se dejó ubicar.
Pero José insistía en verla, la buscaba sin conseguir hablar con ella. Para consuelo propio se acercaba el cumpleaños de su amada, la enviaría flores  a su centro de trabajo, a su casa, al baño de ser posible, para que ella se diera cuenta que él siempre la llevaba en su mente y atada a su corazón. Escribiría un ¡te quiero! en las paredes adjuntas a su casa, en las paredes de estera de la misma, o en el piso de tierra de la calle que obligatoriamente pisaba, por último en el Cerro de la Paz,  para que su adorada, antes de marchar al trabajo y al regresar por la noche, pudiera nutrirse con aquella expresión de amor. Y así pues la envió flores, un hermoso arreglo que el mismo presenció, y después se aseguró para que llegara hasta allá donde ella laboraba. El mandadero llegó con el ramo hasta ahí,  preguntando por la dama, ¡ella lo rechazó!, pero los empleados conmovidos por el imponente arreglo distribuyeron el mismo en las diversas ventanas del recinto. José, a escondidas, contempló incrédulo el desprecio evidenciado en el fraccionamiento de aquello que con amor ordenó.
Esperó el fin de semana, por la noche, y mientras bebía licor cruzó por su cabeza la idea de visitar a Sonia. Conduciendo una camioneta enrumbó a la casa de ella, al no ser recibido pensó que estaría con el otro, con el que había mencionado Reina. Decepcionado se encaminó rumbo a una céntrica discoteca, para continuar bebiendo en compañía de dos mujeres, y a eso de las dos de la madrugada las invitó a divertirse en la playa. Era verano, como loco cruzó la ciudad, y en una intersección de calles un camión pasaba veloz por la transversal, José sonrió, y.
–¡Adiós perro mundo! –gritó.
–¡Ayyyyy...! –gritaron a una, aterrorizadas frente a la muerte, las mujeres que lo acompañaban.
–¡No es justo que dos putas paguen por una! –exclamó el hombre, torciendo todo el timón a la derecha y frenando a la vez.
Sin embargo la maniobra desarticulada por los efectos del licor, llevó al vehículo a estrellarse  contra la casa de la esquina; las mujeres bajaron y se apresuraron a tomar un taxi. José maniobró hasta poner en marcha la abollada NISSAN roja, doble cabina, e inmediatamente se marchó a estacionarse frente a la casa de Sonia. Quedó dormido en espera de socorro que viniera de su amada.

–No es así, güevón. El cojudo se chocó porque no sabía manejar, ¡si yo lo estaba enseñando!, sólo que se emborrachó y se dio de bacán. Ahí están las consecuencias. Yo sé de carros, yo he tenidos dos, míos, tengo dos, sólo que están en el taller, yo lo ayudé a escoger la camioneta, de segunda pero buena, era de una hembrita que yo tenía, ¡pero como tenía dos!, le supliqué una para mi primo, pero el muy pendejo salió después con el cuento de que yo agarré bien en esa compra, nada, güevón, yo de buena gente, el quería comprar una TOYOTA 4x4, pero para qué. Lo enseñé a manejar, más bruto el cojudo, ¡no podía aprender!, ja, ja, ja. Apenas se chocó, mi tío Victorio me llamó, a mi teléfono, “hijo ven, el cojudo ese se ha chocao”, yo llegué con mi hembrita. ¡Uuuuuuuuh!. Mi hembrita se tapó la cara y lloró al ver su camioneta hecho una mierda, porque quedamos en que nos preste, no nos prestó el cojudo, sólo una vez. Me quedé hasta que arreglaron la camioneta y todavía lo llevé hasta su pueblo. Siempre lo ayudé, ¡a todos!, pero así es pue, no agradecen.
–También le sacaste buen dinero por la licencia de conducir, y desapareciste con todo.
–No es así, güevón. Yo le di todo el dinero a otro pata delante del cojudo de José, el pata se iba a encargar y no yo , y el muy pendejo desapareció.
–¿Y el dinero que te prestó?.
–No voy a estar ayuda y ayuda gratis, pue güevón, tú que fueras.

Ella al percatarse del accidente, maldijo el momento en que lo conoció, para qué un tipo así, acosador y persistente, deprimente y lleno de problemas el muy baboso, con dos mujeres, porqué tuve que acostarme con él, y encima no quiere que aborte, el muy sinvergüenza, mis padres, mis padres qué dirán, yo me eduqué sola trabajando en una y otra cosa, sólo Dios sabe de qué manera, para ser profesional y conseguir un buen empleo, para que mi madre no sufra, para poder arreglar la casa, ¿cómo, ahora?. Tendré un hijo del hombre que me guste, para mi vejez, ¡pero ahora no!.  Mis cinco hermanos mayores todos un desastre, sin empleo fijo, y cuatro con mujer, los muy sinvergüenzas amontonados en la casa. Mi hermana menor tiene que ceder a los requerimientos amorosos de uno y de otro viejo para conseguir algo,  el sueldo de profesora le queda chico, y no se siente feliz en la intimidad con ellos, ¡Dios mío, qué problema!, yo sí, busqué un joven menor que yo, lo pasábamos de las mil maravillas, lo tenía a mi merced, cómo no si sólo terminó la secundaria, estaba libre de compromisos pero yo lo empujé a trabajar en algo, yo tengo la culpa, y se marchó a la selva, consiguió empleo con sus tíos, quiso que fuera con él, yo no acepté por quedarme con los míos; para olvidarme de él me fui para la sierra a divertirme un poco en compañía de mi cuñada, ella quería que me comprometiera con su tío, pero para qué un cincuentón, y apareció éste, pensé que ahí todo terminaría, y nada. A mi papá no le sale aún la jubilación, y así le saliera nunca se preocupó por la casa, cuando trabajaba en la pesca lo pasaba tomando con sus amigos y los traía para terminar emborrachándose aquí, a nosotras nos miraban con ojos de deseo y hasta se tomaban la libertad de piropearnos, mientras mi madre cocinaba para ellos. Con tantos problemas que tiene el desgraciado de José, más que seguro que le quitarán la mitad del sueldo por alimentos. No, yo no quiero saber nada con este tipo, dice que no le gusta tomar, sin embargo cuando ve la cerveza se sirve vaso lleno y toma como desesperado. Tengo que abortar, ya lo he decidido. Que siga esperándome como siempre, llamaré a su tío Victorio que venga a llevarse a éste.

Queriendo olvidar todo, José inició una nueva relación con otra mujer, la flaca no estaba mal, sus veinte censillos años trascendían provocadores por sus cuatro costados. Fue una noche, cuando paseaba con ella, que pudo descubrir a Sonia con otro hombre en actitud amorosa, sin duda era él, el que laboraba en la selva. Por fin cada quién buscó encontrar el olvido a su manera. ¿Abortó o se lo cargaría Sonia la responsabilidad de su embarazo a su muchachito?, tal interrogante explosionaba en el cerebro de José, y trataba de suavizarlo tomando licor mientras la flaca lo consolaba.

–¡Hola!, ¿sabes quién te llama?.
–¡Sí!, ¡Sonia!.
Contestó el cojudo, sorprendido y al mismo tiempo feliz, reconoció la voz al instante, y después de cuatro meses.
–Pensé que ya te habías olvidado de mí –asintió Sonia.
–¡No!, ¡difícil olvidar! –contestó José muy emocionado, el corazón parecía escapársele por la boca.
–Bien, te espero a las cinco de la tarde, frente a la Iglesia, quiero conversar algo muy importante contigo –invitó ella.
–¡Ahí estaré! –aceptó José sin ocultar su alegría, y se quedó soñando con el auricular pegado a la oreja.
A las cinco estuvieron frente a frente, el embarazo era notorio, él la contempló embelesado y ella correspondió con rostro sonriente, no dijeron más. Fueron a pasear y luego a comer, y sin mediar explicaciones resultaron amorosamente reunidos y haciendo planes matrimoniales.
Había recuperado nuevamente su estabilidad emocional, por enésima vez, y se olvidó pronto de la relación intermedia que tuvo con la flaca, ignorando el daño que pudo ocasionarla. Eres un baboso, le dijo ella, pero te deseo lo mejor. Sonia de la misma y estúpida manera: Eres una puta, le dijo el otro, búscame siempre que puedas. ¡Perro mundo!.
Por su parte, Reina seguía hostigando a la pareja, y amenazó con interrumpir la ceremonia matrimonial de llegarse a realizar. Por aquellos días Dona visitó a José, le pidió  que abandonara su decisión de casarse y reanudara con ella una convivencia, situación que José rechazó; sentía repudio y asco por ella. La negativa encolerizó a Dona e ingresó a la Empresa un recurso comprometedor, lo acusó de utilizar su alto cargo para manipular la pensión de manutención, poniendo en serios aprietos laborales a su ex marido.
Has sido una tonta, me dicen todos, no debistes renunciar al cincuenta por ciento que te correspondía, no debistes divorciarte. Así pues, creo que he sido una tonta, pero lo hice pensando en el hombre ese que parecía buena gente y me ofreció matrimonio, pero nada, me quería para su querida, ¡pobre mierda!, igual que el otro, igual que todos. José es mejor, ahora me doy cuenta, si no regresa conmigo seguiré denunciándolo hasta cansarlo, después vendrá, quién aguanta tanto. Soy mejor que Reina y que Sonia, esas mujercitas no me llegan ni a los tobillos, ¿qué habrá visto en ellas?, profesionales dicen, y no tienen ni donde caerse muertas. Seguiré buscando a José antes que se case, tendrá que volver conmigo, sucede, mi tía Anastasia se casó muy joven, como yo, y rápido se separó, cada uno puteó por su cuenta, por años, y ahora están juntos. José no podrá olvidar que fue mi primer hombre, aunque nunca me lo dijo, de repente ni cuenta se dio el muy baboso, creo que no se puede olvidar al primer hombre, por eso tengo mucha rabia, lo quiero ver muerto, ojalá consiga un hombre mejor que él, me paso por su delante. ¡Los hombres que ha tenido Reina!, ¡virgen para el burro!, no creo que José de borracho haya caído en el cuento, la otra, la tal Sonia, de esos barrios de él, peor, por ahí empiezan a los diez años. ¡Qué rabia!, cómo me gustaría conocerla.
 
Por fin José y Sonia se casaron, ella lucía orgullosa un vestido rosa pálida que la mujer de su hermano mayor dijo que la obsequiaba, él un sencillo terno, el único que tenía, para qué más si se incomodaba cuando lucía uno.  Los primeros días vivieron en casa de los padres de ella, pero luego se trasladaron a la casa del tío Victorio. Nació por entonces la criatura, una bella niña llegó al mundo y Sonia retornó a vivir con sus padres, de quienes no quería separarse, decisión que afectó emocionalmente a José. La situación se agravó para él cuando se enteró que su hermana iría a vivir con su marido a otra ciudad, y su anciana madre se quedaría sola en el pueblo. Para colmo de males Reina le inició una acción judicial reclamando la paternidad de su hijo, y  a la vez arremetió contra él con un constante acoso de llamadas telefónicas a su centro laboral. El hombre vivía una existencia infernal, entonces tomó una drástica  decisión, renunciar a su empleo. Por aquellos días, los despidos laborales de la masa trabajadora y las renuncias del personal de confianza, se daban todos los días en la Empresa.  Optó intencionalmente por buscar una causal de despido a fin de no perder la intempestiva económica. Pidió permiso con goce de haber por motivo de cumpleaños. Y logró ser despedido un día antes de su onomástico.
Salió de la Empresa, sin expresar siquiera un mínimo de arrepentimiento por la determinación que había adoptado. Llegó hasta ella antes de casarse con Dona, un día que se dio cuenta que los zapatos lo abandonaban y se amontonaban los compromisos económicos para poder concluir la elaboración de su tesis, llegó pues hasta el Gerente de Recursos Humanos, le explicó el motivo de su visita, fue dramática su exposición, que el Gerente le dijo:
–Está bien, pero no hay contratos para empleados.
–Sólo necesito procurarme algo de dinero, dos meses son suficientes.
–¿Obrero?.
–No hay ningún problema.
–Muy bien, ordenaré que te contraten.
–¿Cuándo debo regresar?.
–Nada de regresar, ¡desde ahora!.
Y así fue, el Jefe de Planta habiéndose enterado de su nivel académico, extraoficialmente lo nombró su asistente. Se pasaron los dos meses previstos por José porque la Universidad entró en receso, en ese lapso la Empresa inició un proceso de estabilización de sus trabajadores contratados, y José resultó siendo trabajador estable. Después vinieron las protestas de los obreros en contra de José,  se quejaron ante el sindicato, que por aquel entonces tenía el poder de pedir la  remoción de profesionales, los jefes se veían en la necesidad de acceder a las peticiones de la masa trabajadora, de lo contrario peligraban sus puestos. José ocupaba un puesto indebido, no acorde con la política salarial, y tuvo que solicitar le reubiquen en una oficina donde el sindicato no tuviera ingerencia.
Ahí pues, fue poco a poco ascendiendo, y después de tanto, ¡se marchaba!. Cinco años atrás venían despidiendo a los trabajadores de las empresas estatales, a fin de poder venderlas, o privatizarlas como lo llamaban. Fue testigo del despido de muchos trabajadores que conocía, y que terminaban explotando en llanto por la impotencia. Dos cincuentones se suicidaron agobiados por la desesperación, al imaginarse viejos, desempleados y distantes aún de la edad fijada para jubilarse con los beneficios de ley, que para entonces se fijó en sesenta y cinco, cinco años más de los anteriormente establecidos, a los que la masa trabajadora estaba acostumbrada. Una avalancha de reformas legales desconcertó a los trabajadores, el júbilo que sintieron más de veinte años atrás cuando el chino piurano y revolucionario socialista tomó el poder por la fuerza, se desmoronaba a medida que el chino japonés y revolucionario pendejista, tomaba el poder de la misma manera. Pero José nada de inmutarse, ni aquella vez que sus padres iban a perder su pequeña chacra, ni ésta, que él había decidido dejar el empleo para escapar, una sonrisa de tranquilidad esbozaba en aquella huída, buscaría la felicidad en otros lugares, lejos de todos aquellos que lo habían hecho de alguna manera desgraciado, huía de Dona, de Reina, de Sonia. Huía de los nuevos funcionarios de la Empresa que un año atrás fue vendida, y entonces la administraban con despotismo. Pero también huía de algunos familiares. Se marchaba sin mirar atrás, ¡y se refugiaría allá junto a su madre!, que pronto quedaría sola, tan sola como él.
Pero aquella misma tarde, Dona, Reina y Sonia, se enteraron de la renuncia de José. Sonia fue a buscarlo, y aceptó ir con él a donde fuere.

Así, mi querido sobrino. Mis tres últimos hijos, abandonados a su suerte, me han salido muy buenos cholos, muy responsables, todos profesionales y con buen empleo, ¡y el mejor ha salido al viejo Carlos, carajo!.

VI

El paraíso se acercaba, así lo sentía mientras hacía los preparativos, compró de todo, desde pañales hasta golosinas. E iniciaron la travesía, él sin mirar atrás, ella con disimulada nostalgia, porque aquello significaba alejarse de los suyos, especialmente de su madre, ya que para ella se había educado, para sacarla de la pobreza en la que se encontraba, aquel plan preestablecido en los años anteriores de su vida se desmoronaba para Sonia, se diluía con el matrimonio que voluntariamente había buscado. Pero ahí estaba siguiendo la corriente del destino, pero qué le quedaba, la bebita necesitaba vivir, ella se encontraba sin empleo, sus patrones la invitaron a renunciar cuando se enteraron de su preñez.
El viaje se hizo largo para ella, pero él disfrutó por entero conduciendo su sobreviviente camioneta, rumbo a una nueva vida. Por una carretera afirmada a la margen del río, entre peñas y andenes en ruinas, poco a poco penetraban en la sierra, y cuando iniciaron el ascenso en camino zigzagueante, el cielo se cubrió de nube, cayeron las primeras gotas de lluvia y luego se precipitaron otras, y otras, hasta hacerse continuas cual saetas musicales clavándose en la tierra. Y después que se agotaron y el cielo quedó azul, un paradisíaco olor a tierra mojada inundó el ambiente. De pronto ingresaban en un pueblo pequeño de difícil topografía, de calles ondulantes, irregulares y parcialmente empedradas porque se habían desgastado con el tiempo, casas de barro y tejado, y gente curiosa apostada en las veredas del perímetro de la única plaza, en ella la Iglesia colonial se imponía como testimonio de antigüedad del pueblo de Chupas. Cruzaron la plaza y dos cuadras más allá ingresaron a la casa de la madre de José, de Mollebamba y no de Chupas, igual que sus hermanos, mejor de Chupas, porque de Chupas fue nuestro padre, y a mucha honra, hijo de hacendado y no de cualquier cojudo, ¡el viejo Carlos, carajo!, donde vayas, soy el hijo del hijo de papá Carlos hacendado del Marañon, se dice.

Con ciertos desacuerdos sin importancia, la pareja se preparó para dar reinicio a su vida matrimonial, en un medio familiar para él, pero totalmente desconocido para ella. El pueblo, dedicado a la agricultura y ganadería incipientes, los corrales ondulantes e irregulares delimitados por cercos de barro o piedra en ruinas, parecidos a las dentaduras de los campesinos encargados de cultivarlos. Chupas, un pueblo como cualquiera, enclavado en los andes, al norte o al sur, en el Atlas o de tras de él, qué importa, un pueblo de a mucho orgullo para los serranos pero no para el serrano José, porque solía decir “Chupas deriva del verbo chupar, chupar trago o chupar sangre, qué más da”. Sin embargo la tranquilidad brotaba para él porque al fin el ansiado hogar comenzaría a reinstalarse, eso era lo único que importaba, vivirían ahí junto a su madre, y él se ocuparía de la chacra, en un lugar inhóspito, en los terrenos campestres que heredó de su padre, sencillamente su padre, aproximadamente a seis kilómetros de camino de herradura del pueblo. José pagó a su sobrino, un jovencito de diecisiete años, para que le ayudara a emplazarse en el campo, lo primero que hicieron fue colocar las herraduras al viejo caballo, que había aguardado hasta entonces la llegada de su amo. Y una semana después tío y sobrino, jalando al cuadrúpedo cargado con lo indispensable, llegaron a la chacra, instalaron la posada bajo un veterano árbol de aliso, era marzo, mes de invierno, la lluvia se colaba de alguna manera por los impermeables plásticos que cubrían el incipiente recinto, pero José saboreaba todo aquello como natural y paradisíaco. Después de diez años pernoctando sobre colchones de esponja sintética y resortes, con el televisor al frente y las noticias deprimentes, aquel lugar bajo el aliso y con lluvia sólo era propio de mágicos y paradisíacos cuentos de reinos encantados, muy lejos de los restaurantes y hoteles tres estrellas que acostumbraba frecuentar cuando iba de viaje. Pero eso incomodaba un poco al sobrino, que miraba incrédulamente al tío con el rabillo del ojo y hasta le contestaba con cierto desprecio. Este tío no es el que yo creía. Ir del pueblo a la chacra no estaba bien para el jovencito, el movimiento debería darse al contrario, así piensa la mayoría, mejor dicho todos, y él no podía sustraerse.
Después de vérsele a José por muchos años tras un escritorio, emitiendo informes y coordinando con sus colegas las acciones administrativas, no podía aceptarse que pronto se encontrara con machete, barreta y lampa, en faenas de campo, sobre todo teniendo en cuenta que él en sus tempranos años no era partidario de las faenas de sol a sol, se limitaba a la custodia del escaso ganado que tenían sus padres y al aprovisionamiento de leña para el hogar. Pero entonces tenía un nuevo hogar, más exigente que el de su niñez, y que afanosamente había buscado, y tenía que remar, no le quedaba otra, y lo hacía con amor, eso era lo importante, ahí haría realidad sus sueños, no sólo en cuanto a la familia, también profesionalmente, esto no lo sabían muchos de su entorno, pero sí los catedráticos que aprobaron su proyecto para que se recibiera de ingeniero. El proyecto tenía como objetivo producir, procesar y exportar cochinilla, en una extensión de veintiséis hectáreas, pues bien, él tenía sólo seis, contaba con seis más de su madre y los hermanos de ella, suficientes para empezar. Y se cumpliría el sueño de un profesional romántico y soñador, de aquel que quiere volcar sus conocimientos recogidos en los claustros universitarios, allí, en el propio sitio donde nació, como ejemplo para los demás. Claro que no se equivocaba porque así debería ser, y no existiría una Lima mugrienta, superpoblada y pobre, aunque delirante y contradictoriamente placentera, justamente porque se encuentra superpoblada y adornada de eso que en los pueblitos no se ve, para allá se trasladan desde los lugares más remotos, con costumbres, pulgas y todo, “Lima es todo, es el Perú”, así lo conciben, “lo demás es mierda”, así lo conciben, y eso son, aquí o allá.
Sobre la hectárea y media de nopales, que previamente había sembrado para investigar y fundamentar la tesis, empezó a trabajar. Semanalmente se dirigía al pueblo al encuentro de los suyos y en afán de reponer la ración alimenticia, que él o su sobrino preparaban sobre una fogata. Tres piedras, distribuidas formando triángulo, entre ellas acomodaban ramas secas y sobre éstas la leña, prendían fuego y colocaban encima la olla de cocción.   
Construyeron luego una choza más grande que la anterior, y a un costado improvisaron la cocina, algo más atractiva que la de tres piedras. Sonia que en el pueblo no se sentía a gusto, resolvió vivir en la chacra con su esposo, pero pidió la construcción de habitaciones más apropiadas. José no pudo sustraerse, al contrario, elogió la decisión de su esposa y contrató le construyeran una casita, y desde entonces comenzó a invertir con más ganas. La incomodidad era indiscutible frente a los adelantos de las ciudades, y Sonia no lograba superar las dificultades en las labores domésticas, situación que retardaba el accionar de José, sin embargo, en desesperado afán por agradarla,  procuró la instalación distante de agua, de aquella que en las zonas rurales llaman potable, luego inició la construcción de una mini central hidroeléctrica, y ahí estaban pues, poco a poco amortiguando incomodidades.
La madre de José los visitaba semanalmente para compartir el almuerzo entre risas y comentarios anecdóticos, pero Sonia ocultaba cierto enojo y de alguna manera se desahogaba con la niña, él alcanzó a comprender que tal actitud era hasta cierto punto natural, suele suceder, difícilmente nueras y suegras llegan a comprenderse desde el primer momento, y la mayoría nunca lo logra.
Criaban cuyes, gallinas, patos, y no faltaba un chancho engordando para la manteca, el equilibrio de subsistencia empezó a darse y siguieron invirtiendo mejorando tierras y vivienda. A José no le preocupaba quedarse algún día sin dinero, había estimado producir cien kilos de cochinilla por hectárea al año, y por aquellos días pagaban un buen precio por kilo, ahí en chacra, ¡aquí la ilusión!, precio siete veces mayor al que había calculado anticipadamente como promedio, y ya se mantenía este precio por tres años consecutivos, evidentemente el precio promedio había mejorado, y no llegarían a gastar en alimentación más de cien dólares por mes, en especias y productos que ellos no producirían . Todas las inversiones las tenía programadas, al alcance del dinero que había recibido por su tiempo de servicio en el trabajo. Invertiría en la mini central eléctrica, la represa, el huerto familiar, al que surtiría con plantas mejoradas, un caballo más para su mujer, y algo más.
En enero del siguiente año se dieron el gusto de viajar hasta Lima. Para que el viaje no pareciera inútil llevaron la producción del año anterior, que fue pésima, por las lluvias provocadas por el acercamiento de la Corriente del Niño aquel año noventa y siete, pero así es la agricultura, no vendieron el producto por el bajo precio del mercado. Qué importa, consideraremos este viaje  como uno de aventura, como un viaje de turismo, con la policía de carreteras asaltándonos a cada rato, y conduciendo en Lima igual que en un circuito de carros chocones, difícil pero entretenido, porque el tiempo pasa sin ser percibido. Tenían reservas económicas aún, y retornaron con plantas mejoradas de frutales conforme a lo programado. Sonia venía gestando otro bebé, que llegó burlando toda la planificación familiar que observó, la sorpresa la incomodó pero terminó aceptando la realidad, siete meses ya. Y volvieron a viajar, hasta El Puerto, para el alumbramiento.
Por fin nació la nueva criatura, ¡mujercita!, José retornó solo a la chacra, sorteando huaycos y quiebres de carretera, por las torrenciales lluvias que se desataron como efecto de la permanencia de la Corriente del Niño, por dos años entonces. Sonia arribó un mes después, en un helicóptero del Gobierno que llegó con socorro para los damnificados.
La madre de José siguió visitándolos llevando algo especial para comer, pero Sonia había experimentado un cambio y no ocultaba su enfado cuando la visita sucedía, y la felicidad de José se desmoronaba de nuevo. Repetidas veces sucedió lo mismo, el advenimiento del nuevo ser  había aturdido a la mujer, pues era de esperarse, la labor doméstica se le recargó , y con ella su descontento se alimentó , descargaba su empozada  cólera sobre la pequeña e inocente hija mayor. Cierto día a golpes la obligó a sentarse en la bacinilla, repudiándola.
–¡Por tu culpa estoy viviendo en este lugar!.
–¡No te desquites con la niña! –reprendió él.
–¡Hago lo que puedo y nada está a tu gusto!, si no tuviera estas hijas ya me hubiera ido.
–¡Yo venía solo, y tú te ofreciste venir!.
–¡No me acostumbro, tengo que cocinar, lavar pañales y hasta cocinar para tu perro, encima de todo llega tu madre a dar órdenes!.
–¡No te da órdenes, te sugiere!, lo que pasa es que eres irresponsable y malcriada.
–¡Tu madre será! –contestó Sonia, con confusa resonancia.
–¡Para remate insultas, te crees la divina pomada!.
–¡Tu madre será! –aclaró el tono  de su hiriente voz.
–¡No insultes a mi madre, carajo! –amenazó el hombre–, fíjate en la tuya, en esa mujer que me ha jodido la vida..
–¿Tú me vas ha obligar? –preguntó provocadoramente.
–¡Sí!.
Cegado por la rabia el hombre le dio un jalón de oreja, acción que ella estaba esperando y en respuesta cogió el receptor de la radio y lo estrelló en el cuerpo de él, quien le propinó una patada y se marchó huyendo de la pelea. En seguida ensilló su caballo y se fue a beber en una pulpería de la campiña, bebió hasta entrada la noche con cuanto campesino se presentó. Ahí volvió a manifestarse la irresponsabilidad de José, reinició la bebida. Una noche, mientras tomaba licor con los peones, abaleó a su perro sin culpa alguna, pero el noble animal mejoró de la mortal acometida.
Sonia salía hasta el teléfono público de la campiña a comunicarse con los suyos, siempre lo hacia, desde que llegó, pero ya por aquellos días regresaba malhumorada,  su comportamiento se iba tornando reacio a vivir en el campo. Los insultos mutuos en la pareja tomaron cuerpo, intensificándose y repitiéndose como rutina de cada día, situación que se agravó con la decreciente economía que el matrimonio empezó a experimentar, el dinero ahorrado se acercaba a su fin, pasar de un sistema de vida de holgura a otro de subsistencia con los productos obtenidos en la chacra, no era nada agradable para ella, “¡Sólo papas y zapallo tengo que comer!”. Pero eso tenía que suceder y luego superarse, ambos lo sabían, pero ella se negaba a aceptarlo, se resistía a seguir en la brega, entonces planeó marcharse a la casa de sus padres en El Puerto.
–Me voy a conseguir un empleo y me llevo a las niñas –reveló Sonia a José.
–No me opongo a tu decisión puesto que soy conciente de nuestra realidad, pero te pido me dejes a la niña mayor, es más conveniente para los dos.
–¡Te pasas de vivo!, ella no da mayor trabajo, ¿porqué no te quedas con la pequeña?.
–La pequeña aún está lactando, quedarme con ella sería prohibirla de la leche materna.
–¡Entonces, no!, me llevo a las dos, mi madre me ayudará.
–Tu decisión no es razonable, por lo tanto te pido medites respecto a lo que te propongo.
–¡Quédate con la menor, o nada!.
–No voy a pelear por nuestras hijas, pero quiero que recuerdes siempre, que los hijos no son propiedad de sus padres, porque no son animales o cosas.
–Bueno, si no me llevas me voy sola, ¡va!, crees que te tengo miedo, ja.
–¡Vete al diablo y no fastidies!.
Sonia lo había pensado en serio. Para qué quedarme aquí, para esto no se estudia, mi mamá me lo repite ¡a cada rato! por el teléfono, y tiene razón, esta vez me falló la inteligencia, me fui a vivir junto a mis padres para que el sinvergüenza alquilara la casa del costado, de la prima Elena, pero terminó renunciando a su empleo. La bruja de su madre lo consiente, “a mi hijo no le gusta así”.  ¡Maldita la hora en que vine!, ahora tengo otra hija, hubiera sido hombrecito siquiera, los hijos hombres se pegan más a la madre. Si no hubiera venido, estaría trabajando, ganando mi sueldo. A la mierda, nunca es tarde, ¡yo me voy!, todavía soy joven, él que se quede, si quiere, ya pasó los cuarenta.

Por aquellos días llegaron el padre y la hermana de Sonia. La hermana ya había llegado en otras oportunidades en busca de material para chismear. Antes de ingresar se sentaron frente a frente en el agosto sendero de acceso a la chacra, idénticos, ellos,  de rostro redondo, nariz ancha y achatada sobre gruesos labios, ojos grandes y negros, pestañas rizadas debajo de espesas cejas, idénticos, sólo la calva de él y la larga y ensortijada cabellera de ella, establecían la diferencia.
–Me llevo a mi hija, carajo. Así tenga que sacarle la mierda al idiota de su marido. Ella paraba la olla en la casa, por eso mi mujer no lo pasa al cojudo este.
–¡Shittt!. No hay que levantar polvo, suave nomás. Hay que dejar dinero para su viaje. Pobre mi hermana, votada por estos lugares. ¿Aquí nació mi mamá?.
–Sí, pero se fue chiquita a vivir a la costa, a la hacienda Rinconada.
–Y tú, de cuántos años te fuistes.
–De veinticinco, creo. Pero yo no vivía en la chacra, vivía arriba en el pueblo, en la misma plaza, en la casa de mi padre.
–José dice que esa casa fue de su bisabuelo.
–Que diga pue, carajo.
Llegaron a la mente de Víctor (padre de Sonia) los recuerdos de su origen, de cuando su padre Luis de las Piedras, perseguido por aprista, dejó su tierra natal, Trujillo, y se internó en la Sierra del norte de Ancash, lo engendró por el pueblo de Pomabamba, y sin porvenir por ahí llegó hasta las minas de Pasto Bueno donde los Málaga y los Gálvez sostenían una lucha a balazos por la posesión de las mismas, don Luis se empleó como pistolero de los Málaga, los Málaga ganaron el sitio y en recompensa asignaron a don Luis, como a muchos otros pistoleros, una pensión de supervivencia. Un “de las Piedras” no se quedaría viviendo de una pensión, y don Luis miró hasta allá, a un pueblo cercano, justamente el pueblo de José, había una viuda rica, una terrateniente serrana, doña Matilde Gallardo viuda de Campos, joven aún, con cuatro hijos, pero qué, llegó y se quedó con ella.
–¡Si yo no llegaba!, corrías el riesgo de ser una puta.
–¡Por lo que tengo!, porqué más.
Don Luis se sentía solo por su lado consanguíneo, y por las tardes no dejaba de dar vueltas y vueltas por el contorno de la plaza, dejando en lo posible se le notara un viejo colt cañón largo que llevaba en la cintura, situación nada novedosa para los pueblerinos, pues estaban acostumbrados a las ráfagas de los mejores gatillos del pueblo, los Campos. Vestía a lo terrateniente, amplio sombrero de paño, chaqueta sobre chaleco, camisa almidonada, pantalón de abultada cadera y botas de gancho hasta las rodillas, las suelas de las botas, remachadas con “clavos de bomba”, dejaban escuchar a distancia el impacto con el empedrado producido por noventa y tantos kilos de peso . Vivía en la plaza, claro, en la casa de la viuda, ¡qué va!, ni de la viuda ni del difunto, sí en la plaza, sí en la casa construida por los ancestros del marido muerto. Solo estaba, pues, y se acordó de su hijo Víctor que dejó por Pomabamba, lo necesitaba, y mandó por él, pero Víctor no viviría sólo para comer y vestir, y de vez en cuando gastar una propina, Víctor buscaba lo propio, y se marchó a Rinconada, ahí conoció a su mujer, hija de un empleado de la hacienda. Don Luis engendró dos hijos con la viuda. Más palanganas que la puta madre. Y paralelamente cuatro más por ahí de manifiesta sencillez y encubierta sabiduría.  A la muerte de don Luis el apellido “de las Piedras” quedó dividido:  las Piedras, de Piedra, Piedras, y, Piedra.
Haciendo un gesto de inconformidad Víctor se paró y caminó, y su hija tras de él, entraron muy calmados a la casita, fueron bien recibidos por Sonia y José, la visita parecía de confraternidad, de acercamiento, fueron cautelosos y no dejaron trascender nada, pero la semilla estaba germinando.

Los días que siguieron fueron de borrachera para él y para ella de martirio, él presentía que ella de todas maneras se iría, era inútil tratar de persuadirla, aunque los hombres suelen imponer la fuerza para retener a sus hembras, él no lo concebía de tal manera. La dejaría ir, pensó que hasta cierto punto le sería beneficioso por cuanto las agresiones eran insoportables, registraría una denuncia por abandono de hogar, claro, porqué no, si ella se marchaba, porqué sólo las mujeres tienen derecho a denunciar el hecho. Y los hombres, solamente para que los demás no digan que son cobardes o indecentes, se quedan ahí sin hacer nada, como babosos, como bien los llaman ellas.
Herido en su orgullo se emborrachaba y descargaba sobre ella toda su cólera insultándola: Tu padre es un vividor de mierda igual que tu abuelo y tus hermanos; llegaste a mí solamente por interés, me desplumabas cuando éramos apenas enamorados con el pretexto del pandero, te quedaste con la bolsa de la junta y no me diste nada, me pedías dinero prestado y nunca me devolviste, y yo aún ni siquiera te brincaba, me cobraste por el vestido de bodas que te regaló tu cuñada, eres una mujer sin delicadeza, una puta de mierda que seguramente venías viviendo de tal manera; eres una haragana de mierda que insultas a mi madre en lugar de agradecerla, ¡por último te largas, carajo, cuanto antes mejor!.
Así pues, después de cada borrachera se escuchaba la carga de insultos más fuertes que un trueno, los repetía de memoria, los había tenido guardados hasta que ya no pudo aguantarlos, y los soltó con una mirada desorbitada porque se sentía herido en lo más profundo de su orgullo de macho, “¡te vi con otro hombre mientras estabas embarazada, era el mocoso que mantenías, el que se fue a trabajar a la selva, eres una puta!”. Ella no se quedaba, también contestaba alimentando el fuego, aunque con la mirada desviada escondiendo su culpa, hiriéndolo en lo que más le dolía, “ ¡Mentira!, lo dices para justificarte porque tú salías con otra mujer sin que te importara mi embarazo, ¡ella  será la puta!, ¡tu madre será, pues!...”. ¡Qué estúpida la parejita!, ¿no?. Y así los insultos de ambos hasta que un día ella abandonó la casa, la madre de José fue a buscarla, pero Sonia prefirió pernoctar en la casa de una amiga.
Qué cosas las  del amor, ¿no?, que ni el nivel académico puede moldearlas.   
Y él fue con ella y las dos criaturas, las dejó allá en El Puerto con los padres y hermanos de Sonia. Ella estaba alegre, muy alegre departiendo con los suyos, su madre no levantaba la cabeza y desde abajo, llena de odio, miraba a José, y él con el rostro aflojado y la mirada perdida, mordía su cólera para no explotar. Al despedirse fue donde la cantina bebió en ella y bebió durante el viaje de retorno, y dos días más.
Y el sobrino también se marchó, muy contento, hasta Lima fue a dar, seiscientos kilómetros de tedioso recorrido en viejo bus, allá donde siempre había soñado llegar. Y el perro se convirtió en vagabundo. Y las lluvias hicieron mierda la construcción de la mini central hidroeléctrica, y apareció con ellas la temible roya amarilla en los nopales. Quedó solo, nuevamente, sin brújula, la había perdido, se convirtió en una marioneta manejada por los demás y tranquilizada por el alcohol. Volvió al pueblo, a la casa de su anciana madre, y desde entonces vivía en compañía de ella.

Allá, en la colina, quedó la casita de dos cuartitos, construida con barro arenoso por un campesino del lugar, con la cocinita a medio construir, y la lagunita donde se regocijaban los patos, mientras la mayor de las niñitas los miraba alegremente. Quedó grabado para siempre una esposa dando de lactar y quejándose de la vida que llevaba, y un esposo impaciente por agradarla. Con pasitos torpes la primera flor, corría desde la ruma de leña hasta la cocina, con alegría desbordante, alcanzando los leños a su madre, mientras la segunda flor agitaba brazos y piernas sonriendo al contemplarla; pero la sequía amenazaba y el viento soplaba fuerte, hasta que de raíces las arrancó.
Quedaron en el recuerdo los primeros días de alegría y de esperanza, cuando Sonia grabó su nombre y el de su hija sobre la penca de un orgulloso nopal, fechándolo como testimonio de que sí hubo algo de felicidad. Y cómo no, si muchas noches eran serenas, de cielo limpio con luceros rutilantes, y hasta de luna llena que parecía desplazarse y luego esconderse tras las nubes esparcidas para grabar aquella escena. Romanticismo entonado por el discurrir cadencioso de las aguas en la quebrada, mientras unas manos se deslizaban por espaldas ávidas de caricias, ella palpando las espinas clavadas en el lomo de su marido durante la faena diaria, y él leyendo la figura de su amada, de su esposa, compañera de su vida. 
Allá quedó la chacra, a dos mil seiscientos metros de altura sobre el nivel del mar, ocho grados trece minutos de latitud sur y setenta y ocho grados de longitud oeste, con la casita en la cabecera. Un terreno arenoso, agreste e inclinado, pero salvajemente hermoso, cubierto mayormente por cactáceas, entre ellas el nopal, destinado ahí a la producción de cochinilla; pocos humanos se semejan a tales plantas, de flores hermosas y suculentos frutos, crecen con la escasa humedad del ambiente, pero crecen, para defenderse y protegerse de la evaporación han desarrollado espinas, y por eso muchos las odian.
Un fruto silvestre preferido por José, alargado semejante al ají escabeche, que alcanza veinte centímetros de largo, de escasa pulpa, cuando maduro amarillo y sabor parecido al de la papaya, lo produce un arbusto conocido como uyucha, que crece en terrenos con escasa humedad, de tallo hueco, hojas acorazonadas y sabia lechosa. El árbol de la tara o taya, de cuyas vainas medicinales también se extraen taninos importantes;  el árbol del capulí y la solanácea del mismo nombre; el molle, sauce, aliso, espino, la cortadera; tres especies de magueyes; yerbas amargas y medicinales, como la chicoria; alimenticias como el berro y la mostaza; una planta poderosamente venenosa llamada chamico; helechos y otras especies, que pasan de la centena. Allá se quedaron. Allá se quedaron en nostálgica soledad, pero también en orgullosa existencia silvestre.
La vieja higuera de doscientas semanas santas y frondoso ramaje, al pie de la casita, que sirvió de hospedaje en las épocas de cosecha, seguiría archivando historias familiares por generaciones, junto a sus contemporáneos pacayes.
A partir de lo que podría llamarse el ombligo de la chacra, discurren hacia la quebrada oeste, límite de la propiedad, minúsculas vertientes, una de las cuales fue convertida en estanque para dar regadío a paltos, lúcumos, chirimoyos, naranjos, limoneros y porotos, que José plantó con sus propias manos para autoconsumo.
Existen indicios de la existencia de alguna desconocida y extinta cultura inca, y al frente, pasando la quebrada oeste, se encuentran sepultadas las construcciones de los remotos Tunkuas.
La fauna silvestre compuesta por aves, como carpinteros, perdices, gorriones, jilgueros, mirlos, colibríes, halcones, entre otros, bajo la custodia del águila solitaria; reptiles, como culebras y lagartijas; roedores, como la rata parda y el conejo silvestre; depredadores como el zorro, gato silvestre, zorrillo, zarigüeya y comadreja; allá se quedaron escondiéndose de los seres humanos. ¿Y qué, de los sapos que cuatro años después inexplicablemente iniciaron su desaparición en el lugar?.
Los caracoles de tierra del paraje, miden en promedio dos centímetros, y aunque pequeños, son semejantes a los africanos, abundan en el medio pero jamás formaron parte de la dieta alimenticia de la familia de José, como tampoco de los lugareños.
Existe variedad de insectos, algunos pueden ser transmisores de enfermedades subtropicales como la uta, una especie de lepra que ha desfigurado los rostros de muchos habitantes de la comarca, y que, según ellos, existe donde habita la uyucha. Sin embargo, José nunca fue infectado, ni Sonia, ni las niñas, ni los ancestros.

Y él, el buen amigo, el callado y obediente compañero de José, el viejo caballo blanco de veintiséis años de edad, también quedó allá abandonado a su suerte, dicen que lo veían en la cabecera de la chacra, junto a la casita, mirando al horizonte, esperando eventualmente la llegada de su amo. Un día lo esperó enojado. El amo llegó con el lazo en la mano, al percatarse el animal echó a correr; ante el imprevisto comportamiento el amo corrió tras él, conforme la persecución continuaba, perseguidor y perseguido acrecentaban cada quién de acuerdo al instinto sus iras. El animal llegó hasta un rincón de la cerca, no había escapatoria, el lazo se apoderaría de él; dio un largo relincho para distraer a su captor, mientras tanto tomó impulso y saltó la cerca, se rasgó el prepucio en ella y cayó bruscamente cuerpo a tierra, al otro lado. Al tercer día la infección era notoria; muy apenado el amo se aprestó a curar la herida, el animal se negó al remedio, aquella vez y en adelante. Enflaquecía día a día, el amo suplicante se le acercaba y el animal con gran esfuerzo huía, el amo no podía disimular su dolorosa pena.
Cierto día por la mañana, mientras José trataba de lazar al animal y éste corría a tropezones, repentinamente llegó hasta ellos un comprador de equinos.
–¡Oiga amigo!, compro caballos y burros viejos, le pago buen precio por el suyo.
–¡No lo vendo!.
–De qué le sirve, se nota que el animal es muy viejo, está demasiado flaco.
–Quince días atrás estaba demasiado gordo.
–¡ Ja, ja, ja, ...! –rió burlonamente el comerciante.
–¿De qué se ríe?.
–Llevo muchos años comprando caballos viejos, y nunca he comprado un viejo gordo.
–Usted se equivoca, si los hay, de acuerdo a la vida que llevan.
–¡Se nota que el suyo lleva buena vida!.
–Lo llevaba, pero se niega a continuarla.
–Una vez más, le doy cincuenta soles por el caballo, para el camal de embutidos.
–Una vez más, le repito que no lo vendo, cincuenta soles no vale ni mi viejo sombrero.
–¿Prefiere que se muera a pausas sin ganar nada?.
–¡Prefiero!.
–Vamos hombre, no sea terco, le doy por él ciento cincuenta, ni un sol más.
–Siento pena por él.
–Por eso, en el camal darán rápida cuenta de él, no sufrirá, y usted tampoco.
–Aunque así fuera no logrará usted lazarlo, peor aún llevarlo.
–¿Cuánto apuesta?.
–Lo que usted cree que vale.
–Trato hecho.
El comerciante se acercó al animal y éste se aproximó a él, ante el asombro de su amo; sin mayor contratiempo lo ató del cogote y lo atrajo, metió la mano al bolsillo, escogió ciento cincuenta soles, llegó hasta José, le entregó el dinero (no se cobró la apuesta); habló muchísimo mientras José permanecía mudo e inmóvil, y finalmente se marchó jalando al cuadrúpedo. Al abandonar el predio, el caballo se paró, miró a su amo y dio un triste relincho de despedida; había escogido su destino, una muerte menos penosa lo esperaba. El amo lloró en la despedida, se sentó sobre una roca y quedó ahí como petrificado hasta entrada la noche, había traicionado a su amigo.
Durante muchas noches José soñó con el caballo, andaba muy apenado por haberlo vendido, y para aliviarse solía contar, siempre que podía, lo que ocurrió en el último sueño.

Sabía que jamás volvería a verlo, y me quedé sentado como un idiota, de pronto él apareció lamiendo mi mano, aquella con la cual le daba a lamer sal, aquella con la cual le acariciaba el lomo. Entonces le pregunté:
–¿Porqué te enojaste conmigo?.
–Tuve miedo, –me contestó– tuve miedo que te marcharas y me dejaras solo como lo hiciste muchas veces.
–¿Qué pasó entonces?.
–Las numerosas personas a las que tu madre encargaba para que me custodiaran, me trataban muy mal, cargaban sobre mí leños torcidos que me hacían avanzar de puro dolor. Me ensillaban, montaban y a latigazo cruzado me obligaban a correr.
–Debiste lanzarlos por los aires, a ver si escarmentaban.
–Una vez lo hice y me dieron tres días de duro trabajo,  sangrando a espuelazos, sin comer ni beber. Por eso amigo mío me molesté contigo, por miedo a repetir la tortura. Por aquellos tiempos yo era joven, y soportaba con resignación la dura labor y mala alimentación, con la esperanza de que tú regresaras algún día para otorgarme una vida digna de mi vejez, ahora sería muy penoso para mí soportar lo que soporté.
–¿Y porqué no te dejaste curar la herida?.
–Prefería morir a que me dejaras al rigor de otra gente. Era dolorosa la herida, pero sería el último dolor de mi vida.
–¿Por eso no dejabas que me acercara a ti?.
–Por eso.
–Pero dejaste llegar hasta ti a un desconocido comerciante y te atrapó.
–Es que él no sufriría al verme morir, como hubieras sufrido tú.
–En cuanto a mí, no podría morir si no tengo a mi lado alguien de los que amo.
–Es que talvez  a ese alguien no lo amas de verdad, de lo contrario le ahorrarías la triste pena de verte sufrir antes de morir.
–Bueno, pero felizmente estamos juntos y felices otra vez, tú has regresado.
–Sí, he regresado, pero de los dos solamente yo soy feliz.
–Yo también lo soy.
–Te equivocas, tu felicidad es efímera porque aún sigues con vida, la mía es eterna, es la felicidad que otorga la muerte a un desdichado.

José se quedaba en silencio después de contar su sueño, y luego, ante la indiferencia de quienes lo escuchaban, agregaba tembloroso, casi llorando:

Y mi noble amigo desapareció galopando entre las nubes.

Mientras José gemía, los escuchas murmuraban:
Este cojudo está loco, se cree animal, seguro que ahora comienza a chupar hasta emborracharse. Pobre güevón, cree que los chanchos vuelan.     

El consumo de alcohol, compartido con algunos parroquianos, se intensificó en José, se sentía humillado, despreciado, abandonado, e iba creciendo dentro de él un monstruo, el monstruo del suicidio. Muchas veces cogió el revólver para poner fin a su angustia, y así pensaba en voz alta:
¡Me disparo!, pero ¿si no muero y quedo paralítico?, sería una carga agobiante para mi anciana madre.
Algunos se suicidan tomando insecticida, pero me imagino que debe ser desesperante la agonía, mientras tanto alguien puede darse cuenta y me salva la vida. ¡Carajo!, ¡qué vergüenza!, comentarán que me envenené por una mujer, ¡hay tantas mujeres en el mundo!, dirán, mientras tanto yo en el sanatorio queriéndome matar otra vez.
La soga al cuello tampoco es infalible, no puede llegar a estrangular, y otra vez la misma vergüenza.
Más efectivo es hacerse matar por otros, como Cristo, que deliberadamente se enfrentó a los sacerdotes, luego se dejó apresar, y finalmente lo crucificaron; igual Juan el Bautista, sin ayuda de nadie desafío al poderoso y logró ser decapitado. Y en el caso de los guerreros, Bolognesi, viéndose perdido, disparaba como loco en espera de que una certera bala enemiga terminara con él; ahora se le recuerda por su valor épico.
Pero también hay otros suicidas, como los que dicen amar el peligro y mueren aclamados; por ejemplo los corredores de autos, paracaidistas, equilibristas, montañistas; es un suicidio muy bien disimulado.
Otros se suicidan paulatinamente, ingiriendo licor y drogas, viven un mundo a parte, ficticio pero alegre, mientras dure el efecto y por supuesto la vida.
Pero también hay quienes se suicidan lenta y dolorosamente, son los que viven el dolor de los demás, pero impotentes por las circunstancias se entregan a los brazos de la muerte, como sucedió con César Vallejo.
Por aquellos días se le veía manejando vehículos, en loca carrera y en completo estado de ebriedad, a la par que buscaba pelear con cuanto indeseable se cruzara en su camino. Muchas veces rodó por el abismo en una motocicleta, quedando inconsciente pero sin lesiones de gravedad. Quería llevarse con él al cementerio a ciertas personas que consideraba siniestras, las tenía señaladas, las autoridades ocupaban el primer lugar, pero luego se arrepentía, “Si lo hago, la mierda me salpicaría”. Había analizado las diferentes modalidades de suicidio y escogido una que le causara menos dolor.

Y ahora sí, toda la familia te rechaza, ¡arroja esa copa!, querido sobrino. Victorio está muy molesto contigo, debe ser por lo de las propinas, dice que ha invertido mucho en ti y no sacas cara por el apellido, no se acuerda que nosotros también invertimos en él por ser el último hermano, para que se hiciera profesor, de otro lado le di mi puesto en el mercado para que se ayudara en sus ingresos, ¡por muchos años!, cuando le pedí se molestó conmigo, ja, ja. Y Eugenia también está molesta contigo, Eugenia es así, rabiosa, resentida, pobre mi hermanita,  ¡llevó una vida más mierda que la tuya!, dos hombres se burlaron de ella y tuvo que criar sola a sus hijos. Menos mal que tu padre murió y el del Lazarillo también, ¿a cuántos deberías tu educación?. ¿Sabes una cosa?, lo que más les revienta es que goces nuestras chacras. Mi hermano Santiaguito es una paz de Dios, le dio su apellido a Benedicto, ¡quién lo hace?, sin embargo se portó como un puerco, un degenerado, y ni siquiera terminó la carrera. En cuanto a mí, me siento terriblemente decepcionado como padre, quién podría creer que mi segundo hijo abaleó a su hermano mayor, en mi delante, ¡carajo!. 

VII

Pero quien cree en Dios diría que José aún no había sido llamado al reino celestial, por eso se le vio un día recapacitando respecto a la importancia del dinero, él lo llevaría ha estabilizarse económica y emocionalmente, con él podría recuperar su hogar o formar uno nuevo. Abandona el pueblo y viaja a la Capital. Tantos golpes recibidos en diversos intentos de suicidio dejaron notar sus efectos, un dolor intenso en la cabeza lo perturbaba, los analgésicos no surtían el efecto esperado, fue el licor suministrado en dosis calculadas que logró calmar el dolor. Aliviado por fin dejó de beber e inició responsablemente la búsqueda de un empleo, muchas solicitudes colocó, y luego de tantas otras una empresa minera lo citó.
–¿Cuál fue su último empleo?.
–Auditor.
–¿En qué empresa?.
–En la Siderúrgica.
–Queremos que usted se haga cargo de Seguridad Interna.
–De acuerdo.
–¿Cuánto quiere ganar?.
–Lo que establezca la política salarial de la empresa.
–Pero usted debe fijar su pretensión económica.
–No podría contradecir la política salarial.
–No podemos evaluar su currículo si no sabemos cuánto quiere ganar.
–Bueno, entonces que sea tres mil, suma que percibí en mi último empleo.
–Está bien, ¿cree que podrá hacer una buena gestión?.
–Claro, sobre todo si prescindimos de policías y ex policías, y los suplimos con vigilantes civiles.
–¿Porqué?.
–En mi opinión están contaminados, propenden al hurto, lo digo por experiencia.
–¿Cuál fue el motivo por el que dejó su último empleo?.
–Provoqué que me invitaran a renunciar.
–¿Porqué?.
–Atravesaba una crisis emotiva.
–¿Por el trabajo?.
–Por eso y por mucho más.
–Y dígame, ¿sabe dónde queda la empresa minera Pierina?.
–Lo ignoro.
–Queda en Huaraz, Ancash. Bueno señor la entrevista ha terminado, tengo que evaluar a los demás, luego le estaremos comunicando.
La mujer despidió al entrevistado, mas la comunicación no llegó. José siguió presentando solicitudes de empleo sin resultados positivos. Se dirigió entonces al Ministerio de Trabajo, que contaba con una oficina de colocaciones o Bolsa de Trabajo, los solicitantes se contaban en gran número; por fin después de tres horas de tediosa espera lo entrevistaba un joven de no más de treinta de edad. Y después de las primeras preguntas generales de forma.
–¿Qué profesión tiene? –preguntó el joven.
–Ingeniero.
–¿Última empresa en la que trabajó?.
–Siderúrgica.
–¿Cargo?.
–Auditor.
–¿Fue un cargo de favor?.
–No, ¿porqué?.
–Porque sólo los contadores son auditores.
–Falso, hay auditores de todas las profesiones.
–Mire, ingeniero, nosotros hemos sido capacitados para poder calificar a los solicitantes de empleo, y lo que usted dice para mí es nuevo.
–Claro, nuevo como usted, de todas maneras muchas gracias, creo que aquí no hay nada para mí –José se levantó irritado y se marchó.

Después  de un año de permanencia en la Capital, retornó desconsolado a su pueblo. Entonces recibió una comunicación para que se presentara de inmediato, había sido propuesto para un empleo, apresuradamente viajó y cuando se presentó le dijeron que la vacante ya había sido ocupada. Retornó muy deprimido y solicitó trabajo como profesor en el colegio secundario del lugar, fue aceptado por la autoridad educativa provincial, pero el director del colegio no disimuló su inconformidad, un trato hostilizante dirigió a José, llegando a colmar su paciencia. Cierto día no aguantó más y arremetió a golpes contra el director, y tuvo que atenerse a las denuncias pertinentes; a esto se sumó una demanda por alimentos de su entonces esposa, no lo esperaba en aquel momento de difícil situación, qué iba a esperarlo si las relaciones sentimentales con Sonia aún estaban vigentes y las obligaciones de padre también , qué iba a esperarlo si ella tenía un mejor empleo, pero lejos de recibir apoyo moral de parte de la mujer, fue eso lo que recibió. Entró en profunda depresión y se sumergió una semana en alcohol, uno de esos días, mientras bebía, escribió una carta a César Vallejo.

César:
Ayer fui a buscarte, de Chupas a Santiago, te cuento que estaba cansado de tanto pensar, que mi cabeza era un costal de ideas que quería liberar, ¡pero nadie me las quiso aceptar!. Mi caballo me miraba triste, como invitándome a pasear. De pronto me acordé que sabías sostener tu cabeza ayudado por el puño y jugando el pulgar, entonces a lomo de caballo a tu casa fui a dar.
En la grupa cargaba la esperanza de contigo poder conversar, pero al llegar a tu casa eras niño aún, andabas muy feliz jugando con tu hermano Miguel, por la cocina, por el patio, por el zaguán. Mucho hice para llamar tu atención, pero tú nada de darme importancia; mi corazón explosionó en aquel momento, y mi alma se quebró de dolor.
Pasó algún tiempo y me alegré porque aún tu cabeza no empezabas a sostener, me alegré por ti, di media vuelta y volví donde mí. Llovía mucho dentro y fuera de mi ser, y un granizar obligó a mi viejo caballo a doblar las orejas y empezó a jadear, ¡al suelo se tiró aparatosamente!, y antes de estirar la pata con voz de arenga me dijo: “ ¡Amigo, sigue tu trajinar! ”. Pasó entonces don Quijote y le pedí repitiendo aquella canción:  “Caballero, hazme un sitio en tu montura, hazme un sitio en tu montura que yo también voy desdichado”; pero don Quijote volteó y me retó: “¡Por mi dama, vas a morir!“, y con su lanza atacó, y me dejó tirado entre el barro y la lluvia. Luego una mano me tomó por el hombro, era una bella mujer, me invitó a seguirla, mis heridas en su casa curó, me quedé dormido, y al despertar ya se había ido, para no volver...; sobre mi pecho dejó un adiós. Ante tal  creciente adversidad, César, ¡imploré a Dios!, no me escuchó y lo reté:
Dios mío estoy llorando al ser que ha muerto, me pesa el haber tomado de sus bridas, pero este jinete de palo y desarmado, no es más que otro Quijote alocado que va buscando un amor que se ha marchado. Hoy en mis ojos hay sangre como en un Cristo humillado, ¡Dios mío, prenderemos por la noche en el Olimpo las antorchas y tú competirás conmigo!. Tú cabalgarás orgulloso las estrellas, y yo, maltrecho pero más grande que tu creación, cabalgaré galopando sobre mi costado. Y claro que será una competencia desigual, porque mientras tú remontes por el ancho cielo, yo apuraré en el fango porque soy de la tierra, y estoy seguro harás que esa noche llueva mucho. Y al final de la meta, no podrás bajar porque estarás muy alto; pero yo, sangrando, prenderé la antorcha de la olimpiada, de la olimpiada de la vida. Entonces ya con el alma erguida, llamaré a los niños de la tierra, que aprendan que no se queda aquel que con amor quiere ganar la guerra.
Después del reto volví hacia ti, pensando, sosteniendo tu cabeza te encontré. Dime César si lograré vencer.

Al finalizar el año, José tomó conocimiento que su primo Julio Zandinelli Vásquez  dejó su qué trabajo en qué parte de Francia para ocupar un alto cargo político en el nuevo Gobierno, moría el año en que los cholos más pobres de todos los cholos se sentían presidentes de la república, ¡qué bien!, ahora pues, y recordarían además sus adolescentes tiempos, y reirían igual, de ocurrencias sin sentido, y hablarían de los viajes de Julio a Rusia, cuando estudiante, y de la guerra de guerrillas, “Del campo a la ciudad, ¡el poder nace del fusil!”. Del campo a la ciudad, Lima ya estaba tomada sin que se escuche un solo disparo. Llegó hasta él, qué difícil había sido, primero registrarse en la admisión general, después conversar con el guachimán de la oficina y luego la secretaria que contestaba al instante un intercomunicador, un teléfono fijo y un celular. ¿Otra secretaria?, sí, la privada, de aspecto misterioso, se esmeraba contestando los teléfonos, y junto a ella una mujer que hacía de coordinadora en su media lengua española y media francesa. Y por fin Julio con  similar ajetreo telefónico y además, la computadora, y los despachos acumulados sobre el escritorio. José se sentía un enano frente al alto funcionario que entre su ajetreo por fin dijo: “voy a ver la forma de ayudarte”, y lo citó para la siguiente semana. Llegado el día pactado,  conversaron.
–Querido primo, –dijo Julio– lo único que puedo ofrecerte es la alcaldía de tu pueblo.
–La alcaldía depende del voto popular –contestó José.
–Pues, el voto popular está en manos del Gobierno.
–Es inconcebible, no veo cómo.
–¡Caramba!, el partido ganará las elecciones a nivel nacional, viajamos al pueblo el Presidente y los altos funcionarios, no hay ningún problema.
–Falta once meses para las elecciones, hasta entonces necesito vivir de algo.
–Está bien, veré que te den un empleo, pero luego renuncias para inscribir tu candidatura.
–Por supuesto, lo haré oportunamente.
–Regresa entonces la próxima semana, como hoy día, déjame buscar el puesto. Ah, y déjame tu currículo.
Julio recibió el currículo y sin levantarse lo arrojó hasta el nivel más alto de un empotrado andamio. José abandonó el despacho y tropezó con su paisano Richard Ninaquispe, un confeso comunista cincuentón que permaneció como estudiante de Economía en la Universidad Mayor de San Marcos por veinte años, con un cargo de dirigente que le permitía vivir con holgura y sin sudor, después se le veía acosando a los políticos de turno para conseguir una colocación. Platicaron.
–¡Caramba!, ¿Tú por aquí? –preguntó José.
–Sí hombre, aquí trabajo como asesor, ¿y tú! –replicó Richard.
–Buscando empleo –respondió José.
–¡Pues, tienes que ser del Partido y observar buena conducta!.
–¡Pues, mira quién lo dice?.
–¡Para que veas! –respondió Richard con vanagloria.
Continuaron conversando de otros asuntos, pero la incomodidad que sentía Richard era notoria.
Y la siguiente semana José se entrevistaba de nuevo con Julio Zandinelli.
–Hay un problema –manifestó Julio.
–¿Cuál?.
–Yo, ¡tú no debes tomar tanto!.
–Si te lo ha dicho tu asesor Richard, es para disfrazar su dudosa trayectoria.
–Dos personas más, de mi total confianza, me han confirmado.
–¿No has pensado que si he bebido es por no tener un empleo digno de mi formación profesional?.
–No, suficiente saber que tu mujer te dejó por eso.
–¡Suficiente para mí, estimado primo!, mi mujer me dejó por no tener empleo, ¡me voy!.
–Que te vaya bien. Pero, déjame tú currículo, yo te aviso.
El bisabuelo de Julio, don Julio Zandinelli Viejo, que así no apellidaba pero así lo conocían, partió de Italia acompañado de otros Zandinelli en la tarde del siglo diecinueve, desembarcaron en Chile y sólo tres pasaron al Perú, tocaron tierra en el puerto Salaverry y ahí hicieron amistad con arrieros serranos que hablaban de la grandeza de los andes, se ataron a ellos, y,  uno marchó a la sierra de La Libertad emplazándose en Otuzco, dos marcharon haciendo escala rumbo a la sierra del norte de Ancash, uno se enamoró en Virú y se quedó, el otro llegó hasta Chupas, y se chupó una viuda mayor que él, doña Benigna González viuda de Alvarado, con tres hijos, uno de ellos abuelo de José, pero don Julio alcanzó a colocarle otro Julio, y este Julio se comunicó con los Zandinelli de Chile, la situación estaba mejor allá, viajó hasta allá y regresó casado, con la inquietud de fabricar vino y aguardiente de uva. Mientras sus hermanos de madre se dedicaban a los estudios superiores y luego a la politiquería, convirtió los alfalfares de su madre en viñedos y logró su objetivo. Tuvo tres julios con la chilena, doña Clotilde Trinca, mujer de trato suave, condescendiente, y muy patriota, eso sí, cada veintiocho de julio flameaba en su balcón, junto a la bandera peruana, la bandera chilena. Y uno de esos julios peruano-chilenos se casó con la hija de doña Matilde Gallardo y con ella engendró tres julios, con segundos nombres para diferenciarlos, es obvio, y engendró cuatro más por ahí en otras mujeres, y dentro de estos cuatro a Julio Zandinelli Vásquez, que estudió Medicina y luego Economía en la San Marcos, pero que tuvo el acierto de ganar la nacionalidad Italiana, y por allá pues, por Francia, en una reunión de compatriotas, le vino la suerte de conocer al Presidente y sus allegados.  Y sin mucho rollo, se había cobrado. Jamás perdonaría que los antepasados de José lo tuvieran todo, siempre negaría que don Julio Viejo fue un aventurero que vino de allá sin más que su pellejo y unas ansias locas por conseguir fortuna, pero las serranas siempre buscan blancotes y qué mejor con acento extranjero, y siempre negaría que doña Matilde Gallardo tuvo un bien dotado marido, hermano del abuelo materno de José, dote que venía de un casi indígena pero poderoso hombre del pueblo. Pero qué le importaba a José la injusta cobranza, él sabía que tanto su padre como su abuelo materno habían sido procreados fuera de matrimonio, y por consiguiente quedaron fuera de herencia, nunca la reclamaron, pudo más el orgullo marginal. Mas de dichos julios queda el recuerdo de pocos pero sonados balazos entre ellos, mientras sus rostros al rojo se desfiguraban disputándose algún bien común.

José, posteriormente, consiguió empleo en la selva, después de hacerse cargo del puesto viajó para trasladar sus pertenencias, Sonia no recibió con agrado la noticia, “si te vas no regresas”, pero no le dijo que hasta allá no podría llegar con una acción judicial por alimentos. Así que en afán de agradarla buscó un pretexto más para no ir a la selva, asimiló de sus amigos la idea de postular como Alcalde de Chupas, ellos se ofrecieron apoyarlo sin condiciones hasta hacerlo ganar. La propuesta motivó seriamente a José, y abandonó el empleo que con dificultad había conseguido.
Entonces creyó que el destino le había reservado aquella misión, a diferencia del Chupas de los tempranos años de José, ya tenía un presupuesto asignado y mal gastado a la vez, con un Alcalde bien pagado y muchos empleados, tenía posta médica con médicos, enfermeras, obstétricas, auxiliares y guardianes, el fluido eléctrico en red con los pueblos aledaños lo proporcionaba una gran empresa, con ingenieros, operadores, chóferes y todo, Chupas había crecido en empleados y en obras como empedrados de calles y redes de agua y desagüe que a diario se deterioraban,  mas su gente, en esencia, había retrogradado, salvo por las zapatillas que antes no calzaban, y por las telenovelas que otrora no veían. Gente menesterosa, pegada a las dádivas del gobierno. Chupamedias, ¡mierda!, más que antes. Pero, qué contraste, José solía decir que el destino se hace y esta vez creyó que el destino lo haría. El destino le brindaba la oportunidad de convertir a su pueblo en un modelo de administración municipal, tal realización superaría con creces sus frustraciones, y se proclamó candidato a la alcaldía. Sabía que las causas del enriquecimiento ilícito de los diferentes burgomaestres, constaban en el ocultamiento de los ingresos y egresos, y la sobre valuación de las adquisiciones y contrataciones. Estableció en tal caso un plan basado en la divulgación de los ingresos, descentralización y administración directa de los mismos, algo muy fácil para él en un distrito con aproximadamente tres mil quinientos habitantes.
La alternativa no gustó a los amigos, quienes pertenecían a la reducida clase política dominante del lugar y abrigaban la esperanza de llegar al municipio para enriquecerse como los demás. Iniciaron una campaña de desprestigio en contra de la propuesta electoral, alertaron a los competidores y sin pudor se pusieron a lado de ellos.
Y de aquel altercado que José tuvo con el director del colegio en que laboraba, algo le quedaba, algo que recordar. Tres profesoras no naturales del lugar le expresaron su solidaridad y testimonio, en el supuesto caso de que lo ocurrido se complicara. José pudo leer en el rostro de una de ellas un disimulado amor por él; se trataba de una flaca morena, no mal parecida para la localidad, y que padecía de una enfermedad caracterizada por secuenciales pérdidas de conocimiento y convulsiones; él, consciente de la infausta realidad de la mujer, no tuvo el valor de alejarla como tampoco de acercarla sentimentalmente, pero sí necesitaba de su amistad, la misma que le resultaba tonificante, y la visitaba, y así continuaron. Ella se sentía engreída por todos y se consideraba perfeccionista, dada la enfermedad que padecía disgustaba repentinamente con las personas que la rodeaban y apreciaban, tal era su comportamiento que un día José se emborrachó lleno de amargura y reprochó a la morena, ésta desde aquel momento publicitaba su enojo en contra de José, sin haber de por medio ningún compromiso sentimental. Por fin ambos se alejaron.
Lo curioso fue que durante la campaña electoral, llegaron hasta la morena ciertos chismes urdidos con propósitos siniestros, entonces la flaca montó en cólera y denunció, ante el Juez, infundadamente a José, por agresiones verbales. La noticia voló de boca en boca y se extendió perjudicando la carrera electoral del que fue su más fiel amigo.

–¡No es así, güevón!. Lo que pasa es que el cojudo de José se enamoró perdidamente de la mona de mierda, no sé que le había visto de bueno, pero se iba en su camioneta hasta su misma puerta y ponía la música a todo volumen. De una patada abría la puerta y se mandaba encima de la hembra, después se levantaba y la hembra se quedaba babeando de miedo, el Cuello Mugre miraba de lejos, en la otra esquina, ¡y cuando José arrancaba!, llegaba a limpiar las babas de la hembra, el Cuello Mugre estaba templadazo hace tiempo, cacherito, tiene hijos en todas las mugrientas del pueblo, el profesorcito ese. También se iba borracho hasta la escuela donde trabajaba la negra de mierda y hacía la cagada. Te cuento, mientras estaba de candidato dijo en su discurso final, “¡Bueno, carajo, si quieren voten por mí, si no váyanse a la mierda!”,  ja, ja, así quién pue, compadre. El día de las elecciones tomó como burra, por eso no llegó al entierro de mi viejita, ¡mal agradecido de mierda!.
–Si tú no ibas a verlo. ¿Cómo sabes?.
–Así dicen esos serranos mugrientos que chupan con él, estoy enterado de todo. Ja ja ja. Oye, hermano. No me digas que no, ah. Hoy por mí mañana por ti. Préstame plata, al toque te devuelvo, apenas me pagan de mi fierro, quinientas luquitas, ¿sí?. Sino te dejo el fierro, un treinta y ocho, qué más quieres.

–Estamos perdidos José –le dijo un día Isidro, su más joven y leal seguidor.
–No nos preocupemos si al avanzar el excremento nos salpica, contengamos la respiración y adelante.
–La traición ha venido de los que menos lo esperábamos.
–Así es, son traidores, necios, ratas, hienas, perros y chupa medias, que no quieren para descentralizar  el presupuesto municipal por temor a perder una futura mamila.
–Uno de los traidores es tu pariente y compañero de trago, Mariano; otro, tu gran amiga, la epiléptica. Y también mi tío Raymundo.
–Hay basura tridimensional con auto locomoción por donde vayas, cuidemos que los niños no se contaminen.
–¿Sabes quien empujó a la morena a denunciarte?.
–¿Quién?.
–Otro pariente tuyo, que antes decía ser tu admirador y que ahora postula como regidor con otro candidato, el que ingresó al magisterio luego de pagar un toro por el puesto.
–Ya sé, ¡el Cuello Mugre!.
–El mismo, hoy se levanta a la morena, y dice que si es necesario él y su gente te darán una pateadura.
–Lo que faltaba, una paliza de los que comieron de mi mano.
–Ahora sólo queda confiar en Dios.
–Claro, ¿porqué no?, somos conscientes de nuestras sanas intenciones, recuerdo que cuando niño recurría a la Virgen de la Peña; sería bueno regresar allá y tratar de conversar con ella.

A ti Señora,
Señora vengo,
soy ateo de razón
y creyente de corazón,
Virgen de mis horas tiernas.
Pues, si he creído en los hombres
¿Porqué no puedo seguir creyendo en ti?.

–Los demás andan pidiendo a San Juan  para que les ayude a ganar.
–Lo que me recuerda a los boxeadores, antes de entrar al ruedo suplican a Dios, persignándose, les ayude a ganar la pelea –comentó José dejando confundido a su compañero.
–¿Y qué sabes de tu esposa? –preguntó por fin Isidro, cambiando de tema.
–¿Puede llamarse esposa a quien denuncia innecesariamente al marido?, copias de la denuncia que ella me hizo todavía circulan entre los vecinos, los opositores las utilizan en mi contra.
–Están de moda las denuncias de las mujeres. Si llegas a la alcaldía...
–Si llego se hará efectiva la denuncia por alimentos, cuyo monto se acumula mensualmente igual que la deuda externa, e igual que se agranda mi desprestigio.
–Habla con ella y pídela que retire la denuncia.
–Es inútil, mejor nos olvidamos y pedimos un trago.
Los amigos se emborracharon. Y los días siguientes José bebió eventualmente hasta el día de los comicios electorales, en que resultó perdedor, para alegría de sus opositores y seudos amigos.

Con la moral por los suelos, José, durante el día se refugiaba en su chacra y por las noches se sumergía en alcohol. Sin dinero y solitario había perdido toda esperanza de resurgimiento; su dentadura se deterioraba a pasos agigantados, según él era el peor deterioro físico que podía padecer un ser humano; para colmo empezó a perder la visión, “Me molesta leer a la distancia como un pobre viejo, y me llenan de tristeza unas manchas grises que flotan mientras camino”. Se libró de convertirse en homicida, superó el suicidio, pasó rozando al temible SIDA y oliendo enfermedades venéreas,  pero para desgracia, volvió a consolarse con alcohol.
Cada noche salía en busca de parroquianos ávidos de licor, si no los encontraba en la esquina de su casa, seguía su camino cuesta arriba, se detenía una cuadra antes de llegar a la plaza, y silbaba, un silbido de llamada, tres veces y ya, si no era respondido, continuaba hasta la plaza, se paraba en la  esquina de entrada, miraba a uno y otro lado, parando la oreja. Después de un tiempo prudencial, si no había indicios de sus amigos, cruzaba la plaza, en diagonal hasta la otra esquina, donde lanzaba un silbido disimulado, esperaba y si nadie aparecía, iba por cigarrillos y se marchaba a dormir. Ésa era la diaria rutina de José, pero muy pocas eran las veces que se regresaba a dormir con cigarrillos únicamente, generalmente se encontraba con los amigos, ellos también lo deseaban, pero disimulaban el encuentro. Y conversaban de otros asuntos, los gobernantes eran motivo de conversación, los gobernantes locales con mayor incidencia eran seguidos de cerca por ellos. Luego llegaba uno, dos, hasta cuatro más de los conocidos. Repentinamente alguien cambiaba de tema, “¡Carajo!, en lugar que están hablando güevadas vamos a tomar un trago”. Y así opinando en voz alta, sobre el tema alusivo que se encontraban tratando, se dirigían hasta la cantina, suave nomás, sin mencionar ni una palabra de licor para que no se dieran cuenta los demás, eso creían, e ingresaban como resistiéndose a sus deseos, se acomodaban en la mesa,  iniciaban la primera copa con tristeza y poco a poco se iban alegrando. Pedían que sonara la música cantinera, ellos mismos aprovisionaban las cintas magnetofónicas que ya llevaban seleccionadas, cantaban a los acordes hasta el cansancio, y empezaban un nuevo tema, el de la discusión política, el de las obras mal hechas por el Alcalde, los robos en la Comunidad de Campesinos, y en las instituciones estatales del lugar; inesperadamente alguien lanzaba una opinión, ya sin saberlo ya intencionalmente, y alguno se sentía aludido, y la discusión subía de tono, y pedían más trago mientras más se amargaban. Muchas veces terminaban insultándose, pero la necesidad de sentirse a gusto los volvía a unir en la cantina.
Cuatro eran los parroquianos a los que la gente dirigía su atención, Mariano, Eduardo, Jorge y José; los cuatro unidos por un común denominador, desprovistos de mujer y con ganas de ahogarse en licor. Cuatro que terminaban las tertulias alcohólicas con alguna pelea, sin embargo los cuatro llegaban a buscarse en sus casas con el único propósito de beber. Bebían un día, y al siguiente curaban la borrachera con más licor.
Mariano, el flaco de tez blanca que traicionó en las elecciones a José,  mientras bebía dejaba al descubierto su ególatra personalidad, pero era grata su compañía por su afición a cantar canciones alusivas a la reunión. Los pasillos ecuatorianos y huaynos ayacuchanos eran su predilección, no obstante por buen tiempo estuvo prendado de las cumbias chicha que interpretaba Rocío Guerra, más que por las canciones por el cuerpo semidesnudo que ella exhibía, y que le recordaba a una cantinera del lugar.
Jorge, un pequeño agricultor, huérfano de padre, vivía junto a su madre. Su compañía se hacia agradable, por el hecho de que el alcohol transformaba su tranquilo comportamiento en jocosa intervención.
Eduardo, un muchacho inconforme por ser hijo de madre soltera y no conocer a su padre, era cariñoso mientras empezaba a beber, y de comportamiento agresivo a medida que se saturaba con licor.
Y José, muy conocido ya, después que se emborrachaba, en medio de su desesperación se prometía no volverlo a realizar, pero siempre volvía a lo mismo, un día llegó a reflexionar en voz alta.

Maldito sea Yo quien lleva a cuestas al Noble y a la Bestia, él me da tranquilidad y vida, ella desesperación y  me conduce a la muerte. Bien podría Yo enrumbar al despeñadero con la Bestia y entre tumbo y tumbo terminar nuestra asquerosa existencia. Pero estando los tres unidos por maligna subsistencia, muere también el Noble sin derecho a defensa. Entonces debe morir la causa siendo ella la falta de amor, pero si falta amor cuando falta dinero, debe morir la falta de dinero. Comprendo entonces a los que roban, a los que estafan,  y a todos de semejante calaña; pero sin estar Yo predispuesto para eso, quien debe morir es el maldito, y el maldito soy Yo.

¿Qué le impulsaba a tan desesperante determinación?, ¿el no tener mujer, no tener cerca a sus hijos, no disponer de holgura económica, no tener un empleo digno de su formación profesional, o el no poder apartarse del alcohol?. Contaba ya con cuarenta y siete años de edad, había intentado muchas veces motivar a su mujer para que regresara, sin resultados positivos; extrañaba a sus hijos, la pequeña chacra no le rendía, tenía que entregar la mitad de la producción a quien la trabajaba, ya que su cuerpo no respondía a las exigencias físicas cuando realizaba las labores de campo directamente, a la par que tenía que preparar sus alimentos, pues su anciana madre vivía en el pueblo, a hora y media de caminata por escabroso sendero; de otro lado había buscado inútilmente una colocación como profesional; padecía un deterioro dental y óptico acelerado, y lo exasperaba, por lo mismo vivía siempre melancólico y amargado, y buscaba a sus compañeros para alegrarse con alcohol, pero los efectos de la bebida lo empujaban a desesperarse más y más; peor aún si tropezaba con una autoridad del pueblo, lo consideraba corrupta, a todas, las detestaba e insultaba cuando borracho, dada su impotencia.
Repentinamente dejó de frecuentar la chacra, pocas veces se le veía en ella, mayor tiempo lo derrochaba en las cantinas, tratando de alegrase mientras ingería licor con sus compañeros de siempre, y cuando no bebía cocinaba, se sumergía en la lectura y hasta escribía algo de poesía.
Cierto día escribió en la pared de su casa, con letras bien dibujadas y pintura permanente, la siguiente meditación:

Siete de la noche, pichuchanca has cantado:
la nostalgia de un hogar que se esfumó,
el recuerdo de una mujer que no existió,
la ancianidad de mi madre que me mira con incredulidad,
la distancia hasta mis hijos que no están,
la agonía de un pueblo que aún no puede ver.

La llegada de la noche, justo a las siete, cuando cantaba un pajarillo en el pino de la casa, era la hora más triste de sus temblorosos días. Desde la ventana sur de su habitación, dirigía la mirada al frente y hacia arriba, se quedaba contemplando y luego murmuraba dejando escapar un suspiro, “El Gólgota me desafía, me espera ahí arriba”. Se refería a las luces amarillentas y tristes que se divisaban en la colina, tres bombillas incandescentes en el patio de llaves de distribución de red eléctrica del pueblo, tres luces que en la penumbra de la noche lo perturbaban. Y en las noches de neblina del invierno, el espectro se tornaba sepulcral.
Después llegaba el canto del grillo solitario que compartía su habitación, a José le gustaba escucharlo, y hasta se disponía a buscarlo para decirle que no era el único ser triste de la noche, y que debería estar alegre porque podía cantar para ser escuchado, en cambio él, José, sólo inspiraba miedo en el pequeño cantor. Solitarios, indefensos y espantados grillos escondiéndose de los seres humanos, los buscan para matarlos cuando escuchan su canto, porque creen que la afligida melodía que saben arrancar, es un canto de despedida para los dueños del hogar.
Y en la madrugada el canto del búho solitario, el tuco del lugar, el que presagia la muerte, ahí nomás en el pino solía cantar, helando la sangre de los vecinos, especialmente de los más ancianos. Cuatro ancianas vivían en la cuadra, ¿quién se irá primero?, comentaba la gente al día siguiente, ¿la madre, o las vecinas de José?. José sonreía al escuchar, para él el canto inocente de una criatura se traducía únicamente en la liberación de su ser, “todos necesitamos eso, necesitamos cantar para no fenecer”, aclaraba.

Así, mi querido sobrino, tan pronto el cielo nos llegó, mi Aurorita  se marchó. Qué poco nos duró.

¿Conocen al mudito? –preguntó José a sus sedientas plantas, un día de fuerte sol–. El Mudito como lo llaman cariñosamente los nobles habitantes de la comarca, o El Mudo, como lo llaman los que quieren demostrar superioridad frente a él. ¡Claro que lo conocen!, anduvo por aquí en sus tiempos mozos, ahora va para octogenario, o talvez más, la higuera puede confirmarlo. Sigue calzando rústicas sandalias de jebe, sombrero viejo de paja,  pantalón y camisa sobre parchados con trapos de diferentes colores. Antes se ganaba el pan ayudando a los campesinos en las tareas de labranza, y ahora sólo se sienta a la puerta de alguna casa y espera, hasta que alguien se dé cuenta de su presencia y le otorgue un poco de maíz tostado para calamar su hambre, ya que para la sed bebe directamente de los arroyos y acequias. Se sabe que tiene familiares que van bien por algún lugar de la costa, también los tiene en la comarca, pero son simplemente familiares, jamás supo como tener hijos, y así se quedó, no hay más como él por aquí.   
Resulta, mis queridísimas plantitas, que El Mudito jamás se quejó de dolor, dicen que cuando jovenzuelo se le veía trepando delgados árboles de eucalipto, los de la quebrada, que ahora están bastante gruesos. Escupía sobre sus manos y mutuamente las frotaba, cogía el árbol con ellas, una tras de otra, luego saltaba sobre él y se aferraba presionando los muslos, colocaba una mano más arriba de la otra, y luego la otra, y a la par los muslos los desplazaba rítmicamente, hasta que llegaba un momento en que ya no avanzaba más, sólo soltaba los muslos y los apretaba de nuevo contra el cilíndrico árbol, hasta quedar exhausto y pegado, árbol y hombre parecían un solo ser, finalmente El Mudito descendía feliz.
Cuanto empecé a ir a la escuela, me di cuenta que siempre a la hora del recreo los alumnos de los grados superiores que entraban ya  a la pubertad, trepaban los eucaliptos que circundaban  el centro educativo, ante la mirada disimulada de los maestros, que seguramente recordaban su inocente infancia, mas cuando algún maestro era sorprendido mirando, se sonrojaba. Jamás lo supe por alumno alguno el placer que resultaba de tal disimilado deporte, lo supe por mí mismo cuando cursaba el cuarto grado, llegado el recreo corríamos cuesta abajo hasta los árboles, y a las ganadas a trepar, hasta quedar satisfechos. Sucedía que la acción trepadora producía un estímulo sexual y luego una erección para culminar en placer. Todos los infantes sentían el placer a su manera, aunque ninguno tenía el valor de comentarlo con nadie, se podía leer en la expresión de sus rostros, incluso en los mayorcitos se notaban secreciones en sus pantalones, y al sentirse descubiertos se sonrojaban y abandonaban la práctica para siempre. Después pasamos a la escuela secundaria y la inocencia quedó atrás, los compañeros alardeábamos de relaciones sexuales con las chicas más atractivas del lugar, soñábamos en verdad con eso, aunque todavía no lo practicábamos, salvo los adultos; pues al iniciar el primer grado secundario, teníamos compañeros de doce a veintiocho años de edad.
Bien, El Mudito siguió trepando los árboles hasta muy adulto, en excitante fitofilia. Hoy, antes de llegar aquí, me encontré con él, estuvimos comunicándonos por largo rato. Puedo entender perfectamente que le  duelen los huesos, camina ayudado por un rústico bastón. Cuando le insinué travesura de muchachos, su rostro envejecido y curtido por el sereno y el sol se tornó alegre, recordando aquellos años de árboles amatorios. Pero luego empezó a llorar silenciosamente, y con el bastón ordenó que me marchara.

VIII

Después de un año, de su empleo, José se dio cuenta que su necesidad de beber se había incrementado; luego del primer día de haber bebido, el segundo lo volvía a realizar para apagar la sed. El tercer día, con tristeza y cólera hacia sí, sentía la necesidad de apagar su angustia con algo de alcohol, al cuarto día, además de tristeza y cólera, admitía asco por su persona, y tomaba un poco de licor para olvidarse, además de fumar en exceso y tomar café en la misma medida. Contado el quinto día, una angustia desesperante lo atormentaba, un auto desprecio total y una lucha interna entre beber y no lo consumían, caminaba como loco, escapando de la tentación de beber, sin rumbo conocido, horas y horas; el alcohol le salía por los ojos y trascendía nauseabundo por los poros de su cuerpo. Tristeza, cólera, asco y desprecio por él y por todo lo que le rodeaba incubaba en su cerebro. Se sentía en una cresta, a un lado la vida y al otro la muerte, la vida para reivindicarse y la muerte para terminar con su solitaria y penosa existencia, su mirada se negaba a visualizar la vida y se concentraba en el oscuro abismo de la muerte. La lengua amarga, el rostro inflado; labios, manos y pupilas, asquerosos y temblando, ponían el fondo destructivo y tétrico al real episodio de su vida que jamás se prometió.
Sin embargo, cuando más se concentraba en el oscuro abismo de la muerte, casi muerto trataba de sobreponerse. Aturdida, desesperada y temblorosamente bebía diferentes infusiones, muchas veces al día, hasta por dos días, y luego aturdida, desesperada y temblorosamente comía, al fin la tranquilidad, para ordenar todas las cosas que intencional y amargamente desordenaba mientras bebía. Construcción y destrucción, organización y desorganización, guerra y paz, vida y muerte, ¿sólo en los alcohólicos?. Y dejaba de beber algunos muy pocos días, y nuevamente la misma falsa alegría que otorga el licor, nuevamente los mismos estragos y la misma convalecencia, y paralelamente las mismas  auto promesas de no volver a beber.
Conocía en persona bebedores de diez, veinte, y treinta días, pero jamás supo que alguno de ellos había llegado a una sepulcral determinación. ¿Qué era entonces lo que establecía la diferencia entre él y los demás?, ¿acaso su conocimiento académico de las causas y efectos del alcohol?. “Quien peca con conocimiento de causa y efecto no tiene perdón”.
Pero también no era el único que conociendo cometía tal masoquismo, estaba enterado de otros seres que habían incurrido en lo mismo.
No descendía de alcohólicos, cuando niño y adolescente los bebedores no eran de su agrado. En los primeros años de su juventud sus amigos de entonces se apartaban de él por su poca inclinación al licor, tenía otras metas, grandes para él, sin dejar de pensar en formar un hogar.
Sin darse cuenta, poco a poco, desde el fracaso de su primer matrimonio, fue entregándose a las garras del alcohol. Después de mirarse en el retrovisor de su vida, se dio cuenta que había caminado tanto y en tal trajinar paralelamente se diluyeron sus ilusiones; estaba ya cerca de los cincuenta de efímera vida, los años de niñez le parecían los más bellos de su existencia, los triunfos y gratificaciones conseguidos cuando adulto, no lograban dar sabor agradable a su vida ni contrarrestar su sumisión.
Tiempo es ya que me retire a mi mundo, a mi mundo soñado; repetía para sí el desdichado.
Viento arrollador, lluvia devastadora y sol sofocador, se apoderaron de su vida.
El caso de José se convirtió en el tema central de conversación de todos aquellos que lo conocían, desde el peón hasta el más encumbrado, incluyendo a toda su familia. Hurgaban en su pasado y subrayaban todo aquel hallazgo que significaba debilidad. Sin embargo, en cada conversación simulaban preocuparse por el alcoholismo que lo aquejaba.

Todo el pueblo lo sabe, todos los vecinos somos testigos. Ellos son los que vienen con el trago, su propia familia, ¿quién más, pue?.
–Pobre José, vive tomando y tomando, yo siempre lo aconsejé en calidad de tío, pero nunca supo escuchar. 
–Yo también, “¡primo, no tomes que te hace daño al bolsillo, mejor compra algo para tu mamá!”.
–José también es mi sobrino, claro que por parte de su mujer, por eso el cholo me da lástima y siempre lo aconsejo, pero como ustedes dicen, no hace caso, terco es el cojudo, y pensar que los hermanos de su madre lo apoyaron para que se haga profesional. Ahora se arrepienten, dicen que han hecho una mala inversión.
–Claro pues, el muy pendejo no reconoce, ¡ni siquiera tiene lástima por su pobre madre, carajo!.
–¡Así es la vida, carajo!, nadie reconoce el sacrificio que uno hace.
–La prima Juana dice: “A un hijo así, ¡yo lo mato!, ¡que vergüenza!”. ¡Ja, ja, ja!, pero ella tiene otro igual, yunta de José.
–Pero él es diferente, trabaja en lo que sea, y no tiene mujer ni hijos que mantener, ¿en cambio José?.
–La primera mujer de José era una mocosa, nadie estaba de acuerdo con ella, pero el muy inútil le clavó un hijo y tuvo que casarse.
–Sí, pero él como mayor debería comprenderla, y no andarla a golpes, ¡hasta la dejaba sin comer!.
–Me consta que a mi sobrina también la tenía sin comer, sin ropa, y hasta la golpeaba.
–Por eso no queríamos que se case con tu sobrina, porque José es borracho y malo, pero no pudimos evitarlo.
–Pero ella es una profesional, no sé porqué no se dio cuenta; ahora las que sufren son las hijas.
–Yo creo que también se emborracha porque no puede conseguir trabajo, y estoy seguro que no consigue porque no sabe.
–Sí sabe, de lo contrario no hubiera terminado la carrera.
–Entonces, ¿porqué se emborracha?.
–Según él, porque se le fue la mujer.
–Es un pretexto, ¡lo que pasa es que al cojudo le gusta!.
–Cuando prueba ya no lo deja, ¿no será que su padre ha sido alcohólico, por eso siempre estaba pobre?.
–¡Su padre ha sido haragán!.
–Entonces él también, y no es que no encuentre trabajo, de repente se hace el que busca.
–Que yo sepa, su padre cuando joven tuvo buenos empleos, el tipo era muy inteligente.
–El caso es llegar a saber  porqué a José le gusta tomar. ¡Nada más!.
–No te gusta que se hable de inteligencia porque tú no lo eres.
–Si no fuera inteligente estaría emborrachándome, y sería un calato como José y su familia.
–¿A qué te refieres?.
–Claro pues, José toma con todos sus primos y otros cholitos más, son ellos los que lo buscan, por ejemplo toma con su primo Roberto que tuvo un abuelo alcohólico.
–¡Ah!, pero el abuelo de Roberto tenía dinero hasta por gusto, y como le sobraba tomaba, en cambio el que no tiene se contenta con mirar.
–Están hablando tonterías, mejor nos tomamos un trago.
–Tienes razón, es lo mejor que he podido escuchar hasta ahora.
Entre risas y bromas los mierdas se dirigen a la cantina, y chupa y chupa se emborrachan y siguen rajando del vecino, sin embargo piden más trago ¡y a la casa del vecino se ha dicho!, pasan sin tocar la puerta hasta adentro.
–Hermano, ¿porqué te encierras a sufrir solo?, para eso estamos los que te queremos, sabemos que tomas por una mujer, ¡carajo!, habiendo tantas en el mundo.
–No es una mujer, ¡es el amor! –contesta el pobre José.
–¡Qué amor ni amor, el amor es una mierda!, mejor hay que chupar, aquí está el trago y prende la música, ayacuchana,  ¡carajo!.
–A las mujeres no les gusta el buen trato, son del miedo, por eso si quieres tener mujer, ¡hazla sentir, carajo!, y no tengas solamente una, ten varias, así si una se te va, ahí te quedan las otras.
–Y no mucha plata porque te toman el pelo, hay que hacerlas el amor, pero hay que saber hacerlo, para que te quieran y aguanten todos tus caprichos, los vagos no tienen plata, pero sí tienen buenas mujeres.
Los mierdas siguen chupando y chismeando, mientras la viejita se queda mirándolos sin hacer nada. Chupan hasta dejarlo dormido y se largan, y así lo siguen haciendo, si no son ellos lo hacen los otros. ¡Pobre madre!, yo también soy madre, pero si fuera mi hijo, los voto a palazos. ¡Qué cosa?.

Cuando José despertaba empezaba para él un nuevo martirio de soledad y deseo de seguir bebiendo, y lo repetía hasta por cinco días, luego de los cuales decidía no beber y paulatinamente iba rebajando la ingestión de licor. En horas de la noche, con la vigilancia disimulada de la anciana,  buscaba entre las botellas alguna gota de licor, y una a una prendía las colillas de cigarrillos que yacían en el suelo, desesperadamente las fumaba hasta parte del filtro, caminando desesperadamente deprimido de un extremo a otro de su cuarto. Se sentaba, acostaba, paraba, y desplazaba nerviosamente como si buscara ayuda, y así hasta la aurora del nuevo día, que en desesperado intento por dejar de beber, se marchaba a caminar como loco por los senderos.
En una de esas locas caminatas que realizaba poseído por el alcohol, fui detenido por un antiguo amigo, un noble y sencillo hombre, compañero de infancia y de estudios, al que no veía desde que terminé la Facultad, se trataba de Moisés. Nos cruzamos en abrazos y nos sentamos a conversar en una roca de granito, allá en la visible colina, mientras la nube cubría de gris el amplio cielo.
–Por años te busco y al fin te encuentro, sin embargo sé mucho de ti –me dijo, visiblemente emocionado.
–¡Moisés!, amigo mío, creí que te había perdido.
–Es cierto, me habías perdido, me perdiste y no me buscaste.
–¿Y porqué lo has hecho tú?.
–Pues, porque te tengo amor.
–Ya no puedes amarme, no soy el mismo.
–Difícil cambiar, eres el mismo, solamente estás confundido.
–¿Confundido?.
–Has desempeñado tantos papeles en el teatro de la vida, que a estas alturas del camino crees que el último es real. No permitas que los espectadores sean parte del elenco.
–Creo entenderte, jamás hice caso de la gente.
–Pues yo diría que ya estás comportándote como la inmensa masa humana, que vive para satisfacer la vulgar expectativa de los demás.
–¿Y eso, qué?.
–Eso es bueno para ellos pero no para ti. Recuerdo cada día al levantarme aquello que comentábamos : Los humanos arañan la tierra del perro mundo, con la esperanza de que en sus uñas se impregne el sucio oro que ella guarda, para rendir culto a la injusticia, excluirse de ser víctimas de sus perras leyes y para ayudar a hundir a los nobles seres que aún no se rinden.
–Nunca lo he olvidado, pero tampoco se puede negar que somos parte del perro mundo.
–Justamente ahí está la causa de tu infelicidad, sabedor de la existencia del perro mundo, crees ser parte de él, aquí la diferencia con la vulgar masa humana. Ellos no saben que son parte del perro mundo, y se sienten dueños de la tierra, son felices porque no pueden ver.
–Sin bienes materiales no somos nada, no es que el cuerpo disfrute de todos los caudales que atesoremos, pero esos caudales despiertan codicia en los demás, y mientras más nos codicien de más respeto y complacencias somos objeto, y hasta nos da gusto saber que nos adulan por nuestro tesoro pasando por alto nuestros defectos.
–Entiendo que has caído en un vivir mundano, hasta crees tener defectos, pero conociéndote puedo decirte que es pasajero, para mí defectos son los del alma.
–Bueno, ¿y qué hay de ti, no me vas a decir que no te gustan las mujeres, que no prefieres los buenos licores, y las buenas comidas tanto como los viajes?.
–Pues claro que me gustan, pero no porque me gustan voy  a tener que pagar más de lo que valen; un pobre hombre que conocí quería vender su riñón para completar el dinero que le faltaba y comprase un auto, y así poder salir con mujeres hermosas, ¿acaso es digna tal decisión?.
–¿Estuviste algún largo tiempo sin dinero?.
–Mucho, el que tú no te imaginas.
–¿Y conquistaste un amor durante ese periodo?.
–No, para hacerlo hubiera sido necesario mentir y eso no va conmigo, la mentira tiene un gran costo, que  no me dejaría vivir en paz con mi conciencia, lo aceptes o no, la gran mayoría de las mujeres buscan dinero.
–¿Y no extrañaste las caricias, las palabras y el sexo de una mujer?.
–Pude inhibirme en el deseo.
–¿Cómo?.
–Imagina a tu pareja como una bolsa llena de excremento, sangre, glándulas y vísceras, que emanan un hedor repugnante, y que en el preciso momento del placer puede estallar y salpicarte en la cara.
–Hablas así porque has perdido amor por las mujeres, talvez te han decepcionado, hablas como un desviado sexual.
–En la atracción por el sexo opuesto no hay amor, obedece al instinto, al comportamiento fisiológico o animal del organismo. Sudor, babas y secreción hormonal son los resultados inmediatos de la entrega sexual. Lo que unos consideran una desviación para otros es normal, es relativo, depende de quien formule las reglas.
–Pero, no puedes negar que no se puede vivir sin activar el sexo.
–Pues si no puedes controlarte me gustaría verte castrado, para ver si mantienes la misma opinión.
–¡Jamás!, no es propio de la especie humana inhibirse de esa manera.
–Los animales responden a un mandato fisiológico, por ello no pueden inhibirse, y para darles tranquilidad en el desenfrenado apetito sexual se les castra.
–Refuto tu opinión, ni los sacerdotes, habiendo previamente hecho votos de castidad, pueden inhibirse.
–Es que tienen mucho más de animal que tú.
–Es tu opinión.
–Justamente es la mía, ahora quiero saber la tuya, dime, ¿porqué tomas licor hasta morir, acaso te gusta?.
–No me gusta, lo hago para olvidar el hogar que no pude retener, y mientras tanto para sentirme alegre.
–No lo haces para olvidar ni sentirte alegre, lo haces para recordar y con ello cargarte de dolor, todo un masoquismo de macho; pero sí, debes olvidar o ignorar a las personas de tu entorno matrimonial que hicieron que tu matrimonio fracasara.
–No eches más culpa a la que ya me han otorgado.
–¿Cuál es ésa?.
–Se dice que he sido marido pegador y ridículo, padre irresponsable, hijo malcriado, amigo mal agradecido y borracho empedernido.
–Por lo que veo solamente lo último es cierto, pero es el efecto inmediato, la consecuencia de otros males ajenos a tú voluntad.
–¿Porqué debo creerte?.
–Porque de verdad soy tu amigo.
–Me haces tanta falta en este mar humano pero desierto para mí.
–¿Porqué desierto?.
–Presiento que la sociedad me rechaza.
–Es natural, para ellos estás en la pobreza, consíguete un empleo que te reivindique ante ellos, puesto que estás afirmando que vives sometido a la voluntad de los demás.
–Tanto he caminado sin conseguirlo.
–Has pasado los cuarenta años de edad, y aún siendo bueno, el mercado laboral es difícil para ti, ¿qué patrón quiere comprar un caballo viejo?.
–Cierto, ya soy un músico de la aldea, es otra causa por la que quiero partir.
–¿A dónde?.
–Al más allá, donde nadie me conoce aún, a la eternidad, ¿qué opinas del suicidio?.
–¿Qué podría yo decir, si hasta Cristo lo hizo?.
–Es mejor morir ahora que llegar miserable y solo a la penumbra de la estúpida senectud. ¿Quién cuidaría de mí?.
–Tus hijos.
–Mis hijos son propiedad de sus madres, ellas así lo creen, y los preparan para tal fin subalterno.
–¿Y cómo lo hacen?.
–Con mimos y halagos, haciéndolos creer que se sacrifican por ellos, insisten persistentemente en lo mismo, ¡cómo si ellos hubiesen pedido venir al mundo!. Con sus acciones judiciales por alimentos, me otorgaron el papel de villano, mientras ellas se quedaron con el de víctimas. Con todo esto, ¿qué hijo abandonaría a una sacrificada e indefensa madre?, hasta las leyes las protegen. ¡A todas!, para someter a los hombres.
–Y muchos como tú responden emborrachándose, dando más credibilidad a la astucia femenina. “¿No ves?, tu padre es un borracho irresponsable”.
–Pero no se puede negar que hay hombres que someten a sus mujeres aprovechando su sexo débil.
–Para vergüenza nuestra sí los hay, y lo hacen sólo con las mujeres ingenuas, pero no son el sexo débil, todo lo contrario, son el sexo fuerte, y por más ingenuas que sean, con el sexo someten a sus maridos, aún cuando ellas no sientan amor ni placer.
–¿Qué opinas de los alcohólicos?.
–¿Porqué preguntas, te sientes uno de ellos?.
–Sí, los síntomas apuntan a eso. Afanosamente busco el crepúsculo matutino para nutrirme con el día, y apenas lo tengo, afanosamente busco el vespertino para taparme con la noche. Y lo que más me aterra, es que se trata de una enfermedad repugnante e incurable.
–¿Quién lo dice?.
–Los médicos, psicólogos y colaterales.
–Puro negocio, ¿cuánto ganan por decir eso?. Es incurable y repugnante la adicción que ellos tienen por el dinero, no conozco indigente alguno que haya recibido tratamiento médico directo y gratuito. Yo estuve en el alcoholismo, pero cuando fui al especialista por algo de ayuda, me sorprendió con la definición de incurable, me reí en sus narices y me he demostrado a mí mismo que puedo tomar cuando quiero y hasta donde quiero, sin tener que terminar en una tremenda borrachera. Es el cerebro el que domina. Lo que pasa es que los especialistas siempre terminan acomplejando al paciente, que sabiéndose enfermo incurable se auto margina, y lo que es peor, los demás se alejan y le niegan toda oportunidad de progreso, ¡ah!, pero esto no pasa cuando el alcohólico es poderoso.
–¿De ser alcohólico, cómo puedo curarme?
–Busca la causa que te llevó a beber, una vez que la encuentres sácala de tu vida, anulando la causa anularás el efecto inmediato, mejor dicho el alcoholismo, aunque no podrás anular el daño que ya has causado a tus órganos vitales, pero de todas maneras se aliviarán. No cortes la bebida de golpe, puedes morir si lo haces, disminuye la dosis poco a poco, y mientras tanto procura mantenerte ocupado haciendo ejercicios. Si no tienes algún deporte preferido  trata de caminar lo más que puedas hasta el cansancio, báñate con agua ligeramente tibia, y luego empieza una nueva vida sin repetir los errores pasados. Si hay compromiso social, toma con mesura y alegría para disfrutarlo, no traigas a tu mente momentos desagradables del ayer, y no bebas ni una copa cuando estés iracundo o nostálgico. 
–Cuando tomo me acuerdo de los pasajes hermosos de mi vida, pero junto a ellos tropiezo con algo feo, y apuro el vaso hasta quedar muy borracho.
–En tal caso no te remontes al pasado. O mejor, corta la bebida de una buena vez, y piensa en un mañana hermoso; si así lo haces, sin darte cuenta, tus sueños poco a poco se harán realidad.
–Hablar es fácil, ¿porqué no piensas en un mañana hermoso y poco a poco te conviertes en un hombre importante?.
–Soy importante, pero no para los demás, eso sería ser complaciente; soy importante para mí y por lo mismo estoy aquí frente a ti, incondicionalmente para lo que me quieras.
–Vivimos entre los demás, y somos importantes solamente si ellos nos aceptan, y lo hacen cuando tenemos dinero o poder, aunque también nos aceptan como sumisos y leales servidores.
–Mediocre satisfacción del ego, causa de todos los males sociales, es lo primero acabas de afirmar; en cuanto a tu segunda aseveración apruebo férreamente la lealtad pero no la sumisión, un sumiso suele ser siempre un adulón, y un adulón se transforma en traidor, y la traición persigue dinero y poder.
–Entonces te explicaré de otra manera mi deseo de partir.
–Es otra cosa, te niegas a seguir viviendo, crees que no volverás a tener un hogar que perdure, que cualquier lucha terrena por fructuosa que sea no te dará tranquilidad. Pues si bien lo has analizado, tienes derecho a escoger tu mejor camino, pero antes respóndeme, ¿si no tienes dinero, cómo adquieres el licor?.
–Tomo licor de caña, un aguardiente barato que beben los campesinos, lo compro con lo poco que llega a mis manos por la venta de  los escasos productos agrícolas que me proporciona la chacra.
–Y, ¿si no tuvieras lo que mencionas?.
–No falta un colega que le guste beber licor y fanfarronear.
–Está claro que tú buscas a como de lugar el licor.
–Así es, he decidido morir tomando, no quiero que nadie me recuerde con amor, pues nadie me lo tuvo cuando era el hombre que todo lo podía.
–Y tu madre, tu hermana, tus hijos, ¿no te aman?.
–Talvez sí, pero estoy haciendo todo lo que puedo para que me detesten.
–Qué raro, todos buscan ser recordados con amor después de muertos.
–Son los que en vida simulan un amor hipócrita hacia los demás, porque mucho esperan de ellos.
–¿Tú no esperaste nada de los demás?.
–Solamente el mismo amor sincero que les entregué.
–Entonces, eres interesado.
–Yo llamo interesado al que intercambia amor por mercancía o viceversa.
–Me rindo, dices tantas cosas que cualquiera no te entendería, primero me pediste aconsejarte, y a estas alturas soy yo quien necesita ser aconsejado.
–Claro, es que soy un enfermo, un alcohólico incurable, pierdes tu tiempo conmigo.
–¿Me esperas en el más allá?.
–Claro, pero sé que tú no irás a verme.
–¿Porqué?.
–Porque tú nunca visitas a los que están bien, sólo lo haces con los enfermos, con los que entran en desgracia; allá estaré bien, entonces me visitarán los demás, como antes.
–¡Adiós entonces, amigo!...,espera, aún quiero saber cómo llegaste a beber, ¿a qué edad tomaste tu primer trago?.
–A los ocho, una copa de vino en el cumpleaños de mi abuelita, al rato de beberla la habitación y la mesa donde almorzábamos comenzaron a balancearse, me asusté y salí dando tumbos para caer en el patio mientras los demás reían. El suelo también se balanceaba, y para no caer a uno y otro lado me aferraba con las uñas en la tierra. Al siguiente día, al ver las botellas de vino vacías y esparcidas por el comedor, sentí asco inmenso por ellas. Desde entonces no bebí hasta mi promoción escolar secundaría, a los dieciséis, por miedo a marearme tomé muy poco, sólo hasta sentirme alegre para poder reír con los demás de ocurrencias sin sentido. A los diecisiete desempeñé un cargo importante para mi edad, mi desempeño fue bueno, pero el jefe del grupo al saberme menor que los demás me fabricó observaciones, que llegaron a enterarse mis familiares haciéndome sentir mal; después de esto sentía miedo por las entrevistas, y para enfrentarlas bebía previamente alguna copa, tomaba un tranquilizante o fumaba un cigarrillo, así estuve por algún tiempo. A los veinticuatro murió mi padre, suspendí los estudios superiores, y mi impotencia por afrontar económicamente la acción judicial me llevó a beber con algunos parroquianos copas buenas de licor, sólo duró unos meses. También he bebido para poder bailar, porque bailar es un arte y el arte no es dominio de las mayorías, entonces, para salir a menearse desordenadamente hay que estar loco o borracho, y como en cada reunión social de tal naturaleza prácticamente obligan a danzar, es mejor estar borracho. ¿Algo más?.   
–Estoy complacido.
–¡Adiós, querido Moisés!.
–Lo que hayas decidido, José.
Nos estrechamos de nuevo en una indescriptible fusión. Sopló el viento desde la quebrada a la colina, las nubes despejaron el cielo dejando al descubierto el sol radiante del mediodía y las ganas de vivir, en un abrir y cerrar de ojos Moisés desapareció. No obstante mí fatal realidad, me sentí radiante de felicidad, había por fin sido buscado por el amigo al que mucho tiempo esperé,  fue como reencontrarme conmigo mismo.

Y Sonia volvió al Banco como ejecutiva de ventas, un cargo inferior al que anteriormente había tenido, y buscando clientes encontró a la comadre de Dona, pensó que debería averiguar el motivo por el cual José se divorció de Dona, y lo hizo desde el punto de vista de la comadre. Él, un ridículo, todos los días obligaba a mi comadre a buscar empleo, ridículo y celoso, así cómo podría trabajar. Y consiguió una carta a favor para aliviar su conciencia y justificar su huída. Y Dona buscaba a Sonia en su propia casa. Y Reina y Dona salían de paseo juntas. Y Reina buscó la amistad de Sonia aprovechando el acercamiento laboral, Reina profesora y Sonia en un puesto administrativo recién conseguido en el ramo de Educación. ¿Qué tal si José hubiera buscado la amistad de sus rivales?.

Así, mi querido sobrino, tus primos menores quieren ayudarte, y también mi hermano Santiaguito, y tú hermana y tu cuñado, y algunos con algo de eminencia por ahí, yo también quiero. Pero, ¡quién no quiere ayudar!.

Yo lo ayudé al cojudo ese, ¡mi sobrino, carajo!, decía yo. Todavía no tenía a mi hijo, mi mujer estaba haciéndose tratar, gasté mucha plata yendo de doctor en doctor, andaba preocupado por eso, pero de todas maneras lo ayudé. Así soy yo. Me daba pena mi hermanita, todo el día trabajando como esclava mientras su marido, un haragán de mierda, sólo durmiendo. Carajo, quién iba a pensar que el hijo iba a salir igual que el padre. De chico era muy obediente, voluntarioso, todo lo bueno tenía, y así hasta que terminó la Universidad. Se estaba haciendo el cojudo hasta lograr lo que quería, porque después se malogró, ¡no se malogró!, empezó a manifestarse como verdaderamente era. Invertí mucho dinero en él, por gusto, muchas veces a escondidas de mi mujer, aunque ahora ya lo sabe todo. Hice una mala inversión, no me ha desquitado nada. Ahora que lo carguen los perros. Nunca se ha preocupado por su madre, mi pobre hermana corriendo a la chacra a buscarse la vida, ¿y él?, dicen que lo vota de su casa, ¡nada que dicen, a mí me consta!, la vez pasada que fui a verla el muy cojudo se emborrachó y le dijo ¡lárgate con tus hermanos!. Yo voté a mi padre pero fue porque mucho maltrataba a mi madre, lo denuncié, carajo, porque no me gustan los atropellos. El cojudo estaba presente, ¿se acordará?. Parecía que llegaría a mucho, parecía inteligente el cojudo, pero nada, es un profesional fracasado, se ha refugiado en mis chacras, por ahí dicen que anda confundido con los indios, con barreta y lampa, haciéndonos quedar mal, se ha vuelto un antisocial para vergüenza del apellido, carajo, ni crea que van a ser para él, ¡con Victorio Campos nadie se mete!. Vive de las chacras, todo para engordar a sus hijas y a la familia de su mujer, alquila la casa, igual, y no nos manda nada, por eso mi hermana Eugenia está que arde. Lo que no sabe es que una vez que se muera mi hermana mayor yo agarro todo, no por gusto tengo un abogado, qué uno, ¡dos!, él y su esposa, mi hijo y su mujer son doctores. ¡A la mierda!. Yo sería un doctorzazo, yo no quería quedarme de profesor, soy inteligente, yo si soy bueno, pero mi hermanito se volvió paralítico y tenía que cuidarlo, sino quién, después que se murió me hice cargo de su hijo, pero me salió otro cojudo, ¡de sobrinos no se saca nada!, a todos lo he ayudado y cuando han tenido se han olvidado, carajo. Al cojudo de José lo eduqué para que se encargue de su madre, y resultó casándose, no ayudó a nadie, debería seguir la cadena, así como yo lo ayudé debería ayudar a mis otros sobrinos, para mi hijo no, a mí siempre me ha sobrado y me sobra la plata, vivo orgulloso de lo que tengo. Al otro cojudo de mi sobrino también lo ayudé, pero no terminó de estudiar por andar vagando con los amigos y resultó por la selva traficando con la pasta, para acá que ni venga, soy un hombre decente, me compromete. Así, a todos lo he ayudado, para uno, para otro, como un cojudo, no tendrán que quejarse, nunca me han devuelto. Por eso hoy he decidido no ayudar a nadie, cada gato araña con sus garras, carajo. 

IX

Habituales eran los días que José, al llegar el alba, abandonaba la casa y se marchaba a caminar sin rumbo por los senderos, mientras su preocupada madre se quedaba parada junto al cerco oriente de la casa, se quedaba observando hasta que su hijo se perdía por allá tras la colina. Luego se sentaba en la vereda y lloraba, lloraba amargamente, no lo había ni siquiera imaginado, pero había perdido realmente a su hijo, aquél que fue la promesa de su vida. Pero también había perdido a su hija, que por decisión propia abandonó la Facultad para vivir junto a ella, ahí trabajando como profesora y estudiando a distancia para graduarse, y por esas circunstancias de la vida se casó con un hombre que le había prometido vivir ahí mismo, pero no ocurrió así, marido y mujer se marcharon en busca de su propia felicidad, no obstante ella llegaba con sus hijos a visitar a su madre ya quince días en agosto ya los meses de enero y febrero, tiempo de descanso o vacaciones de los profesores, tiempo de felicidad para la anciana y también para José, entre el bullicio de los infantes que buena falta hacían. Y después lo mismo. Sin lágrimas ya, el cansancio se apoderaba de la anciana, jalaba una vieja alfombra, la extendía en el patio, se acostaba sobre ella, y a sobresaltos trataba de recuperar el sueño perdido en la vigilia de José; cuando por fin algo descansaba, se paraba y caminaba hasta el cerco, ahí permanecía parada con la mirada fija en la colina por donde había desaparecido en loca caminata su adorado hijo.
La anciana de setenta y siete años de edad, con aproximadamente metro y medio de estatura, llevaba la cabellera completamente blanca y desordenada, la tez morena y rugosa, el hombro izquierdo caído por la fractura que había sufrido en la clavícula aquella vez que se accidentó, la memoria presente un tanto dañada por el mismo accidente, y los dedos de manos y pies deformados por la artritis; pero sin embargo, en compensación, siempre llevaba el cuerpo erguido, ágilmente caminaba y contestaba el saludo con arrogante voz, y su mirada serena exteriorizaba un ánimo dispuesto a enfrentar las vicisitudes más ásperas de la vida.
Al atardecer José llegaba visiblemente agotado, maldiciendo su trágico destino, tembloroso besaba a la anciana y se sentaba a la mesa, en la cocina, a conversar con ella.
–Perdóname madre mía por todo lo que te hago sufrir.
–No hay nada que perdonar, soy tu madre hasta la muerte.
–¿Qué suele pasar cuando me emborracho?.
–Maldices tu vida, me culpas de tu suerte, y muchas veces pretendes incendiar tus pertenencias y la casa.
–¡Maldito sea yo!.
–¿De qué te quejas?.
–Siento como si todos me odiaran y prefiero morir.
–Es por el licor.
–Antes de beber me siento así.
–Debes comprender que hay más sufrimiento que felicidad, así es el mundo, sino  no fuera mundo, pero no creas que todos te odian.
–¿Podré ser feliz?.
–Sólo si te propones.
–Dona, mi primera esposa, me dijo que tú la tratabas mal.
–Dona cuando estuvo conmigo hablaba de su buena condición económica, yo nunca la traté mal, de repente no le gustaba mi pobreza.
–Pobre mujer, ahora la entiendo más, enmarañada en la vanidad de sus años mozos creía tocar el cielo despreciando la tierra.
–Te faltó carácter para hacerla entender las cosas de la vida.
–Talvez, pero Sonia también se quejaba de tu comportamiento.
–Siempre me porté bien con ustedes, ayudándoles en lo que estaba a mi alcance.  Antes que ella se marchara yo dormía con mi nieta, tu hija, hasta que un día Sonia grotescamente me arrebató a mi criatura, de mis brazos,... de mi cama, sin atender mis súplicas ni el llanto de la niña.
–Es de entenderla, ella nació y vivió por allá por un barrio pobre de la bahía, donde la gente mitiga sus penas atosigándose con licor, por aquellos lugares donde las violaciones y el incesto son más comunes que el pan de cada día, por allí creció abandonada a su suerte, y en lo profundo de su ser llena de culpa por haber soportado inocentemente los acechos sexuales de un hermano de su madre,  culpa que en el fondo me la endosó.
–¿Y yo, de qué más soy culpable?.
–¿Porqué no viviste con mi padre desde que yo era un bebé?.
–No podía dejar sola a mi madre, de otro lado yo no era casada con tu padre.
–¿Qué tiene que ver el matrimonio con el cariño que los padres deben entregar a sus hijos?.
–En aquellos tiempos la gente no veía con buenos ojos la convivencia.
–Dime entonces, ¿es cierto lo que dice tu hermana, mi tía Eugenia?.
–¿Qué dice?.
–Que mi padre y tú no querían que yo naciera, mejor dicho soy un hijo no deseado, siempre me he sentido muy mal por eso.
José estalla en llanto, llora amargamente, cual un niño al que quitan su juguete.
–Que horror, ¿cómo puede decir eso?, Eugenia no tiene sentimientos, creo que nunca tuvo. Por todo lo que me dices, yo también siento como si todos me odiaran.
José pierde control sobre sí, sale corriendo, entra a uno y otro cuarto, ¡Mi revólver,  carajo!, ¡¿dónde está mi revólver, Carajooooooooooooo?!, va gritando mientras se desplaza, con esa gruesa voz que da miedo. Todo el vecindario se asusta. Busca entre sus prendas de vestir, las arroja una a una; busca entre las frazadas, las tira por el piso; en las gavetas de las mesas, las tira al no encontrarlo. Por fin lo ubica allá en la ventana del baño, aprieta el gatillo una y otra vez, lo encuentra vacío. Arma en mano corre hasta su dormitorio, y ya en la ventana se detiene, descarga los casquillos vacíos, y con mano temblorosa va metiendo una a una las balas en el tambor desplegado; sale hasta el pequeño balcón, da el primer disparo y grita: “¡Putas de mierda, calatas, carajo, se acercaron a mí sólo por dinero, malditas putas, carajo, cuando me faltó la plata me dejaron!!!”, y un tiro más se escucha desahogando su empozada rabia, y luego, “¡Putas ignorantes de mierda, me cagaron, carajo, con sus continuas demandas de alimentos, me cagaron sin darse cuenta que cagándome cagaban también a mis hijos. Estúpidas de mierda, a la mierda las putas y todos los hijos de puta que se acercaron a mí por interés!!!”.
Y sigue la lluvia de maldiciones, y los tiros hasta descargar los seis, y luego arroja el revólver hasta el centro del patio y regresa a la cocina. Se sienta frente a su madre para continuar llorando, la pobre señora también llora, sentada al otro lado de la mesa,  llora decepcionadamente, y pide una y mil veces a Dios que la recoja. Y así se quedan por mucho rato, sin decir nada, hasta que él dice: Deseo con todas mis fuerzas morir y renacer con amor, ...renacer,...renacer.
Y se queda dormido. Pobre madre, se desahoga contándonos.
¡Han visto!, éste, echándome la culpa de todo, estoy expuesta hasta que me mate, ojalá lo lleve el diablo, dónde se ha visto un animal así, ¿acaso yo tengo la culpa ni cosa parecida?, agradeciera que siquiera lo he traído al mundo. Lo he educado, para qué, para nada, bien decía su padre, “crecerá y te pegará”. ¿Acaso yo tengo la culpa que no sepa gobernar mujer?, él fue quien la dejó que se fuera, él la llevó a dejar. Que vaya a traer a su mujer para que lo atienda, yo no soy su muchacha, ya no puedo, soy una pobre vieja, bien dicen que los viejos aburrimos a los hijos, yo me voy a vivir con mi hija, ¡no!, por último ni con ella, me voy con mis hermanos. Qué se ha creído este idiota. ¡Nada señor!, no me muevo de aquí. Primero vino a quitarme las chacras de su padre, ahora quiere votarme de la casa, ¿porqué pues?, me cuesta mi trabajo. Las chacras de mi padre, no, qué dirán mis hermanos, que ni se atenga. Ya sé, entregaré las escrituras a mi hermano Victorio.  ¡Han visto?. Este animal es enfermo.

Me había traído al mundo, me había educado. Claro. Es mi madre, como hermana mayor asumió una voluntaria y gratuita servidumbre hacia el hogar de sus padres, sus hermanos primero la veían como a madre y ella como a hijos, obtuvieron libertad económica y ella se quedó en lo mismo, sin duda, la criada. Es mi madre, la he sorprendido hablando con las gallinas, cómo contradecirla, sólo lo sé para mí. A los tres años ya leía el abecedario, ella tenía la paciencia de enseñármelo, dicen que hay quien peca de pensamiento, pues pecando estoy porque recuerdo que después de la lección solía contarme que una mala mujer le pidió a su esposo le llevara el corazón de su madre para complacerla, y el esposo terminó complaciéndola, ¡yo nunca haría eso!, le repetía a mi acongojada madre, nunca. Lloraba a gritos cuando le dolía la muela, yo tendría algo de ocho años, le pedía a Dios me entregara aquel dolor, lo hacía llorando, suplicante y de rodillas, cuidando que nadie se diera cuenta, y como Dios no lo hacía opté por destruirme los dientes con la púa de mi trompo, y después vino el dolor, el que yo mismo busqué. Mi mente se ha nublado, no puedo seguir pecando. Ella no está, que la pase bien junto mi hermanita, otra semana santa que la paso solo, un año de la muerte de tía Margarita, vivía al frente, no he vuelto a ver abierta la puerta de su balcón, su hermana mayor, la tía Modesta, se arrastra por el patio y zaguán de su casa en busca de sol, dónde sol en esta época, neblina, lluvia y tristeza solamente, menos mal que tiene a su hijo con ella, soltero él, la cuida como a una chiquilla y se abastece para pastorear sus veinte ovejas, debo mirar en él para tomar fuerza. Mas, desde que me acuerdo, cada semana santa me trae un olor a muerte. Están velando al vecino Tomás, han matado una res,  se escucha el laberinto de los borrachos y el chillar de la banda de músicos, tienen para tres días de regocijo; algo de diez años estuvo en Lima, sus hijos lo llevaron a morir allá mientras vivía y ahora lo han traído a vivir acá. Olor a muerte, peor ahora que no estás mi querida madre, la pichuchanca ha dejado de cantar y el grillo se ha marchado, también el tuco. Más tarde pasará por aquí la procesión de viernes santo. Algo más de un año de la muerte de la vecina Gaudencia, pero aún resuenan en mis oídos sus ancianas quejas por la vida que llevaba, sola ella, sin hijos ni marido ni nada, sólo la familia que le acompañaba a cambio de quedarse en su casa, pobre mujer, cuánto pudo haber ahorrado en fósforos durante su vida, siempre venía con una callana a “pedir candela”, y ya muy viejita a cambiar dos huevos por azúcar. Recuerdo mi niñez, cuando vinimos a vivir con mi padre, los días que pasábamos sin azúcar, tenía que escaparme a la casa de mi abuelita para poder tomar un poco de café. El café, el café que tengo estoy hirviéndolo repetidas veces, no tiene sabor, ya. ¡Ay, mamá!, si supieras que vine sólo por ti, si supieras que cuando te accidentaste estuve dispuesto a dejar mi empleo para dedicarme a ti, fue el jefe que tenía el que me aconsejó para que no lo hiciera, pero cuando decidí dejar mi empleo por segunda vez él ya había renunciado, y me vine, pues, me hacía falta un padre que me aconsejara, así lo creo, ahora, en este preciso momento, añoro los buenos tiempos, mas no hay marcha atrás, demasiado tarde, debo soportarlo todo. Mi padre perdió a su madre cuando yo era muy pequeño, apenas me acuerdo de ella, luego del entierro sufrió un derrame, algo de un año estuvo con la boca torcida, y él, el pobre viejo murió a los cincuenta y cuatro, quería morir lejos de aquí y se cumplió su deseo, a veces pienso que pudo ser un suicidio bien calculado, iba en la pobreza y yo le exigía dinero para estudiar, usaba una lupa para leer, las gafas se le habían roto, sus averiados dientes eran evidentes, gafas y dientes todo un capital para tenerlos, y encima yo, talvez mis requerimientos fueron decisivos para que se marchara en busca de dinero, no regresó. Pero tampoco se portó bien conmigo cuando niño, un día me amenazó con ahorcarme si no aparecía el borrego, pero apareció, ¿qué si no aparecía?. Te recuerdo y te extraño, mamá, y lloro en mi soledad, ni este licor puede nublarme, la olla ahí hirviendo me trae tu figura, seguro que a esta hora de la casi noche llevarías el pañolón puesto, el negro, el moteado, el que arrastras mientras caminas, tus torcidos dedos habrían cortado las papas y la cebolla, estarías cocinando una sopa con algo de molido ahí dentro, de maíz o de trigo, no nos faltaría que comer, tu magia primaría como siempre, llegaban a esta casa todo tipo de gente y nunca se iban sin comer ni dormir, eras muy activa, lo recuerdo muy bien, aunque en cada actividad me arrastrabas contigo regañándome y eso me molestaba, especialmente las frías madrugadas en el amasijo del pan para la venta, y el caldo de cualquier cosa para los transeúntes y la venta de alfalfa para sus acémilas, algo de dinero nos venía, pero también recuerdo que me perseguías hasta el cansancio cuando no lograbas castigarme por algo que no te cumplía, yo corría hasta la chacra donde a diario acudía mi abuelita, mi ángel de la guarda, recuerdo eso de que “no me tienes el pan cocido”, significaba una cueriza, también lo hacías con mi hermana y corría hasta la chacra en busca de nuestro padre, una vez, de quién sería la idea, te cosió un pan y te lo entregó, no te quedó más que reír. ¿Me estarán viendo mis abuelitos?. A papá nunca le fue bien en negocio alguno, una gran lista de deudores que yo recorría cada fin de mes, qué difícil me resultaba cobrar, los que debían de licor y de billar, ¡olvídate!, la minería era su fuerte, pero nunca aguantó su condición de subalterno y siempre terminaba peleándose con el jefe. Ayer comí papas y ahora también, las he cortado de mil maneras, trocitos, rebanadas, medias lunas, hasta las he rallado para que mi sopa parezca atractiva a mi vista en primer lugar, es que estoy sin un sol, no debí comprar licor, pero qué importa, no sólo de pan vive el hombre, también de papas. Mañana las haré fritas y pasado sancochadas. Esto de tomar licor, primero se traducía en mí como un exhibicionismo, para demostrar que sí podía, para nivelarme con los demás exhibicionistas que pedían de a docena, después y ahora se traduce en mí como una protesta, no estoy conforme con la vida que llevo. Cómo estarán mis hijos, y las hijas de mi hermana, mi hermana es un padre para mí, nunca me abandona, está pendiente de lo que pudiera faltarme, esto me avergüenza, no es ella quien debe ocuparse de mí, antes de partir mi padre me pidió que cuidara de ella, pero yo ¿qué puedo hacer?. Los hermanos de mi padre no me preocupan porque no sé ni cuántos tiene, mejor así, la única hermana de madre que tuvo, muy apegada a nosotros, partió después de él. La casa de mis abuelos, qué sola está, siento profunda nostalgia cuando voy para allá, mis primeros años ahí, aún se encuentra el poyo donde cada tarde, a eso de las cinco, me instruías en el abecedario. Tus hermanos deben estar bien, antes se acordaban de ti, te escribían y hasta te mandaban panteón en navidad, pero tú te acordabas de ellos más seguido, amasabas lo que les gustaba, ricos biscochos y pasteles de maíz, humitas cuando los choclos, ahora ya no puedes, todo se acabó, deberían estar felices por lo que nos pasa, pero es todo lo contrario, Victorio y Eugenia se empeñan en dilapidarnos, debe ser por las propinas que recibí mientras estudiaba, las que venían de Victorio, yo estuve listo a pagar apenas empecé a trabajar pero no me aceptó, si yo hubiera adivinado lo que pasaría le hubiese puesto el dinero en el bolsillo, y a la mierda. Yo era el líder de la manada, suena a egolatría, pero, cualquiera en mi condición diría lo mismo,  ¡y porqué no decir que el mejor!, los cumplidos me venían de aquí y de allá, no sé si di algún bien, material o inmaterial, pues si lo di no me acuerdo, no debo acordarme, lo dado dado está, ¿o es que me cumplían con la esperanza de sacarme algo?. Moriría sólo por saber que hacen y piensan de mí después de muerto, pero ¿se podrá observar desde el celeste cielo, se podrá ser omnisciente?. Crecí, luché y fracasé. Recuerdo cuando partí, tu llanto de Magdalena y la oposición de mi padre, me fui a pie hasta punta de carretera y él me alcanzó en el trayecto, y apenas llegamos a la costa me ayudó a conseguir empleo, él lo consiguió.  Soy muy sensible, me emociono fácilmente, mis sentimientos priman sobre mi razón, hubiera optado por el primero yo segundo yo tercero yo, o lo que es lo mismo, antes yo ahora yo y después yo, pero ¿sería feliz?. Mi vida es un huayco muy torrente, y para no marearme y caer en él de repente busco el alivio de mi consciente tomando un poco de aguardiente, ja ja, me río, ¡bravo!, concupiscente. A ver si nazco de nuevo, pero tendría que ser de otros padres y en otro lugar y en otro tiempo, ¡qué va!, estoy suponiendo imposibilidades. Qué será de la flaca, sino me hubiese llamado Sonia, estaría con ella o talvez no. ¿Se habrá casado?. Me gustaría evocar el amor de las mujeres, pero ahora no siento nada, sólo sé que cuando estaba solo buscaba una y cuando estaba con una buscaba estar solo. Quién con algo de criterio quiere ocuparse del matrimonio como algo sublime, si es un gran negocio para la mujer poco tonta, poco delicada, poco decente, poco culta, mientras más adinerado el hombre, mejor. Había creado mi propia divinidad, mi familia, compuesta por mi esposa, mis hijos, yo, la familia de ella y mi familia, no resultó. ¿Podré crear otra?. A la mierda, no más recuerdos que me hacen daño. El cuá cuá de los patos, el mé del carnero y el cra cra de las gallinas, me aturden sobre manera después de beber demasiado, ya me imagino el día de mañana y por la noche con el insomnio, los patos en el patio mientras yo me desplace por él.

Reina llegó en un  entonces de semana santa, llevaba cabellera corta y teñida de rojo oscuro que caía libremente por los laterales de un blanco rostro que dejaba notar una pulida nariz, los labios pintados de fucsia, las escasas cejas de marrón, las ralas pestañas engrosadas con aceitoso carbón sobre unos pequeños y casi cerrados ojos negros. Casaca negra de cuero y botas del mismo color que se ceñían a los pantalones rojos dibujando su cuerpo cuarentón, por ella el qué dirán de los serranos pasaba inadvertido. Sombrilla en mano ingresó carcajeando y sin llamar a la casa donde José  bebía en completo estado de ebriedad. Quién sabe si en esta alocada mujer había amor por aquel hombre que parecía adelantar su muerte, no era la primera vez que lo buscaba, pero él, enterrado en su mal fundado orgullo, la ignoraba, decía que no le caía en gracia, y que le molestaba su desenfado para conducirse por la vida. Pero quién sabe que aquella compostura era otra forma de borrachera para llamar la atención del hombre que amaba. Pero quién sabe. La mujer llegó.
–¡Hola!, –saludó ella– ¿sigues tomando porque te dejó tu mujercita?, ja ja ja, y luego te demandó judicialmente por alimentos igual que Dona. Ja ja ja. A propósito, te contaré que al jefe de  Dona le hicieron auditoria y lo votaron del empleo, y a ella también, ahora se ha casado con un enano de su edad, pero más pelado que una rata, viven el la casa que dejastes para tu hijo. ¡Esas mujeres quieren los hombres como tú!. Ja ja ja.
–¡Es que esas mujeres piensan con el culo!. Recuerda que tú también me demandaste.
–Lo dices por piconada, lo que pasa es que dicen que eres un alcohólico anónimo.
–Pues fíjate que no lo soy, si lo fuera no lo supieran.
–Por eso, porque todos lo saben. Si no lo supieran, no dirían que eres alcohólico anónimo.
–Se nota que, como profesora, andas más perdida que huevo frito en ceviche.
–¡Oye!, si estuviera perdida no hubiera llegado a ser profesora del pedagógico.
–¿Porqué entonces no lo demuestras?.
–Cría fama y échate a la cama, dice el dicho.
–¡Con razón!...
–¿Con razón qué?, con razón tu mujer, la machona, anda con otro. Yo la conozco, creí que era otra persona, y no es gran cosa. Mira, mejor busca un psiquiatra para que te cure del trago.
–Y tú busca un neurocirujano para que te implante neuronas.
–¡Oye!, ¿no será que te han hecho brujería?.
–¿Quién, tú?, recuerda que amenazaste, que si no era tuyo no sería de nadie.
–¡Y qué!, creías que me iba a quedar contenta después que me engañastes.
–¿Engañar yo a una mujer adultera, digo adulta?. Nunca hubo amor entre nosotros.
–¡Claro pues!, y encima no quisistes reconocer a mi hija.
–¿Qué culpa tiene la pequeña para que la utilices?, yo la reconocí.
–Bautizándola. Porque estabas borracho, y con tus primos. Pobrecita mi hijita.
–¿Tú la concebiste porque estabas borracha o porque yo lo estaba?.
–¡Mejor cállate, oy!, después de todo mi hija no te merece nada, ni yo, ahora mi hija necesita un padre. ¿Porqué no te vas a vivir con nosotras?.
–Porque yo necesito un hogar cimentado con amor.
–También dicen que cuando tomas te crees poeta, César Vallejo. Ja ja ja.
–César nació un día que Dios estaba enfermo, yo un día que Dios estaba defecando.
–¡Oye, tú no respetas ni a Dios!, modera tu vocabulario, has estudiado por las puras alverjas.
–El estudio es el lujo más caro, otorga luz eterna a los que saben estudiar, mas no a los que sólo asisten a las cátedras. Conocimiento y religión se pueden explicar como una función matemática hiperbólica.
–Entonces, si tanta luz tienes, porqué no consigues un puesto como profesional.
–Talvez porque no sé comprar puestos, o talvez porque no sé vender imagen.
–Dicen que se te dio por fabricar cueros y no te salió, y de tanta penca que tienes quieres fabricar licor. Estás loco, ¡oye!.
–¿Cueros con pelo, tequila?, te quilaría la boca con un sucio trapo viejo por ignorante, como se quilan las ollas de barro. Nada se puede lograr cuando se pierde voluntad.
–Me das pena, ¡oye!, ¿tú cocinando tu propia comida?. Bien dicen que las mujeres hemos superado a los hombres, las mujeres ocupamos los grandes cargos, y los hombres cocinando. Vamos hombre, tú me cocinas y yo te pago, más de lo que pago a la muchacha. Te doy amor, ¡qué más quieres!; también puedes ir a ver a tu mujer, yo no me hago problemas, no soy celosa. ¡Oye!, ¿y tus amigos de trago, vienen a verte?, ja ja ja..., Ranchero se separó de su mujer y se fue para España, Taramona sonríe burlón mientras pregunta por ti, el pobre viejo Porturas agacha la cabeza, dicen que el negro Santa María ha desaparecido, ¿qué te parece?..., ¿y tu primito Paco?, ja ja ja..., siempre viene por acá en una cuatro por cuatro..., ¿no te visita?..., contesta hombre..., nada. Mejor me voy, he venido por las puras.

Pero, qué hubiera podido olvidar a la muchachita de dieciocho años, de perfil de hormiga, sin pelo teñido aún y con otra nariz, que se escapaba con el alemán ese de cuarenta, dueño de unas minas en la cercanía del pueblo. En aquel tiempo la deseaba, pero ella llevaba la mirada alta, tan alta que se golpeaba la nariz ingresando al auto del extranjero. Pero, qué hubiera podido olvidar a la hija del profesor que fue engendrada por otro hombre, por lo mismo dudaba respecto a la originalidad de la pequeña que llegó al mundo por iniciativa de ella. Pero qué, sería padre de todos los inocentes niños del mundo si se requiriera.

Pero que tonto es este José, siempre que lo busco se porta así, ¿no será que se ha vuelto maricón como sus primos?, de buen apellido se creen, quién son ellos, los Campos se apropiaban a la mala de las chacras de la pobre gente, los Alvarado siempre han sido calatos y palanganas, ni yo que mi padre ha sido Director de la Escuela. Sin embargo yo sigo insistiendo, ¿será talvez porque ha sido el único hombre que me ha besado en público?. ¿Se tragaría el cuento de que fue mi primer hombre?. Qué importa, seguiré buscándolo, no sé como hacer para llamar su atención, cuando lo veo me desespera, como a toda mujer nos gustan los hombres altos, pero José tiene algo más, mejor que el doctorcito ese con el que estoy saliendo, no tiene nada y se cree el muy hombre. ¿Y si José es alcohólico como dicen, me fundí?, no creo, toma porque se siente solo en este pueblo de chismosos ignorantes, te sacan cada cosa, por mí dicen que no soy hija de mi padre. Cómo es el mundo, ¿no?, mi padre casado con una tía de José, no conseguí nada después que murió, José casado con otra mujer, todo lo que tiene será para ella, ¿y mi hija?, es mejor que mantenga buenas relaciones con Dona y Sonia, y con la madre de José, de ella no me desprendo, total mi hija es igualita a ella.

¡Mi hijo. Dios mío!, qué hará mi hijo, solito, se enferma muy feo cuando toma, descuida la casa, se pueden perder las cosas, ya debo irme, aquí no me acostumbro. Más de un mes que estoy aquí, y esta hija no tiene tiempo para llevarme a dejar. ¡Jesús!. Allá tengo que arreglar las cosas, barrer la casa, las papas están para escoger. ¡Han visto!, todo el día aquí encerrada con estas mocosas malcriadas. No no no, yo me voy.
–¡Hija?, Rosalía, qué día es hoy.
–Viernes, mamá,
–No, ¿pero qué fecha?.
–¡Ay, mamá!, para qué.
–Para que compres mi pasaje, quiero irme el domingo.
–Ya te he dicho, que te voy a llevar a dejar.
–Sí, pero cuándo.
–La otra semana ya.
–Tu hermano, me preocupa tu hermano, está solo, pueden encarcelarlo, ese Alcalde lo ha denunciado, tú sabes, y también la Sonia.
–¡Ay, mamá!, tú sólo preocupándote.
–Bueno entonces.  
 
La casa en escuadra con puertas y ventanas dirigidas al sol naciente, con amplio panorama al frente y de espaldas a los pocos transeúntes del pueblo, se veía sucia y envejecida, la basura esparcida por doquier, el baño pestilente y malogrado, los dormitorios desordenados con colillas de cigarrillos y botellas vacías de licor sembradas en los pisos, las sábanas salpicadas por el excremento de las pulgas, y varias bacinillas llenas de orina contribuían a despedir un hedor propio de las calles céntricas de Lima, por las noches las ratas se cruzaban por el patio y cuchicheaban en el tejado, claro estaba que todo acreditaba un intencional desprecio por la vida.
La cocina compuesta por una vieja estufa de gas, una mesa de madera, algunas sillas danzando y un andamiaje apolillado, tenía las paredes cubiertas de hollín, telas de araña y clavos de los que pendían negras ollas sin usar, mientras las que se usaban estaban tiradas por el piso. En serios aprietos se veía la  casi octogenaria madre de José cuando se aprestaba a cocinar, buscaba los cerillos en los bolsillos de su vestimenta, en la estufa y en los andamios; y mientras los buscaba hacía caer cosas al piso, como útiles y verduras. Después de ubicar los fósforos y encender alguna hornilla, de las dos que tenía la estufa, buscaba la olla, por fin cuando la encontraba buscaba el agua, cuchillo, verduras, y otros, hasta terminar indagando por el cucharón para servir la comida; alternativamente prendía el fogón de leña, que quedaba a la vuelta de la cocina, y cuando lo hacía fatigaba hasta el cansancio para hacer arder los gruesos leños. Simultáneamente José bebía licor en la mesa, y cuando el líquido se terminaba hurgaba como loco en las botellas vacías hasta encontrar alguna gota, que desesperadamente hacía caer en su seca boca; enseguida se ingeniaba para asegurase el siguiente suministro de licor, le pedía a su madre, implorando, casi de rodillas, “un trago por amor de Dios, que me muero”, y lo conseguía.
Y cuando trataba de sobreponerse haciendo un alto en la bebida, fumaba desesperadamente hasta la ultima colilla de tabaco. Y por las noches en su lecho intentando dormir, su mente era asaltada repentina e intermitentemente por criaturas del averno, que atacándolo se transformaban en múltiples apariencias, arrancando de sus cuerdas bucales, saturadas de licor, gritos repetidos de terror, y luego sudor y lágrimas; el pecho izquierdo presionaba y dolía intensamente, la nuca desesperaba hasta no más, se tiraba de los pelos y en cada tirón maldecía su perra vida.
–¡Auxilio! me quieren matar, me atacan con cuchillos.
–¿Quién?, no hay nadie, hijito, yo estoy a tu lado –intervenía la desolada y desdichada madre, que velaba a lado del mudo testigo lecho de muerte lenta.
–Un amigo trepando por la pared ha venido hasta mí, me ha abrazado, luego se ha trasformado en un monstruo con muchos brazos y garras; en cada garra un cuchillo apuntándome, y una lengua bifurcada y contráctil saliendo de su asquerosa boca, ha tratado de alcanzar mi cuello para ahorcarme.
La anciana prendía la luz y consolaba al delirante, el hombre parecía volver a la calma y dormir, la madre se aprestaba a descansar un poco. Luego.
–¡No, por favor no me mates! –se oía de nuevo el grito estremecedor del velado.
–Nadie te mata hijito, yo estoy aquí para defenderte, –la senil y fiel procreadora volvía a consolar– ¿quién hay que quiera matar a un hombre tan bueno como tú?.
–Había yo encontrado una dulce mujer, fuimos a la Iglesia a casarnos, cuando le hube levantado el velo para besarla su rostro se transformó, y sus manos convertidas en garras se clavaron en mi cuello; mi padre, parado frente a mí, nos miraba indiferente...
Mientras narraba su pesadilla se iba quedando dormido; la noble madre ya no insistía en descansar, prefería quedarse en penitencia junto a él. Y repentinamente.
–¡Pájaro traidor!, ¡conmigo no vas a poder!.
Otra vez los gritos delirantes del infortunado interrumpían el imponente silencio del pequeño cuarto de dolor del susodicho, y otra vez la madre se aprestaba a consolar a su querido hijo.
–¿Qué pasa hijito? –preguntaba la anciana ya sin fuerzas–, cuéntame, hijito.
–Un hermoso e inofensivo pajarillo, muerto de hambre y de frió, yacía en la ventana, lo cogí y abrigué dándole de comer, repentinamente el ave me atacó descargando sobre mí una lluvia de aletazos y picotones, hasta someterme encerrándome entre barrotes. Los demás que encarcelados purgaban, eran humanos deformados, algo putrefactos, al verme tiraron de mí hurtando mis pertenencias hasta derribarme, y ahí algunos esputaban sobre mi rostro, otros excretaban sobre mi cuerpo. Pronto emergió una mujer de aspecto atractivo, y levantándome me ofreció su cuerpo en complacencia sexual, me condujo hasta un reducido y sucio lecho de amor, y después de besarme un penetrante hedor me dejó sin ternura, entonces irrumpió amenazante un monstruo de apariencia entre humano y tronco podrido, me arrebató a la mujer, monstruo y mujer se abrazaron en entrega total, mientras el pájaro hablando y riendo, burlándose de mí, ingresó para atacarme por segunda vez.
La pobre madre vencida por el cansancio se quedaba dormida, sentada en la cama de su vástago, el hijo por miedo a los infernales sueños, decidía no dormir. Se levantaba ya a la alborada, buscaba desesperadamente a quien consideraba su fiel compañero, el licor, bebía y bebía hasta sentirse alegre, y seguía bebiendo hasta quedar aturdido e inconsciente. Por la noche, ya sin licor, se repetía lo mismo, el hijo delirando la madre consolando, tantas y tantas pesadillas que él hubiera podido escribirlas o pintarlas.
Y así día tras día, noche tras noche, la nunca esperada agonía, ya le resultaba imposible hacer un alto en la bebida. José juzgaba escuchar voces que lo llamaban, salía corriendo de su cuarto y no encontraba a nadie, entonces se atribuía la capacidad de escuchar a las almas, se sentía feliz por la nueva experiencia, llegando a creer que había sido iluminado por las fuerzas divinas. Su cerebro se confundía a tal punto que en la penumbra solía distinguir figuras humanas, animales y amorfas, que cobraban movimiento, situación que se reforzaba cuando al cerrar los ojos destellos de luz blanca se desprendían de ellos. En contrapartida la madre recordaba los buenos años de su hijo, los regalos y dedicatorias que él especialmente arreglaba para ella, a veces se preguntaba sobre la posibilidad de que alguien pudo haberle hecho brujería.
Veinte días transcurrieron de la misma manera, y José dejó de comer, lloraba, bebía licor y deliraba. Llegado el mes  la madre le hizo saber que conseguiría un médico, el enfermo por toda respuesta, revólver en mano, amenazó con quitarse la vida, la anciana desistió en su afán y sentándose en la vieja alfombra lloró incansablemente; el agonizante  acarició tiernamente a su madre, prometió no volver a beber y pidió descansar sobre su regazo.

–No es así, güevón. El revólver era mío, yo no le di, la tía quería para denunciar el hecho, “no vaya a ser que resulte muerto este sonso y nos culpen a nosotros”. Ahí aproveché para sacarle el Poder a José, estaba loco el cojudo. Al Juez de Paz le di su propina, ja, ja, ja.
–E inmediatamente te marchaste.
–Tenía que hacer pue güevón. Ahí se quedó chupando su alcohol, yo no chupo güevadas. Tú sabes. Tenía que ver a mis hijos, mi mujer.
–Eres más falso que pisco de cinco soles. A quién de tus mujeres. Seguro que tienes otra, le has dicho que eres capitán de Policía.
–¿Yo que culpa tengo que a ti no te paren bola las mujeres, ah?, te picas güevón, hay que prevenir para la vejez, mientras más hijos mejor. A mí me llaman los policías para trabajar con ellos, hemos ido y lo hemos hecho mierda a todos esos coqueritos del Marañón. Plata como mierda, las hembras me buscan.
–Dime, ¿y tus hermanos?.
–Esos güevones son una mierda. Se han quedao con todo. A mi hermano mayor le llegó al pincho y se fue con su serrana, una cojuda que consiguió después que se separó de su mujer. A mí, mi viejo me ha regalado una chacrita en la sierra, ¡nada más!, de ahí come ese cojudo de José, a mí no me da ni mierda. Tú sabes, güevón, sólo que te haces el cojudo. Qué mierda, no pido nada, ahí voy pasando mi vida, ¡y bien, ah!. Sin ser profesional, la universidad de la vida te enseña.
–Qué más sabes de José.
–¡Paqué pue güevón!. Cada vez que vengo y te hablo de ese cojudo, a ti ya te chismearon de otra manera.

–Quiero contarte mi sueño dorado, madre mía –dijo el desdichado mientras se acomodaba en el regazo.
–Cuéntame hijito, cuéntame –respondió la acongojada madre.
–Soñé que un día, cual Fausto envejecido, me encontraba en un jardín florido contemplando extasiado las flores que había sembrado una mano celestial, y en aquel manantial de belleza colorida se diluía mi vida haciéndome sentir mal; yo estaba muy añejo, me colgaba el entrecejo, dos lágrimas rodaron sobre mis mejillas quemadas por el sereno y el sol de mi vida, que fue una vida sin color. ¡Y tuve pudor al ver tanta belleza!, y puedo decir con franqueza que me quería morir. De pronto una flor se transformó en una niña muy hermosa que caminando garbosa la blusa blanca se quitó, luego a mí se dirigió con aquella mirada inocente que me clavó fijamente, la niña la blusa besó, sus finas manos extendió, y con aire de ángel la blusa blanca me entregó. Entonces algo me despertó y el maravilloso sueño terminó. Volví a cerrar los ojos para que el sueño continuara, pero, ¡gran fatalidad!, fue inútil el intento, y tuve miedo que se reinicie mi tormento. Pues ya era la alborada, por la rendija de la puerta de mi habitación desordenada la luz del día entraba, mas... ¡sorpresa!, en el perchero dibujaba la blusa blanca de la niña hermosa, de aquella blanca diosa que la prenda me entregó, y que en un segundo logró lo que en años mi corazón no conquistó. Salté de la cama alegre y como un niño en mi pecho la estreché, la besé, y al perchero con amor la regresé. Desde entonces al acostarme a la blusa me encomiendo, con la esperanza que durmiendo vuelva yo a soñar con ella. ¡Y así es!, pues habiendo fracasado en amores terrenales, ella convierte mis males en dulces sueños primaverales. Y ya no quiero seguir trotando, es hermoso vivir soñando.
  
Y al terminar de contar el celeste y mágico sueño, ahí quedó José Alvarado Campos, dormido, una tarde de navidad, a los cuarenta y ocho años de edad, conforme lo había programado, “Quedaré dormido para siempre, para nunca despertar...”, lo había preparado de tal manera que, antes de morir todos sabían que había muerto. “Dicen que ha muerto”. En una pared de su casa dejó escrito, algo así como un epitafio:

Y partirá el difunto, sin molestos repiqueteos de campanas, sin comidas ni bebidas, sin párrocos ni rezos, sin chistosas vigilias...sin tonterías...Se marchará en silencio sobre sus propios hombros.
Quedó felizmente feliz como una serpiente que deja atrás su anquilosado pellejo, feliz imaginando el funeral:
El incondicional y leal amigo Moisés llegó para despedirse, antes de colocar el féretro en la oscura fosa, habló ante la multitud de acompañantes.

José se va, pero estoy seguro ha quedado impregnado en cada uno de ustedes, y por eso han venido. Por chisme, solidaridad, lástima, hipócrita condolencia, o por costumbre, están aquí. Se dijo de él todos los defectos mundanos y con ello se puso la soga al cuello al noble y leal amigo. Compartió con todos lo poco que tenía, abrió su corazón y su alma sin percatarse que en tal apertura dejaba al descubierto su vulnerabilidad, entonces luego de conocerlo y gastar de su mano lo dejaron abandonado en la tempestad de la vida, pero él con valentía no dejó que la tempestad lo aniquilara, se adelantó y lo hizo a su manera. Querido amigo, espérame allá para contarte lo que viene después de tu partida.

Había muerto,  se había apartado de la vida que llevaba.

–¡Ya murió?. ¡Anda güevón!. Puta que no he sabido. Buena gente el cholo, paqué, ah. Pobre mi hermano. Porqué no me avisastes para ir al entierro.
–¿No lo sabías?. Me extraña. Tú todo lo sabes.
–No es así güevón. Déjame llorar por mi hermano, hermanito...

–¿Y se murió?.
–Si se murió no hay nada que hacer, por fin me queda mi hija, y mis nietas, y mi nieto, el último, que se parece mucho a su tío, se parece a mi José –digo, nada más, cuando me preguntan, para que no se rían, porque se han de reír, ¡eso sí los indios de mierda!, después qué, a todos les ha dao lo que han pedido, ingeniero para acá ingeniero para allá, después, ¡el borracho!, igual que las indias de sus mujeres, qué se han creído las putas culo de trueque, quién son ellas, la Dona es nieta de un matón de Mollebamba, la Sonia hija del burrero de mi tía, la Reina parece buena gente pero mi hijo decía que no, ¡hija de quién es, pue!. Ya no tardan en llegar las ¡puctas!, que vengan nomás, se acordarán. Si mi hijo se muere es porque quiere, siempre hace lo que quiere.

–Mamá, ¿porqué te separaste de mi papá?.
–Porque era un borracho irresponsable y mujeriego. ¿No ves, tantas hermanas que tienes?.
Mejor que se haya muerto, que mi hijo no llegue a enterarse lo que pasó entre nosotros. Si mi hijo se enamora, me ocuparé de que sea con una mujer que valga la pena, mejor que ni se enamore, ¡me muero!, hubiera tenido una hija, siquiera. Quise ir a buscarlo, ¿y si me rechazaba?, de repente no, pero no me hubiera acostumbrado allá con tanto serrano mugriento, ni él se acostumbraba sino se hubiera casado con una de esas. Además, ya no pudiera, ¿y yo?. Bien sonso ha sido, ahora seríamos ricos, si yo no lo hubiera querido hubiera tenido un hijo de otro hombre. No me quejo, estoy bien así, hago mi vida a mi manera, mi hijo será profesional, ya lo verán. Ahora tengo un hombre, un empresario pesquero, pero de qué vale si José ya no está para que vea, la cara de idiota que pondría. Cuánto dinero habrá dejado, no creo que lo ha gastado todo, por gusto no iba a renunciar. La casa de mi hijo, ni se atengan, su padre lo dejó voluntariamente, ¡con papeles!. ¡No Diosito!, no debo hablar mal, Josefito fue bueno.

–Mami, ¿porqué te dejó mi papá?.
–Me engañó, hija, me engañó, ya te he dicho, ¡se fue con otra!, y ni siquiera te reconoció legalmente.
Pobre José, hubiera sido feliz conmigo, sólo me queda la esperanza de que mi hija se case bien, ¡porque tengo que hacerla casar!, que se case y tenga su hogar como debe ser, yo encantada, es mi sueño, no me gustaría que se quede como yo, mi mamá por fin consiguió un hombre para su vejez, ja ja. Yo también puedo, pero no quiero, tantos hay que me buscan. Dicen que la camioneta no es de él, nada es de él, la Dona piensa que todo su dinero está en el Banco, pero en cuál, renunció para no pagar pensión de alimentos, ¡la Sonia se hubiera llevao la mayor parte!, con la caritita de mosca muerta que tiene. ¡Mejor!. Le dieron buena plata, y luego se hizo el pobre. Él nunca me ha querido, siempre me lo dijo por eso quería verlo arrastrao. Diosito, perdóname. Creo que yo tampoco lo he querido porque no le fui fiel, lo mío ha sido un capricho, deseo, creo, quería que todos sepan que estoy con él para taparles la boca. Sonso, ¿no?, no me supo aprovechar, pa los gusanos, ja ja, cómo habrá podido vivir sin mujer, ¿marica, como sus primos?.

–Mami, ¿porqué te viniste de la sierra dejando a mi papi?, nosotras queremos una familia.
–Vine a trabajar, ¿no me ven?, allá no había en que trabajar, además se aburría con ustedes.
Trataré de no hablar mal de su padre. Me resigné a quedarme sólo con mi hija mayor, así hubiera sido, ¿hombres para eso?, se consiguen a montón, pero cómo sabe una que lo van hacer bien. Ya estaba resignada, jamás volvería con él, pero un día que iba con mi amiga vi a José y se me ocurrió, “mira, ese es el padre del hijo que espero”, ella lo miró y suspiró, le hizo tantos halagos sin conocerlo, que yo decidí buscarlo, y volví con él, me casé y decidí dejarlo otra vez, le pediría una pensión, pero renunció a su empleo y no me quedó más que ir con él. ¡Y vino mi segunda hija!. Cuando consiguió de nuevo empleo lo demandé por la pensión y lo hice para separarme definitivamente de él, seguro que no lo quería, claro, no lo quería, sino no me hubiera venido de la sierra ni lo hubiera denunciado, yo dije ahora me pide el divorcio, tampoco le hubiera dado, para qué si no he pensado casarme de nuevo, así nomás, todos son iguales menos el que una escoge. Claro, no lo quería pero volví con él con tantos hombres que me buscaban, y me buscan todavía, hasta mis primas me animan. Pero ahora que han pasado tantas cosas siento que lo necesito para que me ayude a cuidar a las niñas, ya no quiero saber nada con mis padres peor con mis hermanos, y también lo necesito porque quiero tener un hijo hombre, hombre hubiera sido la primera, ahí quedaba definitivamente. Le conté mi vida privada y me comprendió. La culpa fue mía por querer estar siempre junto a mis padres, quería que mi mamá tenga todo lo que no ha tenido, su dormitorio con baño... Propina para las chelas de mi papá, para mis hermanos. ¡Me arrepiento!, ahora en la casa todos están contra mis hijas y también contra mí, mis hermanos meten candela, y es que cuando llegaba José no le daba importancia, para que vean lo dejaba ahí afuera como perro. Qué creerán, ¿qué me voy a quedar en su casa?. Tendré que salir, mis hijas pronto crecerán, son hermosas, ¡el papá!, ojalá lleguen a ser algo bueno para yo poder tener otra vida, me gustaría que se vayan al extranjero y me lleven, las estoy cultivando, cuando pasa una camioneta 4X4, último modelo, ¡esa camioneta me gusta!, les digo, no te preocupes mamá cuando crezca te voy a comprar una, me repiten. La chacra donde viví, sí, la extraño. Gastó todo el dinero que le dieron en un año, no previno, creo que lo hizo a propósito, así no me quedaba más que seguir con él batallando hasta salir de la pobreza, yo ¿porqué, pues?, soy profesional, ahora gano bien, puedo tener el hombre que quiera, me gusta mi trabajo, soy inteligente, aunque José nunca reconoció, ¡me da rabia!, como me hubiera gustado verlo cocinar y lavar para nosotras, ¡porqué no!, si mis hermanos lo hacen, yo les doy su propina, igual le hubiera dado a él. Qué hay que hagan los hombres y las mujeres no puedan, ¡los trabajos brutos!, nada más. Viajo constantemente y lo disfruto, disfruto cuando se acercan a mí a pedirme algo, no ayudo a nadie, porqué pues, sólo a mi hermana, claro que descuido a mis hijas dejándolas con mis padres, talvez por eso se habrán aburrido, por eso quise que el sinvergüenza de su padre venga y se fue. Su familia por parte de su madre, ¡ufff!, se creen hacendados, doña Eugenia y don Victorio, ¡la muerte!, y todo porque uno de sus antepasados lo fue, don Santiago es el único que salva el capote.  La madre de José, mandona y muy regañona, siempre discutía con su hijo, yo no le daba importancia, la paraba en seco, pero, muy inteligente y trabajadora, a ella le hubieran educado, ¡dónde estaría!. Después de todo, José sí, ¡fue un hombre!.
–¿Ya murió?. Mejor pue que se haya muerto. ¿No te hacía sufrir tanto?, te dejó con tus dos hijas, no te ha ayudao en nada, y yo fregada cocinando, lavando para ellas, te haría la brujería seguramente, sino porqué pue lo seguiste hasta la chacra donde no hay auxilio de nada. Se daba de mucho, nos miraba desde arriba, paqué un hombre así. Ahora tú feliz con tus hijas, quién como tú, gracias a mí, pue.
–ya mamá, ya, por favor.

Conozco a mis tres hermanas, las dos últimas viven en una casa muy pobre. Las amo a las tres, me sacrifico estudiando para ocuparme de ellas. Me acuerdo que pedí a mi padre que lavara mi ropa, y la lavó, no buscó pretextos, no sé porqué lo pedí, no era necesario, algo malo me dijeron de él. Bueno, ¡a la Universidad!, como él.

Qué será de mí, mi querido sobrino, seguro que muy pronto nos veremos allá, allá no hay chacras ni profesiones ni nada. Padezco de un cáncer mortal. ¡Pobre mi hermanita!.
          

X

Quedó José en el baúl de los recuerdos y yo con la anciana madre –Moisés habló, rompiendo el silencio, fue para nosotros como el final de una tortura. Las caras colgadas cual máscaras aflojadas, el puño bajo el mentón sosteniendo la pesadumbre, garrasperas emitidas con disimulo, agarres de nariz, manos deslizándose por cuellos y uñas en rascada, miradas dirigidas a la nada o sobre un objeto sin importancia o rápidas y disimuladas recorriendo a los del grupo, por fin cesaron. Por fin tomaríamos la segunda ronda de vino y por fin vendrían las parrilladas, pero, él siguió hablando–, con ella por delante subí a la habitación del difunto, y con ese olor nauseabundo que ustedes se imaginan,  encontré colillas de cigarrillos, botellas vacías de licor, vasos, libros, manuscritos en papeles sueltos, dispersos todos por aquí y por allá; levanté la mirada y pude leer allá en el extremo izquierdo de la ventana sur, una inscripción con letras rojas sobre la pared maquillada de yeso, con trazos temblorosos, indecisos y llenos de miedo, trazos cobardes y valientes a la vez, como negando lo que querían afirmar, pero ahí estaba escrito, “¡Adiós al maldito Licor, adiós también a ellos por ser semejantes a él!”, recientemente fechado. Y en el extremo derecho se registraban escritos algunos versos, con trazos firmes y resueltos, como evocando un pasado de gloria, uno de los cuales decía “...y dejó volar su alma libre”. Y en el derrame de la ventana oriente, unas inscripciones hechas a la diabla, trascendían que aquella casa de barro mal preparado y que olía a pobreza, estaba construida con cada parte de él, donde ambicionada vivir con su madre, hermana, esposa e hijos, como todo hombre ingenuo, que no alcanza a distinguir que la esposa piensa de la misma manera, o como todo macho que cree en su fuerza bruta, quizá, y que por lo tanto el mundo debe girar en torno a él, ¡qué cojudo!, o ¡qué pendejo!, dirán algunos. En el extremo oeste del cuarto, y pegados a la pared, se enfilaban viejos baúles de madera, y sobre ellos amontonadas yacían las ropas del difunto. Arriba de los baúles se ubicaba un perchero de madera, fatigado por el peso de viejas y mugrosas prendas de vestir, pero sobre todas las prendas aparecía una blusa blanca de temprana mujer. Casquillos vacíos calibre treinta y ocho esparcidos al azar, daban la sensación que aquel cuarto fue alguna vez campo de batalla de una terrible lucha interna que librara José.
Luego seguí inspeccionando los compartimientos, el patio y el resto, sujeto al pino yacía un lazo, me pareció escuchar un relincho. Lo curioso era que todas las paredes tenían inscripciones hechas por  él, y aunque estaban escritas con esmalte permanente en algunos casos, y carbón de madera en otros, el mensaje lucía humilde y soberbio a la vez, que despertaba en cualquier lugareño un deseo misterioso por destruir la casa, porque ¿quién aguanta la vanidad de una construcción de barro en la que vivieron un borracho y una vieja?. No conozco de literatura, de poesía, de versos, ni nada, para opinar si las inscripciones estaban correctamente hechas o no, ¡se dejaban leer!. Ahí, bajo un techo de calamina, frente al único baño, una abandonada camioneta roja, con abolladuras por los cuatro costados, y una motocicleta del mismo color e igual de maltratada, esperarían eternamente la llegada de su piloto.
En la sala, dos fotografías ampliadas en habano, al frente. Soy yo cuando era joven , y éste, el padre de mis hijos. En medio de ellas y algo más arriba un reloj de pared detenido en el tiempo. Lo compró mi hijo con su primer sueldo. En la pared izquierda un óleo adolescente de José. Es el niño Jesús conversando con los doctores. En la pared derecha dos fotografías tamaño postal. En una está mi hijo recibiendo su título de Ingeniero Industrial, y en la otra está título en mano con mi hermanito Heráclito, mi sobrino Benedicto, hijo de mi hermanito Santiago, ah, y la Dona, pue, la primera esposa de mi hijo, ella estuvo aquí un mes, pero se fue; todos están alegres menos mi hermanito, las fotografías de mis nietas las tengo guardadas, están junto a mi cama. Al pie una postal de Cristo Crucificado con las inscripciones de Lope de Vega. Es el Cristo de la buena muerte de mi hijo, y esta mesa de billar compró mi hija para poder ganar algo, nada, sólo José jugaba con sus amigos. Pude imaginar las risas, salpicadas con choques de bolas, los tensos silencios de la competencia, los brindis, el humo de cigarrillos elevándose, justamente imaginando el humo llegué hasta las vigas, de una de ellas pendía una balanza de bronce inclinada. No sé para qué lo pondría ahí, mi hijo. Me disponía a salir y mi mirada chocó con otra que venía de sobre el umbral de la puerta. Lo pintó mi hijo, no lo mires porque da miedo, por eso lo puso ahí, para que las visitas no tengan miedo al entrar. Y sí, tuve miedo, parecía que me estaba juzgando por algo y condenando a la vez. Me enteré además que José no siempre dormía en la misma habitación, también lo hacía en las otras, muy seguido en la que quedaba junto al baño, oscura y sin ventanas, y en sus noches de delirio compartía el dormitorio de su anciana madre, dos camas ahí, y en medio de ellas, a la cabecera, un rústico velador. Mi mesa de noche, me regaló mi papacito, el Humbertito. Sobre él un antiguo receptor de radio. Me regaló mi papacito y  yo lo regalé a mi hijito, y para mi hija la máquina de coser que compré de mi mamá. Frente a las camas y sobre una repisa, una estampa de Santa Lucía. ¿Sabías que el tirano no pudo cortarle la garganta?. Y un juguete de jebe risueño. Con este conejito jugaba mi hija, lo regaló la hermana de su papá. Y a un costado de una de las camas, un gran espejo biselado dentro de un marco de bambú. Es de mi..., del padre de mis hijos, ¡es antiquísimo!. La anciana afanosamente manoteó sobre la repisa, cogió algo y me mostró orgullosa. ¡Y esta brújula, también!. Una brújula en carcasa verde amarillenta.
Decidí quedarme, claro que poniendo como pretexto que cuidaría de la pobre vieja, ¿o es que no es un pretexto, es mi vocación?. Lo que sea. Ahí había de que vivir, por lo menos comer, yo sin ninguna riqueza sobre la tierra, me quedé, me refugié ahí donde nada de lo que se veía era mío, ahí donde había vivido José, un lugar equivocado para un hombre desesperado, desesperado por ser feliz. Y la primera noche empecé a trabajar retirando una ruma de piedras que había amontado la abusiva gente del Alcalde en la puerta principal de la casa, trabajé hasta terminar, pasando por alto un dolor de muela que me atormentaba.
Al siguiente día la infección minaba el lado izquierdo de mi cara, y como no era la única muela que llevaba cariada, las demás también empezaron a infectarse. Recordé entonces con rabia al dentista que me esmeriló los dientes de la mandíbula inferior, aquella vez que me practicó cuatro endodoncias en los incisivos superiores.
El saca muela tenía dos consultorios, uno allá en Miraflores y otro en Comas, dos distritos diametralmente opuestos, no sólo geográfica, también económica y culturalmente. En Miraflores el consultorio estaba montado con lo último de la tecnología muelera, además de la reconfortante sala de espera con atractiva secretaria incluida. La jornada matutina atendía en Miraflores, y por las tardes, hasta las diez de la noche, en Comas, pero  allá en la invasión de la falda del cerro, mejor dicho ahí donde es estrictamente para pobres. El consultorio, una sola nave dividida en dos por una pared a la mitad de apolillada madera, en la primera división esperaban los pacientes incómodamente sentados en sillas de diferentes modelos y materiales, de rato en rato se abría la puerta que separaba las divisiones y aparecía una mujer de configuración robusta,  “pase el siguiente”. Pasé y ahí me hice atender aquella vez, total el saca muela era el mismo, y el dinero que yo llevaba en el bolsillo era poco. Me senté en el sillón, un sillón reclinable, tapizado con material plástico, que al poco tiempo de sentarme me hizo sudar desde la nuca hasta los glúteos, ¡qué incomodidad!; luego el facultativo me ordenó que abriera la boca, giró una pantalla y con ella me descargó un chorro de potente luz obligándome a cerrar los ojos. El diagnóstico fue rápido: cuatro endodoncias, cuatro pernos, cuatro fundas blancas, cuatrocientos dólares.
–¿Procedemos?.
–Sí,...claro. 
Después de doce consultas en el lapso de un mes, empezó a probarme las fundas.
–¡Muerda! –me dijo.
Y lo hice.
–Muerda más fuerte, ¡fuerte! –y luego–, está bien, abra la boca.
Emprendió con un pequeño esmeril la tarea de erosionarme los dientes inferiores, bastante ya tenía en tal empeño, pero el hecho de sentirme a su merced y el deseo de que me hiciera un buen trabajo no me permitían reclamar, es esto una tara de nosotros, ¿o me equivoco?. ¡El doctor sabe lo que hace!. Sin embargo, haciendo un tremendo esfuerzo por no sentirme así, protesté gesticulando, y en seguida le dije:
–¡No!, el esmalte de los dientes naturales no, por favor.
El tipo, lejos de hacerme caso, reaccionó como un capataz de campo.
–¡Señor, déjeme hacer mi trabajo!.
–Pero doctor, ¿no es lo correcto esmerilar las fundas?.
–Las fundas están hechas con mucha precisión, es un trabajo muy fino. Si esmerilo las fundas, lo echamos a perder todo.
–Peor si esmerila los dientes –le contesté.
–¡Oiga, yo sé lo que hago!.
Y así el saca muela terminó sometiéndome, igual que otros someten a muchos de evidente impotencia económica.
Recordé con rabia al dentista, con tanta rabia que de volverlo a ver lo estrangularía, sacándole previamente uno a uno los dientes y a pedazos. La anciana se compadeció de mí y me aprovisionó medicamentos, de esos que se fabrican o se adulteran en alguna de las muchas cachinas de esta Lima, y se expenden con facilidad en los pueblos alejados. ¡Cachina?, suena raro, ¿no?, se encuentran artículos deteriorados o robados, ahí, de alguna manera, a golpe de suerte y pendejada se les devuelve la vida útil y se hace legítima la venta; hay muchas cachinas, hasta del amor, ja ja, potenciales turísticos para el País, para que el Gobierno pueda cumplir sus metas.
Como es de suponer, los medicamentos que la anciana me facilitó no hicieron efecto positivo, y así pasé cinco días de dolor. Quedaba como esperanza la posta médica del lugar, pero con el riesgo de perder la vida en ella, pues mientras me consumía la infección, los matasanos dieron cuenta de la vida de un hombre con similares síntomas. El primero de enero mi naturaleza no pudo soportar el indescriptible dolor, me acosté en la cama de José, de pronto una corriente helada recorrió todo mi cuerpo que mis dañados y mal forrados dientes se chocaban intermitentemente por largo tiempo, me cubrí bien con las cobijas y sentí que un flujo de aire difícilmente se abría paso entre mis tejidos, desde la mandíbula inferior hasta la oreja izquierda, dificultando la audición. Me toqué el mentón  y lo encontré duro, como una roca de granito en el cauce de un río, me miré en el espejo y reflejó un rostro deformado, prominente en el lado izquierdo hasta la mandíbula inferior. Dolor sobre dolor, y luego calentura, y frío, y más dolor,  yo que antes criticaba el suicidio sentí en aquel momento que era necesario, y hasta imprescindible tal medida, prefería un balazo a esperar que se repitiera el episodio. Sin embargo caminé hasta la pulpería de la esquina en busca de alcohol,  a cuenta de la anciana, qué más me quedaba, me tomé toda la botella y por fin vino el adormecimiento y el delirio.
Repentinamente se abrió  la puerta e ingresaron las tres mujeres de José acompañadas por el Juez de Paz, condolieron a la anciana con maquillados rostros de dolor y se pusieron a charlar. Como espectador me tocaba llorar, y lloré frente a la inesperada escena, y entre sollozos tomé conocimiento que Dona andaba de amores con un Patrón de Lancha, Reina con un Abogado, las miradas pícaras de las dos se cruzaron con la de Sonia, y las tres prorrumpieron en carcajadas. En seguida indagaron por los bienes de José, pero se dieron con la sorpresa de que nada de lo que ahí había era de él. ¿Ni la camioneta?, nada, señoritas. No se despidieron de la anciana y cruzaron la puerta maldiciendo la vida de José. Yo, borracho, no pude controlarme, ¡Fuera, putas de mierda!. ¡Brum!, la puerta se serró.  
La anciana se comunicó con su hija que tiempo ya, venía viviendo aquí, y fue ella quien envió dinero para que yo viajara. Hasta que dicho dinero llegó yo seguía ingiriendo licor, y por fin después de quince días de iniciada la infección, me trepé en un camión y me vine. En el trayecto el efecto del alcohol llegó a su fin y el dolor retornó, una y mil veces auscultaba la ventana del camión para arrojarme por ella, en el momento preciso y por el despeñadero adecuado, pero una y mil veces llegó hasta mí el miedo a la muerte y el apego a la miserable vida. Empecé entonces a comprender a todos aquellos que habían logrado suicidarse, que de hecho fueron más valientes y dignos que yo, y no sólo empecé a comprenderlos, iba naciendo en mí un profundo amor hacia ellos, y a los homosexuales, y a las putas, y a los alcohólicos, y porqué no a los narcotraficantes de abajo, a los que habitan las cárceles, y a los drogadictos, en fin a todos, a todos aquellos que la sociedad margina. Comprendí que la vida es corta, efímera, y en lugar de hacerla feliz para los demás la hacemos asfixiante, demoledora, impropia; procuramos alcanzar nuestra felicidad a cambio de la infelicidad de los que nos rodean.
Pues bien, llegué hasta la hija de la anciana y le dije “aquí estoy”, y nada más, quién era yo para pedir, con morir ahí me bastaría, total después de ser concebidos con placer marchamos al encuentro de la muerte, y en el camino nos complicamos la vida movidos por los motores más viles, lo queremos todo y no soportamos que otro lo quiera, no son las virtudes las que nos empujan, las virtudes son solamente pretextos para enmascarar nuestros ridículos propósitos, no las practicamos con transparencia, hasta he llegado a creer que hay una sola realidad, y es, que unos somos más puercos que otros, pero todos somos puercos, nos agrada sobremanera saber que los amigos y familiares están más jodidos que nosotros, y nos revienta saber que alguno de ellos está mejor; damos la mano pero previamente la untamos con aceite para que resbale, y esperamos nos paguen con creces el jaloncito, pero los que noblemente la dan con buena intención, pronto se ven estrangulados por las manos de quien recibió la ayuda. Mejor me abstengo de opinar, porque quién soy para opinar, solamente un canto rodado que se ha detenido un poco en la escarpada pendiente para tomar valor antes de llegar al fondo del abismo, sin títulos ni honores en la materia.
Prosigo entonces contándoles, la hija de la anciana se encontraba más impotente que yo, fue el marido quien tomó la iniciativa, y me llevaron para que me inyectaran algunos medicamentos, luego me condujeron hasta un hospital, mejor dicho a una cachina del distrito San Martín de Porres. El primer paso era abrir una cuenta en dinero como fianza para proceder al tratamiento médico. Mientras Rosalía, hija de la anciana y esposa de Pablo, esperaba turno para inscribir mi ingreso, llegaban los enfermos, unos a empujones y otros a tirones. En el primer ambiente los hombres de blanco examinaban a los averiados, entre lloriqueos y gritos de éstos, creo que enderezaban ahí las articulaciones luxadas y astillaban los huesos fracturados, después previa radiografía finiquitaban el diagnostico y procedían al enyesado; el cuarto tenía el aspecto de un campamento médico improvisado en algún campo de batalla. Rosalía me tomó por el brazo y me condujo hasta donde llamaban sala de emergencia, ahí estaban tantos hombres de blanco como pacientes, camas chatarra improvisadas ocupaban el recinto, pude notar un lugar deprimente que aceleraba un presagio de muerte. De pronto uno de los hombres de blanco dirigiéndose a mí guapeó grotescamente:
–¿Qué tienes? –le faltaba decir carajo.
Gesticulé la respuesta, cogí el papel y lápiz que llevaba conmigo para comunicarme, puesto que no podía articular palabra y respiraba dificultosamente desde que llegué,  pero el hombre volvió a guapear.
–¡Te estoy preguntando!.
 Rosalía intentó dar explicaciones en mi lugar y el de blanco interrumpió.
–No le he preguntado a usted.
–Es que no puede hablar –manifestó ella.
–Cierra la boca, y respira por la nariz –me dijo el de blanco, sin prestar atención a la aclaración de Rosalía.
Moví la cabeza en actitud negativa, no podía cerrar la boca, la hinchazón me obligaba a mantenerla abierta y por ella me chorreaban las babas, en aquel momento percibí un olor a podrido que me recordó al que despiden las ulceras en el lomo de las mulas de carga, lejos de preocuparme por el nauseabundo humor, me alegré, se había abierto un desfogue. Entonces el hombre se aproximó a mí, ahí donde yo estaba parado, pues no había lugar para sentarse.
–¡Abre bien la boca! –ordenó, pero me era imposible, no podía cerrarla totalmente ni abrirla en toda su envergadura.
–No puede –dijo Rosalía.
Pero él siguió insistiendo, y a medida que el hombre se me acercaba con una paletilla de madera en la mano apuntándome a la boca, su rostro se iba transformando, y en él se leía asco por mí, hasta que no pudo contenerse y exclamó:
–¡Puff, apesta, carajo!.
Como picado por una serpiente se enderezó, y en seguida me miró de pies a cabeza, por la expresión de su rostro pude darme cuenta que me miraba como a un despojo humano, mis vestiduras así lo aparentaban. Al tipo flaco, alto, de pedante postura, de no más de treinta años de reprimida grandeza, que me examinaba, lo llamaban doctor, y por su grotesco e inhumano trato parecía estar dispuesto a someterme, aunque tuviera que verme morir de lejos. Desapareció por un momento, regresó y me dijo:
–¡Te quedas!, el especialista quiere ver tu caso personalmente, el día de mañana.
Y luego ordenó que Rosalía incrementara el depósito de dinero como fianza para el tratamiento. Y mientras ella salía presurosa por los pasillos para realizar el pago en la ventanilla de entrada, yo la seguí aterrorizado, el  “¡te quedas!”, antes que una esperanza de vida me pareció una sentencia de muerte. Ya en la ventanilla toqué el hombro de Rosalía, volteó para mirarme, y con señales y gestos le pedí que abandonáramos aquel lugar. Pero el obsesionado hombre nos había seguido, pronto llegó hasta nosotros el médico que se había asqueado al verme, al que nominé El Verdugo. Se interpuso entre Rosalía y yo, y sentenció:
–¡Tú no te vas!, el jefe no quiere que te vayas, ya ordenó que no te dejen salir.
Rosalía accedió a lo requerido por El Verdugo, y a mí no me quedó más que marchar delante de ellos hasta la sala de emergencia, a la espera de mi internamiento. 
Y así permanecí parado por un interminable tiempo, ante la tierna y compadecida mirada de Rosalía, mientras se finiquitaban los trámites de hospitalización. Salvo por el color trigueño y el pelo largo, vi en ella a José.  Luego me condujeron hasta un reducido cuartucho en el que yacían sobre viejas camas mis nuevos compañeros. Rosalía iba tras de mí, pero fue detenida por El Verdugo que la ordenó tajantemente esperar afuera, no había otra alternativa y me resigné a soportar lo que viniera, pero por supuesto me mantendría vigilante.
Seis eran las camas en el cuarto, cuatro las ocupaban dos hombres y dos mujeres con pasaporte al cementerio, dos esperaban nuevos candidatos, una de ellas los paramédicos la acondicionaron para recostarme, la apoyaron contra la pared, a fin de que mantuviera mi cabeza levantada, ya que en posición horizontal me era imposible permanecer, me asfixiaría. Se trataba de una cama chatarra completamente deteriorada, parecida a aquellas que purgaban condena en los puestos policiales abandonados por el asecho de Sendero Luminoso, o a aquellas otras que pasaron al archivo en los campamentos de las empresas estatales que fueron privatizadas. Trajeron una botella de suero que fijaron a un oxidado soporte, y le enchufaron un sistema de manguerillas con un terminal punzante que introdujeron en el dorso de mi mano izquierda, y luego escarbaron a uno y otro lado buscando una vena donde conectarlo. El dolor que sentí superó en aquel momento al que me producía la mandíbula infectada, a tal punto que me resultó beneficioso por cuanto me olvidé de la causa por la que me encontraba en aquella cachina, del incidente pude inferir que un dolor determinado puede ser curado por otro de mayor intensidad,  así el dolor de no tener empleo digno puede ser curado por el dolor de no tener que vestir, entonces hay que trabajar en lo que se encuentre a la mano para poder vestir, y el dolor de no tener que vestir puede ser curado por el dolor de no tener que comer, entonces aparte de trabajar en lo que sea hasta mataríamos para poder comer, y el dolor de no tener que comer puede ser curado por el dolor de la muerte. Y pude concluir una vez más, que la muerte no es espantosa como parece, porque resulta ser el remedio de todos los males. Aunque muchos piensen que llegué a tal conclusión porque llevaba la mente perturbada por la infección, aunque digan que andaba buscando una justificación para morir, porque así lo creí por un momento, no podrán contradecir la conclusión a la que arribé. Seguí sumergido en mis juicios,   pero interrumpió un cuarentón que llegó caminando y ocupó la otra cama desocupada que me flanqueaba por el lado izquierdo, mientras estuvo ahí me fue muy útil, pues suplía con tremenda ventaja a los aburridos paramédicos, talvez pasó una hora y el hombre fue llamado para ser reubicado, su estado no era de gravedad.
A mi derecha y casi pegado a mí, yacía un hombre joven cuyo estado de locura era evidente, hablaba de todo menos de su enfermedad, el pobre creía que estaba encerrado en un centro penitenciario, y como no tenía dinero para pagar su libertad, estaba obligado a permanecer en el lugar. Comentaba que sus hermanos preparaban polladas y otras comidas para venderlas y reunir fondos, con el fin de pagar la fianza y pudiera salir libre, hasta me ofreció una de esas polladas imaginarias, y cuando moviendo la cabeza prometí comprarla  me pidió que compara otra para mi esposa, y cuando asentí con el mismo gesto me pidió que comprara para mis hijos, recordé que lo mismo hacen los policías y los servidores públicos cuando recurrimos a ellos para realizar alguna gestión.
A mis pies, en cama trasversal a la mía, se quejaba una sexagenaria mujer; los quejidos parecían salir de un profundo y oscuro pozo en una noche tenebrosa de invierno de un lugar solitario, cuando todo es silencio, oscuridad y superstición. El dolor que ella padecía se sumaba al miedo, al indescriptible miedo que infunde la muerte, aquella muerte que sentimos cerca estando lejos de nuestros seres queridos.
A mi izquierda y después de la cama desocupada, acostado lloraba un anciano, de los orificios de su cuerpo salían sendas manguerillas, por una de ellas un paramédico le suministraba alimentos líquidos, mientras el anciano llorando protestaba. Enérgicamente el paramédico lo regañaba, ya porque se resistía a que le introdujeran alimentos ya porque pedía le retiraran la incómoda bacinilla o chata, llena de orina y más. El longevo estaba siendo torturado antes de morir, yo que creía que los enfermos se merecían las mejores atenciones, ya para convalecer ya para morir en paz, ahí me encontraba para ser testigo de que los hechos no suceden como se creen. Consideré que en aquel lugar no debería yo morir, pero hasta entonces no encontraba la manera de zafarme de esa muerte. Rosalía al encargarse de internarme lo hizo pensando que aquél era el lugar indicado para conseguir mi mejoría, pobrecilla, confiaba en aquella cachina, ¿en quién más en aquella parte del camino?, pero era imposible para mí aceptar que en ese lugar encontraría  mejoría, sin embargo mi afán por no defraudarla pudo más, y preferí seguir hasta que algo se me ocurriera. 
Al pie del anciano, en cama transversal, una longeva mujer se quejaba, también llevaba el atuendo que llevan encima todos aquellos que se hospedan en cuidados intensivos, sus quejidos eran profundos y largos, como si previamente hubieran sido depositados en un largo tubo de metal para salir por el otro extremo a nuestros oídos. Los quejidos dejaban percibir una onda pena, que aventajaba en kilómetros al dolor somático que la enferma padecía, me recordaban con nitidez aquellos profundos suspiros que daba mi madre después que lloraba por alguno de esos pesares que la vida nos entrega.  De pronto entró alguien vestido de blanco, seguido de otro al que llamaban doctor, se ubicaron junto a la cama de la anciana y murmuraron.
–¿Cómo la ve doctor?.
–De una sola vez, y ya.
–No hay otra.
–Ya ni su familia viene.
–¿Y las medicinas?.
–Por eso, procede nomás.
–Sí doctor.
El ordenado ya llevaba en la mano una jeringa, buscó la manguera que conducía a la vena, la pinchó y descargó todo el contenido de la ampolla. La anciana abrió los ojos para ver a su ocasional verdugo, lo miraba con desprecio y agradecimiento a la vez, y en tal convivencia antagónica de expresiones o manifestaciones emotivas, la pobre emprendió la huída, huía del dolor, de la miseria, pero más que todo, huía de la soledad. Probablemente sus familiares se habían cansando de ella, especialmente sus hijos; hay por ahí quien diría ¡qué horror!, yo sí que soy un buen hijo, mis padres viven conmigo, en tal caso qué les queda a los padres, sólo resignarse a morir en la cárcel que han preparado sus hijos.
Repentinamente una voz interrumpió mis deducciones.
–¡Ya fue, ya! –dijo el hombre mientras jalaba la jeringa.
–Después te la llevas, necesitamos la cama –ordenó el doctor.
Apenas suspiraba aliviado el victimario, la anciana empezó a estirarse con tal insistencia y fuerza, que parecía iba a levantarse. Finalmente quedó el cuerpo inerte, y el paramédico quitó las mangueras que lo habían mantenido con vida, en seguida empujó la cama chatarra rodante con la difunta encima, y desapareció por la puerta silbando una alegre melodía. Ahí recordé que muchos dicen que del trabajo se vive, por lo tanto hay que trabajar alegre, y esto era precisamente lo que hacía el paramédico de la cachina.
Por aquel momento ingresó El Verdugo empujando un carrito porta herramientas, acompañado de su similar y contemporáneo, un hombre de talla pequeña, al que empecé a identificarlo como El Enano, las diez de la noche, dijo éste después de mirar su reloj pulsera, entonces deduje que había pasado cuatro horas desde que Rosalía me llevó a la cachina. De los pasillos llegaron hasta mí las voces de Pablo y su hermano mayor despidiéndose de Rosalía que abandonaba el lugar, mi estado de ánimo se nutrió con ello, presentí que no me dejarían solo. Yo seguía llevando papel y lápiz para comunicarme por escrito, Verdugo y Enano se pararon frente a mí, que sentado estaba en la cama. Ordenaron que me sentara con los pies sobre el piso, El Verdugo se colocó en posición de ataque frente a mí, con aquella mirada acusadora que infundía miedo, cogió un par de guantes de goma manoteando sobre el carrito, mientras me miraba se los iba poniendo, por un momento creí que me pegaría una bofetada, luego ordenó que abriera la boca, me iluminó el interior de la misma con una linterna de mano e introdujo una paletilla de madera presionando con ella la lengua, y se detuvo a observar con El Enano. Después depositó en el cochecito la paletilla y la linterna, y desde donde alcanzaban sus brazos empezó con cierto asco a palparme externamente con ambas manos los laterales de la mandíbula inferior, ahí se quedó a lo más cuatro o cinco segundos, suficientes para adivinar con sus sabios dedos el alivio de la hinchazón, luego se retiró con su compañero, posiblemente para elaborar algunas conclusiones y recomendaciones.
La temperatura de mi cuerpo había subido a tal punto que la sed me era incontenible, pedí agua por escrito, y el hermano de Pablo me la llevó, la bebí con desesperación, y conforme bebía el líquido me salía por la nariz. Comprendí que la distancia que me separaba de la muerte se acortaba. Ingresó una mujer de blanco acompañada por un hombre vestido del mismo color, se aproximaron a mí para auscultarme, ella una flaca que difícilmente se equilibraba con una nariz a quien identifiqué como La Muerte y él de mediana estatura y aspecto grotesco a quien, no sé porqué, llamé El Ejecutor. Se identificaron como doctores, y mientras La Muerte me examinaba El Ejecutor filmaba el proceso, ahí me tuvieron a su merced posando en diferentes ángulos, y luego de satisfacer su curiosidad se marcharon. Después llegaron dos médicos más con el pretexto de examinarme, me había convertido en la atracción del cuerpo médico. Seis eran los médicos que de dos en dos me visitaban intermitentemente para chismear, seis contemporáneos: El Verdugo con El Enano, La Muerte con El Ejecutor, y los dos restantes que no evidenciaban mayor interés. Cuando se hubieron cansado de mirarme de dos en dos, llegaron todos juntos con filmadora y todo, y me rodearon; la función empezó, se pusieron cómodos y emprendieron una ronda de preguntas que yo respondía por escrito, de rato en rato ordenaban radiografías, y los paramédicos me sacaban a empujones en la cama, abriéndose paso por los pasillos hasta llegar a la sala de rayos x, tales correrías llegaron a gustarme porque en los pasillos alcanzaba a ver a Pablo y su hermano custodiándome, y eso me daba cierta tranquilidad. Pablo, flaco, pensativo y de cejas caídas a los costados, y el hermano, voluminoso, complaciente y de torcida mirada . Y cuando no hubieron más requerimientos radiográficos, me tomaron repetidas muestras de sangre. Finalmente se pusieron a deliberar y de vez en cuando me lanzaban una pregunta, pedían que abriera y cerrara la boca, que me pusiera de perfil, que respirara por la nariz.  Llegaron a dudar de mis explicaciones y comentaron que se trataba de una enfermedad tropical. Me puse en alerta y, no obstante la fiebre me avasallaba, trataba de mantenerme cuerdo para poder defenderme. Mientras ellos discutían el problema ingresó un médico cincuentón, indudablemente se trataba del jefe de turno, me observó, sonrió y opinó que me practicaran un drenaje, pero con anestesia local, los demás agacharon la cabeza pretendiendo ignorar la opinión; me di cuenta que se habían fijado en mí como un conejillo de indias. El cincuentón se marchó, y luego el equipo médico se retiró a deliberar. Al poco tiempo regresaron, me rodearon, y procedieron de nuevo a filmar, para entonces yo respiraba como un toro de lidia herido por la estocada de muerte, pude notarlo en el vidrio de la ventana que daba a un espacio oscuro, llevaba el cuello y la cara totalmente hinchados, la boca  abierta, la lengua afuera, y la saliva me caía intermitente cual cocción de linaza. El Enano me miraba sonriendo y yo le correspondía con lo mismo, entonces tomó confianza y me dijo:
–No se preocupe vamos a aliviarle ese dolor.
–Cómo –le pregunté por escrito.
–Con una pequeña operación.
–De acuerdo.
–Firme entonces la autorización.
La firmé en un momento de desesperación, pues estaba asustado por lo que me reveló el vidrio de la ventana.
–Que firme también la persona que le internó.
–No está, pero Pablo, el esposo, está en el pasillo.
–Pues, llamen a Pablo.
Pablo ingresó, le hicieron saber sobre la necesidad de operar, él preguntó si yo estaba de acuerdo, respondí afirmativamente, y firmó. Pude notar felicidad en el equipo, se pusieron a discutir, llegaron a la conclusión que la operación sería con anestesia total, elaboraron la orden para que Pablo comprara el equipo y medicamentos necesarios. Y se quedaron observándome muy tranquilos.

Mientras Pablo se marchó quedé cavilando, la fiebre me abrazaba, y el equipo de médicos bromeaba. Sobreponiéndome al dolor y aferrándome a la vida, recorrí todo mi pasado, las imágenes desfilaron linealmente nítidas, algo imposible de lograr en condiciones normales, talvez me llevó un segundo, fracciones o múltiplos de él, no puedo precisar, pero al final puede distinguir ahí tras del grupo, en la ventana de un edificio muy alto, en otra dimensión, a la tía de José, la señora que allá en Trujillo pidió a su esposo que acompañara a José a la ceremonia de titulación profesional que fue objeto. Me alegré y empecé a llamarla agitando las manos para que me ayudara, yo era consciente que un año atrás había fallecido y no estuve en las exequias, alguna vez me había ayudado y no sería difícil que volviera a intentarlo. Pero ella estaba triste y miraba a uno y otro lado, parecía buscar a otros seres, sin alcanzar a distinguirme. Pronto apareció en otra dimensión, en una llanura de trigales, el padre de José, infinitamente nostálgico, con la mirada perdida, paseaba de un lado para otro, la figura de él y de la señora se cruzaban repetidamente como dos focos luminosos que en la oscuridad de la noche desesperadamente buscan un objetivo distinto, y en tal afán se traspasan mutuamente una y otra vez sin interrumpir ninguno el camino del otro. Ambos se conocieron aquí,  pero allá donde yo podía verlos jamás llegaron a saludarse. Ambos fallecieron repentinamente, ambos partieron dejando inconcluso lo que tenían que hacer. En mi delirio entendí que por eso estaban tristes, y también entendí que después de ésta cada quien se ubica en una determinada dimensión, y por consiguiente jamás podrán vernos, ni escucharnos, ni siquiera entre ellos pueden hacerlo, es todo lo contrario a lo que pensamos la mayoría. Aquello que pude ver en la frontera, que separa la vida del más allá,  me advirtió respecto a lo que me esperaba, mejor dicho ¿cómo podía yo partir si mis frutos aún eran verdes y amargos?, lo mismo le dije al tío Reinerio, en el momento de su partida.
Sé que estuve en la frontera porque pude contemplar muy bien la cachina médica en la que me encontraba. Allá en la entrada merodeaban los que vendían sangre directamente de sus venas, ahí llegaban, y ahí estaban los jaladores, ajetreados por conseguir proveedores, y los conducían hasta los intermediarios ambulantes que jeringa en mano los esperaban, discutían el precio, el vendedor se acomodaba en una silleta habilitada para tal fin, extendía el brazo, sin pérdida de tiempo el comprador pinchaba, extraía el líquido e inmediatamente lo entregaba a otra persona que hacía de acopiador. El acopiador le daba en venta a un laboratorio que se ubicaba ahí nomás, junto a las carretillas que expendían comestibles, cigarrillos y golosinas, improvisado en la carrocería de un viejo bus. Del laboratorio salían clasificados para su venta los diferentes tipos de sangre, que ávidos intermediarios ambulantes compraban y luego ofertaban en las mismas puertas de los cuartos de operación y mejoramiento. Otros vendedores ambulantes ingresaban con órganos humanos, acomodados en pequeños conservadores, y recorrían los pasillos en busca de clientes. Esparcidos en los ambientes, en camas improvisadas, los pacientes recibían atención de los especialistas, que ayudados por jovenzuelos reclutados en la calle devolvían la salud a muchos enfermos, mientras a los que sucumbían les arrancaban rápidamente los órganos y tejidos que consideraban buenos, los inventariaban en presencia de los deudos y valorizaban para deducirlo del costo de internamiento, e inmediatamente los vendían a colectores ambulantes especializados. El que parecía el dueño de la cachina recibía el dinero directamente de los pacientes o de sus acompañantes, pagaba a los vendedores ambulantes por los órganos adquiridos y cobraba a los acopiadores por los órganos y restos útiles arrancados de los muertos. Finalmente las osamentas y las carnes adheridas que quedaban, eran vendidas por lotes a ciertos acopiadores que llamaban chatarreros. El mismo dueño metía la mano en las diferentes actividades del proceso operatorio, tenía que ser de tal manera ya que los enfermos clientes compradores de salud esperaban amontonados en los pasillos, y como buen empresario no permitía que el proceso se detuviera. Los fines de semana el personal formaba cola para el cobro de sus salarios, en tal afán los enfermos se sacudían abandonados a su suerte. ¡Era pues, todo un laberinto comercial!.
No solamente se realizaban análisis de sangre, heces y tomas radiográficas previas al tratamiento del paciente, también practicaban análisis de los medicamentos que adquirían de la cachina correspondiente. Los jóvenes ayudantes de los especialistas pronto resultaban practicando operaciones, y luego se abrían paso con su propia cachina, mejor dicho con su propio negocio. Pude ver que las cachinas médicas se multiplicaban y el Estado dejaba de preocuparse por la salud. El Presidente de entonces se presentaba a menudo por la televisión para informar el crecimiento de la inversión privada, llamaba empresarios a los dueños de las cachinas, y los felicitaba por los puestos de trabajo que habían creado. 
Por la inmensa masa de enfermos de bajos recursos económicos, las operaciones médicas se volvieron rutinarias y burdas, prácticas, decían los informales empresarios, que para el Estado eran formales  porque pagaban sus impuestos, y eso era lo que importaba .
Pude ver que también habían crecido las cachinas educativas, centros educativos primarios, secundarios y superiores, de inversión privada, se ubicaban por doquier, en locales impropios, que tiempo atrás eran fábricas asesinadas por la libre importación, y en casas vivienda tan reducidas, que los alumnos habían aprendido a encogerse para no ocupar más espacio que el imprescindible. Era tanta la desocupación y tanta la necesidad de aprender algo para pasar la vida, que el Estado también dejaba de preocuparse por la educación.
Asimismo pude ver almacenes abarrotados de chatarra importada, en los que profesionales especializados de Facultad se dedicaban a seleccionarla. Electrodomésticos, automóviles, ordenadores computarizados y repuestos, se clasificaban para ponerlos operativos y venderlos al alcance de los más pobres, con ello las encuestas ponían en evidencia un mejoramiento en la calidad de vida de la gente.
Pude ver que las cachinas universitarias habían creado, dentro la Facultad de Medicina Humana, la especialidad de Terapia Sexual. Los egresados, doctores y doctoras, ofrecían sexo relajante, ahí nomás, en consultorios ambulantes, instalados en las principales calles de la ciudad.

Pablo llegó con lo requerido interrumpiendo mi delirio, pensé que la espera llegaba a su fin.
Escapar de la cárcel es el mayor anhelo del condenado a muerte, aunque digamos que no tenemos miedo a la muerte, por más miserable que sea la vida que llevamos, en el preciso momento de partir, si tenemos tiempo de reflexionar, nos aferramos a la vida, ¡qué carajo!, aunque digan que soy cobarde, aunque digan que me contradigo, es la verdad.
Ahí me encontraba respirando con dificultad, mirando a uno y otro de los médicos que me rodeaban, como un toro en agonía, en aquel cuartucho incómodo, en aquella asquerosa y odiada cama que no reclinaba, contemplando como agonizaban mis compañeros, y los matasanos mirándome como si fuera una presa, un pordiosero, un vago. No me miraban con clemencia, me miraban como a un espécimen raro, como a un monstruo de circo, y la filmadora ahí registrando mi agonía, agonía enmascarada con una sonrisa irónica, hasta llegué a creer que pensaban que con aquella sonrisa les pedía que aliviaran mi dolor dando pronta cuenta de mi vida, y cómo no creer si todos reían al contemplarme, cómo no creer si El Enano clavó su mirada en mí para decirme:
–De todos los enfermos que están aquí, nos hemos fijado en usted para aliviarle ese dolor, en un momento más le operaremos, sólo necesitamos una firma más que autorice, la firma de la señora que le internó, ¿dónde está?.
–Mi esposa está en la casa –respondió Pablo.
–Vaya por ella, que venga rápido –ordenó La Muerte, la flaca narizona que trataba de encubrir su alegría con una seriedad que no le venía en gracia.
–Está demasiado lejos, mientras tanto el enfermo se nos muere –dijo Pablo.
–Vaya nomás, no pasa nada, tenemos toda la noche –dijo El Ejecutor, soltando una ahogada carcajada.
Entonces me cargué con las pocas energías que me quedaban, cogí lápiz y papel, y pregunté:
–¿Porqué usarán anestesia total?.
–Porque así lo hemos decidido –respondió burlón El Verdugo, el tipo alto que me atendió primero.
–No puede ser, uno de ustedes dijo que sólo me practicaran un drenaje con anestesia local.
–¡Oiga!, yo sé lo que hago, soy médico –me contestó el tipo, y los demás lo apoyaron.
–¿Y qué posibilidades hay que salga bien de la operación?.
–Ninguna –me dijo fríamente.
–Entonces, no me operen.
–Si no te operamos, mueres.
–Si no me operan muero y si me operan no tengo ninguna posibilidad de vivir, mejor me muero sin que me operen.
–Nada señor, usted ya firmó la autorización por lo tanto tenemos que operarle.
–Me niego, falta la autorización de quien me dejó aquí.
–Usted no se puede burlar de nosotros, ya firmó la autorización y punto, está bajo nuestra responsabilidad –sentenció El Enano.
–Entienda por favor señor, no sea terco, tenemos que operarle, ya no perdamos más tiempo –dijeron uno a uno los demás. ¡Carajo!, se olvidaron de la tercera firma de autorización.
–¡No quiero! –escribí con letras muy grandes.
–¿Porqué? –increpó El Verdugo.
–Tengo miedo. Para operarme primero debe bajar la infección.
–Somos profesionales –se calificaron a una.
–No les tengo confianza –agregué.
Y sintiéndome perdido prorrumpí en llanto y en súplicas, dejé de escribir y haciendo un supremo esfuerzo traté de explicar con palabras que ya me sentía bien, y para demostrarles que era verdad cogí la botella de agua que llevaba conmigo, y en afán sobrenatural, presionándome las fosas nasales con los dedos, me tragué todo el contenido. Decidí entonces que me defendería a golpes si intentaban someterme a la mala, vigilé que no introdujeran nada en la botella de solución salina que me estaban suministrando, tuve miedo que me durmieran, cogí a Pablo por el brazo y le pedí que no me abandonara, él me miró y luego les dijo a todos:
–Estoy de acuerdo con él, si no quiere operarse que así sea, lo llevo, es más, está demostrando que ya está bien, se ha tomado toda el agua y hasta ha empezado a hablar, lleva más de cuatro horas aquí y es posible que el medicamento esté haciendo efecto.
–Qué medicamento –dijo El Verdugo–, solamente le estamos aplicando sal.
–Mejor entonces, se está mejorando solo, lo cual quiere decir que no está grave como ustedes dicen. Nos vamos.
–¿Usted se responsabiliza de lo que pueda pasar? –preguntó amargo El Verdugo.
–Claro –contestó Pablo.
–Entonces fírmenos un documento.
–Quién tiene que firmar es la persona que firmó el internamiento –se inmiscuyó El Enano.
–Bien –dijo Pablo–, voy por ella.
–Hasta que venga el hombre se muere –se burló El Enano.
Ya no había nada más que hacer en aquella cachina, mientras Pablo salió empecé a quitarme la manguerilla que llevaba conectada a la vena del dorso de la mano. En aquel momento, el anciano que se ubicaba a mi izquierda balbuceaba como invitándome a que lo mirara, me fijé en él y me sonrió, dificultosamente me aplaudió, se quitó de un tirón la manguerilla de la nariz, y así sucesivamente una a una las demás que lo mantenían en suplicio en aquella asquerosa cama. Libre ya, muy feliz me sonrió de nuevo, se acomodó de costado y se quedó dormido, soberano para siempre.
Pablo no demoró en llegar con su esposa, abandonamos la cachina, me sentía feliz aunque físicamente acabado. Durante todo el trayecto, hasta llegar a casa de Pablo, el rostro de aquel anciano me acompañaba, algo sucedía en mí, ya no le temía a la muerte, y si me llegaba el momento ahí estaría muriendo, vigilado por seres que sentía me amaban. No sólo para vivir necesitamos amor, inspiración, también lo necesitamos para morir, así lo siento yo, pero aquí la contradicción, no me gustaría ver morir a quien amo.

Creo que en algún momento dije que me alegré cuando el humor de la infección se abrió paso erupcionando, adentro, en la pared de la boca donde se articulan los maxilares, en un inicio el olor de la supuración era insoportable para mí, ¿cómo lo sería para los que se me acercaban?,  pues bien, aquella erupción me dio una esperanza de vida. Y en casa de Pablo inicié la tarea de exprimirla, hasta agotarme físicamente, que quedé dormido y desperté en un centro asistencial. El primo de Rosalía, médico en aquel centro, tomó la responsabilidad de mi tratamiento. Confiado me sometí a las atenciones de los facultativos:
–¿Hay dolor? –preguntó uno de ellos.
–Infernal –le contesté con mucha dificultad.
–¿Toma licor, fuma?.
Llegó el momento de la verdad, cómo decir que tomaba si ello alargaba mi tratamiento, mi sistema inmunológico, a mi entender, estaba diezmado, suministrarme penicilina sería letal, de otro lado si no lo hacían también me iría, que contrariedad, sólo me quedó jugar al azar.
–De vez en cuando –por fin respondí, dibujando con la mano en el aire escalinatas pausadas.
Dictaron la receta y la cargaron en la botella de solución salina, que previamente conectaron con una manguerilla a una vena en el dorso de mi mano izquierda.
Adormecido me quedé en la cama de hospital, y  por la noche confundí aquel lugar con una cárcel en la que me encontraba en compañía de otros desgraciados, atado cada quién a una tarima de tortura, entre gritos y quejidos que a nadie importaba. Aprovechando la ausencia de vigilancia, desesperadamente me quité las ataduras, y proseguí la tarea liberando a mis compañeros. Salí sigilosamente del lugar, y emprendí en escape por los pasillos, llegué hasta una pequeña sala donde mujeres de blanco profundamente concentradas miraban un programa de televisión, una novela de moda, pasé desapercibido, no se dieron cuenta de mí. Proseguí fugando, hasta llegar a una puerta, en lo alto del edificio, desde la cual se podía ver la casa donde vivía la madre de José. La sed me devoraba, y desde aquella puerta, que repentinamente resultó siendo de la casa del tío Reinerio que medio año atrás murió, supliqué por agua, tenía la esperanza que la anciana me escuchara, ella no me dejaría sin beber, pero fue inútil toda suplica, ella estaba muy lejos, fue sólo un espejismo. Es más, fui descubierto por las celadoras de blanco, y unos hombres armados me cargaron de vuelta y me ataron allá en la cama, en la que había estado; los otros compañeros, los que había liberado, al verme ingresar me acusaron, desde aquel momento y hasta la madrugada me pasé pidiendo explicaciones al respecto. De pronto sentí que un torrente líquido se desplazaba por dentro de mí, desde la nuca hasta la región dorsal, así se quedó sonando persistente y diabólicamente como un río en invierno. No había más que confiar en el primo de Rosalía, que en aquel momento confusamente llegaba a mi mente, una cara de santo patrón, de bigotes y rulos en el pelo..., pero también otro rostro, el rostro de una piadosa mujer que me invitaba el desayuno cuando niño, el rostro de doña Adelaida Campos, dicen que la fe mueve montañas, me hubiese gustado confiar en lo que todos confían, el que se resume en una palabra, mejor dicho me hubiese gustado clamar y confiar en Dios, o en alguno de sus enviados, como lo hacía de niño: Cada noche soñaba con Cristo, me dirigía hasta el altar que habitaba, lo contemplaba, siempre lo encontraba con la mirada perdida, mi llegada parecía devolverle las ganas de vivir, y por fin me miraba, bajaba del altar, me tomaba de la mano y me llevaba a pasear por un jardín solitario pero hermoso, que llenaba todas las ansiedades y deficiencias de mi niñez. Y así noche tras noche, durante mis sueños salía de paseo con él, hasta que mi madre y yo fuimos a vivir con mi padre. Y en adelante empecé a soñar con la Virgen, me acariciaba apretándome en su corpiño, jugaba conmigo y hasta me compraba celestiales golosinas; después de soñarla, durante el día se me aparecía, no en persona, pero sí dibujada sobre alguna roca de los solitarios senderos, o arriba en el celeste cielo, no había que mirarla mucho porque luego desaparecía, y después de la felicidad llegaba la tristeza sumándose a ella la desesperante espera, la espera de la noche para soñarla, y al siguiente día volverla a ver de aquella forma fugaz como solía aparecer. Posteriormente, en los primeros años de mi juventud, ni Cristo ni Virgen aparecían en mis sueños, empecé a soñar bienes materiales,  riquezas, y de día los veía ahí, reales, palpables, y para obtenerlos debería luchar por ellos, trabajar como todos, o más que todos, para ser más que todos, y ahí fue donde empezó la estúpida rivalidad con todos. Ahí donde empezó la complicación.   
Me hubiese gustado confiar en Dios, lo vuelvo a decir, pero tantas veces he confiado, tantas lo he buscado, que he terminado por entender que Dios es solamente una definición en la que encajan las acciones buenas practicadas por los hombres; pero no es que me hubiese gustado, no puedo negar que en mi desesperación aquella vez busqué confiar en él, pero para confiar primero debería admitir su existencia como ser todopoderoso, y para admitirlo debería sentir su presencia, y para sentirla creí que debería concentrarme en él, y en tal concentración repentinamente me encontré dentro de algo parecido a un socavón horizontal completamente oscuro  y sin fin, pude percibir que era horizontal por el eco que producía el torrente y por el aire que circulaba desde el fondo, a mis espaldas, hacia adelante. Curiosamente yo había quedado estático, flotando sin tocar piso, la fuerza horizontal del aire parecía haberse equilibrado de manera inexplicable con la fuerza gravitacional ejercida sobre mi cuerpo. El sonido persistente, atronador y diabólico del que parecía un río, se apoderó de mi existencia, se cortó todo recuerdo del pasado, sólo había la esperanza de que una luz apareciera iluminando el socavón, que por más aterrador que a mis ojos fuera, me hiciera sentir que aún estaba con vida. Y después de permanecer por largo tiempo en aquella posición, fui arrastrado hacia delante en un eterno viaje, el pánico mortalmente indescriptible se apoderó de mí, y cuando todo parecía acabar resulté allá envuelto en un ambiente blanco, como si estuviera tupido de neblina, flotando con ausencia total de ruido y fuerza, este blanco aspecto en silencio total sí que era aterrador, era la nada porque ni yo mismo me veía ni lograba tocarme, por más que trataba, había desaparecido completamente mi cuerpo, tal era la sensación. En  el socavón oscuro podía percibir el sentido del aire y el torrente ensordecedor de aquel río, que me daban la sensación de existencia, pero allá en el ambiente silencioso y blanco no me quedaba esperanza alguna, fue cuando mi deseo de vivir se hizo más grande que mi esperanza, sostuve una lucha imposible de explicar.  Repentinamente una potente fuerza magnética me tiraba de las manos hacia delante, de aquellas manos que no podía ver, empecé a forcejear con ella echando mi cuerpo hacia atrás, persistí en la lucha hasta que pude sentir que algo se abrió bruscamente a mis espaldas y fui devuelto al socavón, y seguí esforzándome por retroceder hasta que otra puerta se abrió y fui devuelto a la cama del hospital, ahí estaba respirando dificultosamente con ayuda de oxigeno, que fluía desde una gran botella. Esforzándome por recordar y preguntando a mis compañeros, pude entender que era la mañana del tercer día de mi internamiento. Creo que esta vez no estuve en la frontera, entre la vida y muerte, creo que ya tenía un pie en el otro lado. Pero había regresado, y no me habían operado como pretendían hacerlo en aquella tétrica cachina de la otra vez.
Empecé a reflexionar, tuve vergüenza, nadie lo sabía sólo yo, tuve vergüenza porque deliberadamente dejé que la infección se agrandara, fue la pobre anciana la que inspiró en mí el deseo de vivir. Ahí de regreso, en aquella cama, me hice muchas promesas, como aquella de saber vivir la vida, porque es hermosa, y más hermosa todavía cuando alguien nos toca el hombro para sonreírnos.
Una voz  me sacó de mis  reflexiones, venía de mi lado derecho. Ahí en otra cama paralela a la mía estaba reclinado un hombre demacrado, se trataba de un anciano setentón que tartamudeaba leyendo la Biblia, no trato de decir que el anciano lo hacía por mí, inicialmente creí que se trataba sencillamente de uno de esos seres que al encontrase en dificultadas empiezan una especie de peregrinaje por las líneas escritas del olvidado libro, la mayoría de habitantes en tal situación, por no decir todos, lo hacen, aunque con el pretexto de salvar el alma lo que precisa es salvar el cuerpo y las pertenencias. Sin embargo el anciano parecía solidario en sus plegarias con los inquilinos de aquel cuarto de hospital, hablaba entre sus narices y tartamudeaba al deletrear, nos obligaba a todos a dar un ¡Gloria a Dios!, cuántas veces lo haría mientras yo me encontraba atrapado en el socavón. ¡Ah!, pero no era de esos ancianos que inspiran pausada sabiduría y confianza, o de los otros que manifiestan aletargamiento, veía en él a un muchacho inquieto del barrio, palomilla e irresponsable con los demás, aunque previsor para él, individualista extremado, así lo veía.  En un momento pensé que se trataba de un creyente diferente al mundo cristiano, que estaba tomándonos el pelo, por cuanto interrumpía muy seguido la lectura para lanzar alguna broma, pero no, se trataba de un integrante de una de esas sectas cristinas, uno de los muchos que trajinan buscando almas para salvar y en tal ajetreo les hacen la competencia a los católicos. La competencia era indiscutible en aquel recinto, pero no era abierta, pues el sacerdote católico que tenía a su cargo la extremaunción de los pasajeros, llegó repentinamente y el anciano enmudeció como si escondiera un delito, nada de eso, solamente quería ganarse el aprecio del sacerdote. Y así en adelante, el anciano pedía ayuda tanto a los de su secta como al sacerdote, aunque el reverendo se incomodaba por ello, pues en cada visita solía intercambiar estampitas por limosnas, lo cual siempre aclaraba, para que entendiéramos que no estaba haciendo negocio.
Seis ocupábamos aquel cuarto del sanatorio, cada quién en su cama, distribuidos en dos filas de a tres, de tal manera que cada uno tenía al frente a otro. A la derecha del anciano de la Biblia se ubicaba otro anciano de raza negra que se quejaba de dolor, los tres del frente también eran ancianos, y el que estaba frente a mí, además de otros males propios de la senectud, padecía de total sordera que el de la Biblia aprovechaba para lucirse en groserías con él. Con su peculiar forma de ser, se gastaba bromas no sólo con nosotros, también con las personas que nos visitaban. Sirvieron la comida del medio día, y en determinado momento inundó el ambiente un inmundo olor a excremento humano, el de la Biblia miró al de su costado derecho y murmuró: “A este negro maricón lo han metido dedo hasta por gusto, por eso le gana la mierda”. Me informó que todos los de ahí esperaban una operación de próstata, y que solamente yo me había librado de la metida de dedo, “¡pero ya te llegará, carajo, ja, ja...!, a todos los viejos nos espera la mariconada, peor a los que sufren de almorranas, les meten una buena pieza y les hacen voltear los ojos como surtidor de gasolina ”, e inmediatamente llamó a la auxiliar, “Rápido preciosa, este maricón se ha cagao”, la enfermera se aproximó al anciano referido y lo encaró groseramente, mientras ejercía toscamente su trabajo no disimulaba su enojo, y el pobre viejo desflorado sudaba de impotencia y vergüenza. Mas todos continuaron comiendo, menos yo, aún no podía pasarme alimento alguno. Me quedé dormido hasta entrada la noche, y cuando desperté noté que me habían retirado el oxígeno, pensé que así lo había ordenado el médico, pero no, el palomilla de mi costado, el de la Biblia, me lo había quitado para suministrarse por decisión propia; me quejé con la enfermera de turno que reprendió al majadero, pero él lejos de inmutarse, abrió la Biblia y empezó a deletrearla en voz alta.
De ahí en adelante pude darme cuenta que durante las noches el personal paramédico de turno nos dejaba abandonados a nuestra suerte. Cómodamente se ubicaban en una salita de estar con el televisor al frente, desde las nueve hasta las once de la noche, luego apagaban las luces y dormían hasta el cambio de turno, en la madrugada. Solamente se escuchaban quejidos, reclamos y gritos de los internos, los medicamentos a suministrarse durante la noche quedaban suspendidos y probablemente eran sustraídos para ser vendidos en alguna cachina. Y si cursábamos algún reclamo al respecto, automáticamente quedábamos marginados, entonces, o nos hacíamos los sonsos o corríamos el riesgo de ser mal atendidos por los paramédicos en actitud de venganza.
Mientras convalecía empecé a imaginar mi futuro, me veía buscando afanosamente en los diarios alguna oportunidad de empleo, ya había pasado hace rato los cuarenta, y encontrar empleo es ganarse la lotería, me preocupaba mucho esto. Por un momento me asaltó la idea de ingresar a prisión, pero no en un centro penitenciario del País, pues aquí los centros penitenciarios son algo así como imaginamos el infierno, aquí los centros penitenciarios son como aquellas pesadillas que asaltan a los alcohólicos,  me conformaba pasar a prisión  aquí nomás muy cerca, pasando apenas la frontera sur, mejor dicho en el hermano y enemigo país de Chile, ahí hay un penal en el que los internos peruanos y bolivianos son atendidos mejor que en sus casas, y hasta trabajan para ayudar a sus familiares que esperan de ellos una propina mensual para poder subsistir. Creo que intencionalmente algunos peruanos han llegado hasta allí,  ya que también consiguen mujer o marido ahí dentro, ¿hermoso, verdad?, sobre todo para mí que al salir del nosocomio me faltaría todo eso. Pero luego me acordé de la madre de José, y mi sueño de vivir mejor se desvaneció, debería estar junto a ella, pobrecita, tan viejecita como estaba, y tan sentida por la vida que llevó su hijo, pero más afligida por lo que comentaba la gente, claro que a mí nunca me lo dirían, ni a ella directamente, pero comentaban destructivamente, y siempre se llegaba a saber. Aunque se crea que soy un enfermo, un desequilibrado mental, un criminal en potencia, o algo por el estilo, debo confesar que en determinado momento pensé en victimarla y luego suicidarme, y sí que estaría muy bien hecho, ya que redundaría en el bien de los dos. El abatimiento, la pena, la senectud en aquella viejecita de rostro estrujado, de cabello cano y huesos deformados, parecían pedir un punto final, pero me recordarían por lo malo, y eso no quería. Pero aquellos criminales en acción, o enfermos,  o desequilibrados mentales, que abroquelados con la palabra paz, adornada con luminosos patriotismos, victiman a quienes no aprueban sus bajezas y poder edificado sobre las mismas, aquellos son laureados y guardados celosamente por la historia.
José, el alcohólico, murió, ya no hay problema, se acabó la vergüenza, al menos lo mismo pensé en algún momento. Pero, ¿porqué vergüenza?, hay otros, como podemos darnos cuenta, que sí son un mundo de repugnancia y no sienten vergüenza. Yo debo avergonzarme, por buscar la muerte y luego arrepentirme cuando la tengo encima, dicen que es cobarde el que se suicida, pero también dicen que es cobarde el que tiene miedo a la muerte, entonces todos somos cobardes y deberíamos avergonzarnos, de acuerdo a lo que dicen. Mejor en lugar de vivir diciendo, porqué no aceptamos a todos como son; mientras no perjudiquemos con nuestras acciones a los demás, somos libres de hacer con nosotros lo que nos dé la gana, y así todos seremos felices.
Y si no es porque estoy comentando lo que pienso de los demás de acuerdo a lo que hacen, si no es porque estoy narrando lo que me ha sucedido, talvez estaría emborrachándome de impotencia en alguna mugrosa cantina, que aunque pueda ser tan limpia y parecer decente porque así queremos que parezca, no deja de ser mugrosa porque es un terminal de expendio de licor, y concurren alcohólicos ignorantes de su realidad, y lo peor,  se hacen conjeturas subjetivas respecto a sus semejantes, escuchando una canción de la última copa, que siempre resulta ser la interminable primera, y cómo no la primera si abruman las canciones de este tipo que se alimentan aún más con comerciales televisivos y pósteres alusivos por doquier, en desafiante contaminación auditiva y visual que termina sometiendo las conciencias a la costumbre masiva de consumo. Y si no estuviera aquí, hablando, estaría caminando de un lado para otro en algún cuarto que me dan como prestado, desesperadamente, con los terminales nerviosos en los gemelos quemándome, con los músculos involuntariamente tiritando, como tiritan los músculos de un toro de lidia ya muerto, y estaría con la nuca sordamente adormecida, tratando de entender este mundo que nosotros mismos hemos complicado, y seguimos complicándolo por los siglos de los siglos hasta destruirlo, mejor dicho acelerando su muerte porque está destinado a morir como cada criatura que lo habita. Y esto es lo que no entendemos, la vida nuestra es corta y no la vivimos, y si creemos que la estamos viviendo es porque los demás no la están viviendo, ellos están saliendo perjudicados, ellos, la gran mayoría, mientras los poquísimos se benefician.
Y mientras mi convalecencia me enteré que ninguno de mis habituales amigos y familiares había llegado a visitarme, “Dicen que ha muerto”, esperaban talvez el momento del velorio para comentar a carcajada limpia los acontecimientos de mi vida. Y se apoderaron de mí los sueños, aquellos que llegan de madrugada, me veía inmiscuido en competencias de motociclismo que se convocaban por amor al deporte, sin premios pecuniarios de por medio, todas las ganaba, y me aclamaban, cargándome en hombros desde el circuito hasta la ciudad. Pero sentía hambre y sed como cualquier ser humano, y me inscribí en las competencias que estimulaban a los ganadores con premios económicos, y ahí estaba, pues, dispuesto a ganarlos. Lo malo era que en cada jornada, una fuerza magnética poderosa me pegaba a la tierra, dificultando el desplazamiento de la máquina y quedando siempre en último lugar. Y en mis sueños entre competencias, se repetían aquellos episodios reales de mi vida, el concurso nacional de pintura llegaba a mí como una audiencia condenatoria.
–¿Y este cuadro? –por fin se animó a romper el silencio el más osado del jurado.
–Está fuera de foco –respondió otro del jurado, que más demoró en responder que en quitarle los ojos de encima.
–Sí, claro –dijo el siguiente, lanzando una carcajada y pretendiendo ignorar lo visto.
–¿Dónde ha estudiado este patita, ah?.
–De pintor no tiene nada.
–O sea que, o sea que, loco, osea. Y nada, sólo que...
–Bueno, talvez sí, pero no tiene estilo, todos los cuadros se relacionan y son diferentes a éste.
–Además esos colores ya no se usan.
–Son opacos, parece uno de esos cuadros de parroquia abandonada.
–¿?.
–No tiene cura.
–¡Ja, ja, ja..........!.
Así, lo que yo llamaba mi obra, porque me llevó años imaginarla y días pintarla, quedó ahí como un engendro deforme entre las artes. El Cristo enfermo del  cuadro de viejos colores, se quedó llorando sangre de impotencia, como había sido concebido. Pero luego pensé, ¿quién desearía tener un cuadro así?,  solamente alcanzaríamos a persignarnos, pero sin levantar la cabeza, porque si la levantáremos nos miraría con desprecio, por embusteros y paganos. Aquello me hizo reflexionar respecto al porqué de la soledad del cuadro, apartado de la sociedad sin esperanza de resurrección.

Doce días permanecí en el hospital, y luego al encuentro de la calle, feliz me sentía por haber escapado de la muerte, saliendo nomás tropecé con los vendedores ambulantes, los de golosinas, emparedados, comidillas, café al paso, cigarrillos y demás. Cualquiera de aquellas ocupaciones las sentía atractivas para distraer los días que pudieran alejarme de la muerte, porque todos caminamos a ella y lo único que hacemos es entretenernos para no darnos cuenta que vamos a su encuentro. Como el conductor y dueño del microbús que se despierta al alba, revisa los niveles de combustible, aceite, agua, y se pega al asiento para lanzarse a la faena probando frenos en el trayecto, y que en la noche retorna desesperado a contar las monedas recogidas durante el día, estímulo determinante de la razón de su existencia, y así sumando una tras otra las monedas, los días se hacen horas, y los meses días, y la vida se hace polvo.  En qué más podría ocuparme. Subí al microbús que me conduciría a la casa de Pablo, el chofer se estacionaba desordenadamente para recoger pasajeros, el ayudante con voz confusa invitaba a subir a los peatones y hasta se bajaba para obligarlos; dentro del microbús los vendedores ambulantes ofertaban golosinas y otras baratijas, que groseramente como leyes de Gobierno nos ponían por los ojos: “Estimados pasajeros, señores padres de familia, no te vayas a molestar ni tampoco a incomodar, ¡mira ve!, quien te habla es un muchacho que busca ganarse la vida honradamente, no he venido a pedirte nada, sólo quiero que me escuches, soy un muchacho que ha venido a ofrecerte estos ricos caramelos hechos con leche de vaca viuda para poder ganarme algüito, ¡mira ve!, cada unidad te cuesta solamente diez céntimos, ¡diez un sol!,  que lo gastas en cualquier vanidad de la vida. Ponte una mano al pecho y la otra al bolsillo derecho, así es señores, empiezo por delante y termino por atrás”.
Y después de uno, venía otro y otro, con el mismo mazo de palabras que aburrían a los ocupantes del microbús,  algunos previamente entonaban una canción, mal o bien aprendida, acompasada o no, pero lo hacían como introducción. Los pasajeros compraban a regañadientes y recibían las muchas gracias, y los que no lo hacíamos recibíamos gestos  de desprecio. Y también llegaban otros con historias diferentes: que sus hijos se morían en el hospital, que recién salían de la cárcel para ganarse el pan honradamente, que pertenecían a centros de rehabilitación de alcohólicos y drogadictos, que sus hijos no tenían que comer, que los habían asaltado, que y que y que. Así es la vida, de algo tiene que vivir la gente, mintiendo o diciendo la verdad, qué importa, ¡carajo!. En cada paradero de microbús, otros introducían por las ventanillas golosinas o bebidas en afán de venderlas. Me imaginaba haciendo lo que aquellos, pero no estaba yo dotado de aptitudes para eso, imaginaba que no vendería nada y que la desesperación me abatiría cual política tributaria.
La idea de ganarme la lotería, en inesperado momento se apoderó de mi mente, ¡mil futuros de holgazanería! pero también de filantropía me imaginé. Compraría un boleto, porqué no, y lo compré y me gané un nuevo  boleto, y volví a comprar otro, y nada, y otro, otra vez gané un boleto, y otro y otro, y no, y no llegaba a más. ¿El dinero para el boleto?, el dinero viene por su cuenta cuando se trata de votarlo.
La consulta de mi horóscopo se hizo imprescindible, “la llamada de la suerte” me provocaba, quería llamar a la mujer que se promocionaba por la tele porque quería saber mi futuro, pero algo mas fuerte me lo impedía, el no pasar por ignorante, talvez, ni yo mismo estoy seguro. Los chamanes, aunque no niego que a veces quería ir con uno, tampoco puedo negar que me repugnan.
Allá con la madre de José estaría mi lugar, allá en la pequeña chacra de él, para allá me encaminé.
Con alegría fui recibido por la anciana, me invitó a compartir con ella lo poco que tenía. Y así pasaron algunos días, hasta que empecé a notar que se incomodaba, no le agradaba para nada lo que yo hacía para complacerla, entonces me alejé de ella, me alejé sin rumbo, corriendo alocadamente, y otra vez se apoderó de mí el deseo de quitarme la vida. Y durante aquella huída pude enterarme que la viejecita se había accidentado, y regresé donde ella, estaba ahí con las pupilas hinchadas por el llanto, el cabello desordenado, la ropa vieja y sucia, y se arrastraba al desplazarse. Ahí la encontré, me miró de pies a cabeza, su fortaleza se impuso  y me dijo: “Sólo llevo tronchado el tobillo”. De recordar me vienen lágrimas, reflexionando sobre el admirable estoicismo de la anciana para soportar el dolor. Recuerdo que después de curarla la senté en una silla para que no hiciera nada, y me ocupé de las tareas de hogar, pero ella se mantenía vigilante a todos mis movimientos, y quería valerse por sí misma, sobre todo en cuanto a sus alimentos. Talvez pensaba que yo la envenenaría por todo aquello que guardaba, o no sé, pues, que puede suceder en la mente de una persona que camina junto al sol en el poniente. Me apenaba hasta la incomodidad verla así, quería que se sanara, hasta le llevé flores a su padre al cementerio para que intercediera ante Dios por la salud de su hija. Me dolía muy profundo cuando ella se arrastraba sin esperarme a que la cargara, e insistía en lo mismo ignorando mi preocupación, de cuarto en cuarto iba inventariando sus viejas pertenencias, cada una tenía una historia, así lo remarcaba ella cuando advertía que no estaban en su lugar, desde la fotografía que heredó de su padre hasta la olla de hierro fundido que le regaló su madre, pasando por las diferentes bajillas que compraba ya cuando vendía una arroba de maíz ya cuando le sobraba la propina que religiosamente recibía de su hija. Por fin no pudo aguantar más lo que quería decirme y explotó: ¡Me voy a morir y no llevaré nada de esta casa, quédate con todo, y no vayas a rezar sobre mi tumba!.
Aquel día me emborraché, y luego el siguiente, y los que vinieron, y con ella, con la viejecita a cuestas sobre mi lomo, del dormitorio a la cocina, de la cocina al baño, al patio, al corredor, como Cristo en penitencia; yo borracho de impotencia y ella vociferando por lo mismo. Yo que creí que José se había marchado para alejarse definitivamente del alcohol, resulté sin darme cuenta sumergido en él, después de cinco meses de su muerte. Yo que fui alcohólico y me retiré de la bebida porque así lo quise, yo que creí que había echado por tierra la hipótesis de que el alcoholismo es una enfermedad incurable, aquel día caí sólo por la incomprensión de la adorable viejecita. Me di cuenta que mi alma era débil como un tallo hueco de frondoso ramaje derribado por el viento, siento entonces que la única manera de saberme bien es haciendo conocer lo que sucedió. Ahí voy, pues, tratando de encontrar la causa de mi mal, y cuando la encuentre podré cantar porque todo habrá terminado.
¡Qué aburrimiento!, ¡qué sumisión!, ¡qué pérdida de voluntad!, qué indescriptible miseria se siente cuando se deja de beber, qué inconmensurables deseos de suicidio, no hay Díos salvador, peor aún si no se aprecia su existencia. Está bien que ustedes lo aprecien, muy bien.
Creemos que le debemos explicaciones a todo el mundo, doblamos la cabeza ante él, hasta el más inmundo ser parece mejor que nosotros. Pero la humanidad es cruel, nos mira con desprecio, nos hunde más y más.
Aquella vez me sentí emotivamente tan débil que quise llamar a Alcohólicos Anónimos, pero para qué, si cuando alguien llega hasta ellos se vuelve más conocido que la ruda, y esto, lo de mi enfermedad no quería que alguien lo supiera.  Al fin me pude sobreponer, pero, ¿sería la última vez que lo hacía?.

Con la anciana a cuestas viajé hasta aquí, nos esperaba su hija Rosalía. Yo tenía que trabajar en algo, de manera que me hiciera sentir que vivía, busqué en los diarios las ofertas de empleo, muchas ocupaciones se adecuaban a mi formación, menos las condiciones, “...no mayor de cuarenta años de edad, inglés, programas computarizados, Internet”, ¡carajo!, el acabóse, no solamente era un caballo viejo, la globalización y la tecnología ya me habían sepultado. Pero para no sentirme mal opté por actualizarme en lo que estaba a mi alcance, lo logré a medias, y desesperadamente incursioné en Internet en busca de bolsas de trabajo, ingresé sendos currículos en ellas y me puse a la espera, tendría que esperar una eternidad posiblemente, pues no llegó nada de nada. En una de esas visitas a las cabinas me asaltó la idea de ofertarme como macho, ¿pero quién ambicionaría un macho viejo para satisfacer deseos reprimidos?, un macho viejo, achacoso, cansado y sin dinero. Indagué en los diversos perfiles de las féminas y entendí que ellas andaban en lo mismo, buscaban estabilidad emocional a lado de un hombre con estabilidad económica, y las pocas mujeres maduras que anhelaban estabilidad emocional sin interés económico, requerían hombres más jóvenes que yo. Entonces no solamente quedaría en voltear la copa, también me veía obligado a colgar el órgano.
Pero no estaba dispuesto a dejarme vencer, ¡ya no!. Recurrí al hermano de Pablo y me llevó con él, me asignó un puesto de ayudante de almacén, allá en la cachina de las computadoras que administra, propiedad familiar de los hermanos. Una semana estuve sin jefe, y aunque el trabajo era tosco, creo que supe desempeñarme. A la semana siguiente llegó el que sería mi jefe, un tipo flaco de cuarenta años, que me miró primero como a su patrón, y después, cuando se enteró que yo trabajaría a sus órdenes, su pecho que ya se escondía en aquella desnutrida figura, empezó a hincharse,  y después de algunas horas de trabajo a su servicio vio en  mí a su posible sustituto. Pues no se tragaba la realidad de que yo quería ser su sumiso ayudante, estaba convencido que un tipo de mi edad llegaría hasta ahí para sustituirlo o para aprender el apetecido negocio y luego abrirse paso por cuenta propia. No se puede negar que todos viven a la defensiva, y conservar un empleo me recuerda aquellos años de mi niñez cuando a los burros, después de la faena en el carguío de leña, los esperaba como alimento un poco de pasto seco, lo defendían con mordiscos y patadas, y si bien los garrotazos del arriero eran contundentes para mantener el orden, los cuadrúpedos ahí seguían masacrándose defendiendo su mísero alimento. Fue entonces cuando el jefazo empezó a enredar el normal desenvolvimiento de la labor, para que pareciera difícil lo que en verdad era fácil, de la misma manera como confunden los taxistas a los provincianos cuando llegan a la capital, les dan cincuenta vueltas para llegar a la otra esquina.
Bastante hizo el hermano de Pablo en el afán de ayudarme, bastante en ponerme al servicio de su ayudante, yo llegué en busca de ayuda y la que viniera debería aceptarlo. Y ahí estuve por un mes, desplazándome como un chancho en el tejado:
Tío, pásame el desarmador, limpia aquí, bájame un CPU, súbete el otro, desármalo, quítale una galleta de memoria... Maestrito, cómprame papel higiénico, yo no puedo salir porque me votan estos pendejos, la calle está fea. Tío mueve esta caja para allá, empuja bien pues o te gusta que te empujen, mejor colócala acá, ahí está mal, ahí también, mejor súbela. Lo bueno es que los dueños son de tu edad, los tíos son buena gente, de lo contrario no te hubieran aceptado. Búscame un lapicero, el que había ¿dónde lo dejastes?, el mío también se ha perdido, tienes que comprar con tu propio dinero, que no se den cuenta los tíos. Tío no hables con nadie sólo yo debo hacerlo, cierra la puerta. Tío, los dueños están ganando bien, ah, y nosotros aquí jodidos, pero qué nos queda, ¡carajo!. Maestrito, ponte mosca.
Así iba aguantando y moviéndome, qué más me quedaba, tenía que aguantar por la viejita y su hija, y por mí mismo para olvidarme del alcohol, tenía que salir del poso, por eso acataba las órdenes sin reclamar. Cierto día mi jefecito buscó conversar conmigo.
–¿De dónde es usted maestrito? –me dijo en tono familiar.
–De la sierra –le contesté formalmente.
–Yo soy de aquí de Lima, los dueños me quieren porque sé –me dijo oscilando la cabeza y sin quitarme su orgullosa mirada, sonreí para mí porque me acordé del Presidente al costado de su gringa.
–Qué bien, señor –le dije a secas, para que entendiera que quería terminar la conversación.
–Pero para llegar donde estoy no ha sido fácil.
–Para mi tampoco –le contesté muy secamente para que entendiera que no me interesaba su vida.
–He trabajado en fábricas como obrero, también de guachimán, de profesor, de mozo, ¡ja, ja, ja...!. Maestrito, si supiera.
–¿?.
–¡Carajo!, atender a los clientes es bien bravo. Hay que complacerlos en todo.
–Para eso pagan su plata.
–Sí, pero no por eso nos van a gritar.
–Pedir un servicio no implica gritar.
–Muchos pendejos de mierda llegaban y pedían rápido, y la cosa no es así pue maestro, hay que preparar la comida. Después que recibían el plato reclamaban, “¡Mozo este bisté está crudo!”, yo sin decir nada con la sonrisa en los labios recogía el plato y lo llevaba al cocinero. Ahí, lo primero que hacíamos, maestrito, ¡era tirar la carne al piso!, la pisoteábamos bien, bien, hasta cansarnos, con escupido y todo, limpio sucio, ¡y a freír se ha dicho!; después muy atentamente la llevaba hasta la mesa del pendejo, ¡y con cachita!, sonriendo le preguntaba: ¿Ahora está bien señor?. Y después que la probaba me contestaba: Ahora sí, te mereces una buena propina. Me agradecía el muy pendejo. ¡Pinga güevón!, lo cagábamos. Por eso maestrito más vale la humildad, como dice el maestro Vera: Los güevones creen que porque tienen plata nos van a humillar. Yo le estoy hablando de un restaurante pituquito de Miraflores.
–¡Cuánta mierda hay en la gente que menos se piensa!, ¿no?.
–¿¿Qué dice maestro??.
–Me refiero a ellos, usted hizo lo correcto.
Sentí ganas incontenibles de enviarlo a la puta que lo parió, pero mí necesidad pudo más.
–Y ahora usted pues, maestrito, dígase algo, usted es de poco hablar, ¿no?, cuéntese algo de su cerro, de aquisito nomás.
–¿Quién es el maestro Vera?.
–No sé, maestrito.
–Usted acaba de nombrarlo.
–Sí, claro, pensé que usted lo conocía. Bueno, no es exactamente el maestro Vera, pero así lo conocemos, es el médico de la casa, médico naturista, uno de los buenos ¡ah!, no es malero, trabaja con los buenos espíritus. A mí me está sacando de una buena que ni los médicos han podido. Mire maestrito, a mí me han operao del estómago pue, hace un mes, por eso he faltao al trabajo, y también me han sacao como ocho litros de agua del estómago, me han hecho varios cortes, por eso no puedo alzar peso, pero los médicos puro sacadera de plata nomá, para el análisis, la endoscopia, la ecografía, y nada. Menos mal que mi suegra es del norte pue, aunque en la sierra también hay buenos, mi viejo es de la sierra, bueno yo también pero me trajeron chiquito, yo más me criao aquí en Lima, y como le cuento pue maestrito, mi suegra conoce uno buenazo, pa suerte está viviendo aquí en Lima, el me está curando, también ha curao mi negocio pue, porque yo tengo mi pequeña empresa, tengo cabinas de Internet, sólo que aquí me las busco, mi ñori se encarga de mi negocio. Trabaja bien el maestro Vera, paqué, y no cobra mucho. ¡Pucha, la estamos viendo negras!.
–Sería mejor que recurra usted al seguro social.
–¡Qué seguro maestro, aquí no pagan seguro!.
–Pero el suyo, el de su empresa.
–¡Puta!, peor pue maestro, si aquí no pagan que es una empresa más grande que la mía, peor yo pue maestro, se enteran del negocio y trabajaría sólo pa pagar impuestos. Tengo una persona que me ayuda pero es mi sobrino, le doy su propina y ya.
–¿Me puede dar la dirección de la persona que le está curando?.
–El maestro atiende solapa noma maestrito, si usted quiere algo tiene que ir conmigo, primero tiene que hacerle una limpieza, ¡pucha, le hace votar toda la cochinada que le han dao!.
–¿Quién me ha podido dar?.
–Las personas que le tienen envidia pue, no me va ha decir que no le tienen envidia, seguro por eso es que a su edad está pobre. ¿O está aquí para aprender y después poner su propio negocio?, no le recomiendo maestro, el negocio está maleao, tiene que pararse en la puerta enseñando las muelas, después se cansa y por la tarde termina molesto. Yo tenía mi tienda y ¡me cagué con el negocio!, por eso me vi obligao a traspasalo a los dueños de este negocio.
Tocaron a la puerta los que trabajaban afuera haciendo las conexiones comerciales, “¡Quince CPUs!, pentium tres con una sola galleta de memoria, rápido noma, rápido”, pidieron. Empezamos a seleccionarlos y a codificar las partes con la rapidez que el reducidísimo espacio permitía, seguían tocando a la puerta reclamando el pedido, después ingresó el comprador, un ex trabajador de ahí, el jefecito al reconocerlo no pudo ocultar cierta envidia y me dijo:
–¡Maestro, cierre la puerta por favor que nadie entre!, cuántas veces le tengo que decir –qué bravo era el tipo.
–Bien señor, ya voy.
–¡No es que ya voy, rápido, obedezca!.
El comprador abandonó el recinto voluntariamente, y cerré la puerta.
–Oiga maestro, en adelante no quiero que deje entrar a ese enano, yo soy el que manda aquí, ese enano es un ladrón, nos puede robar algo y ¡quién va a pagar!, ¿usted?.
Sólo imaginaba responderle como el Chavo del Ocho, “Bueno, pero no se enoje”. ¡Qué estupidez, carajo!, ¡qué impotencia!.
–Está bien, lo tendré en cuenta.
–¡Ese enano pendejo se está llevando treinta dólares por computadora!, y no se dice nada, mientras aquí, uno jodido.
En aquel momento volvieron imperantes e insistentes los toques a la puerta.
–Es el dueño –dijo el hombre, reconoció los toques de su patrón, y dejando lo que estaba haciendo enrumbó presurosamente hasta ella, la abrió y dio explicaciones al patrón–. Sí. Estamos trabajando. ¡Apúrese tío!.
Ingresó el dueño, el que me contrató, seguido por el comprador, miró a uno y otro lado y dijo:
–¡Rápido, rápido!, el chato está impaciente, aunque no se dice nada.
–De inmediato –dijo el chato–, voy a comprar algo.
Al poco rato, cuando terminábamos de alistar la mercancía, apareció el chato con una botella de tres litros de soda, que repartió entre nosotros. Se llevó su mercancía y entrada la noche regresó con emparedados y más bebida, que cedí en beneficio de mi jefe. Y al siguiente día, el chato regresó por diez computadoras más, acompañado por la secretaria, mi jefe se mordía de rabia, pero no pudiendo descargarla con el chato, me amontonó con confusos mandatos poniendo de manifiesto su supremacía, después me dijo:
–Ya está, llévese la mercadería.
De dos en dos fui sacando los microprocesadores hasta llegar a ocho, y me preguntó:
–¿Ha codificado todo?.
–Usted lo estaba haciendo mientras yo cumplía con el mandado.
–¡Pucha que usted se pasa maestrito!, la edad le tiene cojudo, solamente he codificado cinco.
–Está bien, no nos queda más que solucionar el problema.
–¿Qué ha dicho?. ¡Repita lo que ha dicho!.
–Que solucionemos el problema y asunto arreglado.
–¿Qué solucionemos?, ¡oiga usted está bien cojudo!, es usted quien tiene que solucionar.
–Voy pues, voy, deme los códigos.
Pero el tipo se negó a entregarme la plantilla que contenía impresos los códigos, ahí la tenía bien sujetada con la mano derecha, y desafiante siguió provocándome, pidiéndome explicaciones, autoritario, ante la mirada sorprendida del chato y la secretaria, a ellos parecía quejarse, y levantó el tono de su voz, tan fuerte para que escucharan los demás de los ambientes aledaños, tan fuerte y despectiva, que me fue subiendo la mierda a la cabeza.
–¡Oye concha de tu madre, dame acá la plantilla, carajo, y te vas a la puta que te parió!.
Le arrebaté la plantilla y el tipo quedó temblando, fui hasta la sección despachos y empecé a enmendar el error. Me faltaron los códigos y regresé por otra, el iracundo regresaba de quejarse, muy valiente con el dueño tras de él.
–Otra plantilla –le solicité.
–¡Nada carajo, respeta tus canas!.
–Otra plantilla, soluciono y me marcho.
–¡Déjalo ahí nomás, Moisés!, después hablo contigo –ordenó el dueño–. Qué pasa contigo, tu jefe es muy noble.
–¿Noble?, ¡rastrero y sobón es el hijo de puta!.
–Bueno, es tú opinión. Deja las cosas como están, después hablo contigo.

Ahí quedó todo, salí y eché a caminar sin rumbo por estas calles, de vez en cuando levantaba la mirada  en busca de un cielo azul de esperanza, pero nada, la atmósfera andaba sucia, cerrándome toda posibilidad. Y llegó a mí mente el muchacho tímido de la escuela.

Al muchacho tímido de la clase los compañeros de escuela lo habíamos bautizado con el apelativo de viuda, por ese comportamiento que él tenía de apartarse siempre del grupo. Los más despreocupados del salón, cuando querían que llorara, se aproximaban hasta él, lo señalaban con el dedo y empezaban a corear con voz acusadora “¡llora, llora, llora...!”, y  Bruno prorrumpía en llanto. A la hora del recreo salíamos juntos y mientras nuestros compañeros jugaban nosotros intercambiábamos vivencias. Sentía pánico cuando se enfrentaba al examen oral y hasta se olvidaba de saludar al profesor, y si por aquellas circunstancias del destino iba a encontrarse con las niñas de la escuela de mujeres, cambiaba de rumbo y apresuradamente desaparecía. Llevaba con él como prenda inseparable el catecismo católico, que su madre puso en sus manos desde que aprendió a leer. Tenía bien aprendido que las niñas eran angelicales criaturas a quienes había que mimarlas y ahorrarlas todo trabajo penoso, cederlas el asiento y el lado seguro de la vereda. Tan divinas eran para él las criaturas femeninas, que las señoritas más hermosas le parecían que no defecaban por lo bien presentadas que iban, no podía imaginarlas mezcladas con la fetidez del excremento humano. Empezó a odiar a su padre cuando lo descubrió encima de su madre haciendo el amor, ahí observando el  incidente el odio se apoderaba de él acrecentándose cuando la madre se quejaba y meneaba debajo del marido, él ignoraba que los quejidos eran de puro placer, y llegó a creer que la mujer luchaba por librarse del hombre que la machucaba. Más odio aún cuando la madre por los efectos de la preñez vomitaba y maldecía, y más todavía cuando se retorcía pariendo a sus menores hermanos, a quienes en un inicio odiaba porque llegaba un intenso trabajo para él, el de lavar pañales, preparar la mamila y hasta hacer de madre de familia mientras la convalecencia del parto. Pero después los amaba tanto por que venían del mismo lugar de donde vino él, así pues que todo el odio hacia su padre fue compensado por el amor que sentía por sus hermanos, que asumió una voluntaria y muy temprana paternidad hacia ellos.
No obstante su muy manifiesta timidez, era el mejor alumno del salón, se sobreponía y respondía con elocuencia clara y precisa sabiduría  las preguntas que el profesor solía hacerlo, en dramas y presentaciones escolares puedo decir que brillaba, particularmente yo sentía mucho respeto y admiración por Bruno, pero como el profesor lo halagaba con frecuencia y sin reparos, en aquellos momentos razones me sobraban para menospreciarlos a los dos, porque si bien los dos eran buenos y no puedo negarlo, que así lo eran, los demás también merecíamos algo de reconocimiento. Muchas veces el profesor nos repitió que Bruno llegaría a ser muy grande, que llegaría al Congreso y posteriormente sería nuestro Presidente, más que pronosticarlo así lo deseaba el educador, porque veía en Bruno al futuro hombre que él no pudo ser, claro que de esto me di cuenta después, como consecuencia de haberlo auscultado a mi modo, claro está, que de hacerlo oportunamente no hubiese yo sufrido tanto cuando estudiaba la primaria.
Tanto tiempo que no veía a Bruno, cuarenta años más o menos de la época de escuela, y me resultaba tonificante encontrarlo, los paisanos me dijeron que posiblemente lo ubicaría en los Viernes Literarios, acá nomás a la vuelta de la esquina, en el jirón Quilca. Y así fue.
–¡Hola!, ¿cómo estás?.
–¿Cómo me encuentras? –me respondió con otra pregunta.
Me quedé cojudo, no sabía que decir, permanecí callado como un idiota; yo que fui en busca de él para sentirme mejor, porqué él era el mejor y seguiría siéndolo, es innegable, pero yo nunca antes me había sentido menos que él, hasta aquel momento que me quedé mudo, parado y sólo esbozando una infantil sonrisa, mientras ensayaba algunas pisoteadas palabras para hipócritamente decirle que lo encontraba muy bien, “¡ji ji ji!, ¡qué bien se te ve!, ¡ja, ja, ja!”, para decirle que había dejado el coche ahí afuera, y que él me preguntara de qué marca era mi carro, y  elevara mi ego haciéndome saber que el mío era mejor que el suyo, y qué bien si yo me enteraba que el suyo era más viejo, y mejor para mí si él no tenía carro, y mejor todavía que él no tuviera porque yo tampoco tenía, me lo habían prestado especialmente para llegar hasta él, y entonces sí que yo era feliz. Y más feliz si él estaba hasta sus patas y yo todavía tenía para comer, y es que él fue el mejor alumno, o sea que fue solamente un chanconcito, un ratón de biblioteca, y nada de inteligente, sin relaciones sociales, porque cero goles y cero balas en el blanco en su haber. Bueno pues, pero yo fui por él en busca de ayuda, y algo tenía que decir, auque sea infantilismos, aquellos que aprendemos de los demás en la vida rutinaria.
–¿Recuerdas a nuestro maestro? –por fin rompí el silencio.
–¿Y tú?, ¿lo recuerdas? –otra vez me jodió con la respuesta.
Había que ensayar otras preguntas,  preguntas como esas de dónde vives, a qué colegio van tus hijos, cuánto pagas de mensualidad, ¡ah!, y lo más importante, le preguntaría en qué trabaja y cuánto gana, en soles o en dólares. Que alegría para mí, pensé, si me responde que vive en un barrio maltratado, que sus hijos van al estatal y que se rompe el lomo trabajando para comer; pero no creo que me responda así, pues si lo hace me estaría tomando el pelo, imagino que debe estar en una buena posición económica. Cuántos automóviles tendrá, qué relaciones sociales, y con quiénes. Su esposa, claro, su esposa no tardaría en llegar en uno de sus lujosos coches, con chofer para que le abra la puerta, a qué club pertenecerán. ¡Carajo!, tantas interrogantes por indagar y yo ahí parado sin poder fabricar la pregunta, hasta que fue él quien me sacó de mi empacamiento involuntario.
–Siéntate –me invitó–. Siéntate junto a mí, como antes en la escuela, tenemos mucho que decir.
–Sí, ...sí, gracias.
–¿Y José?. ¿Qué pasó?. Porqué Moisés.
–José, José murió.
–De qué murió.
–Se suicidó.
–Es normal.
–Eso creí, pero no es normal.
–No es normal para los demás, pero sí para los suicidas.
–Se suicidó tomando alcohol.
–Igual, es normal, todos los alcohólicos buscan eso.
–En un principio creí que había muerto el alcohólico, pero luego me di cuenta que aún vive.
–No puede ser.
–Lo es, quedó impregnado en mí, ahora me siento tan débil como él y busco la muerte.
–El que la busca la encuentra.
–¿Nunca te pasó lo mismo?.
–¡Nunca!.
Me sentí un ridículo hombrecillo y traté de justificar su fortaleza con la buena situación en la que posiblemente se encontraba, entonces drásticamente cambié de tema y le pregunté:
–¿Cómo están tus hijos?.
–No tengo hijos.
Deduje en aquel momento que estaba bien parado porque no tenía mayores gastos, y me imaginé la hembra que tendría como mujer, profesional, de léxico florido, esbelta, cuidando su cuerpo en los gimnasios, y con muy buenas relaciones sociales, como esas mujeres de los grandes que aparecen en la tele, opinando sobre la situación económica y financiera del país, sobre las obras de caridad que practican, sobre el rol de la mujer en nuestra sociedad, de todos esos detalles que para el pueblo son abstractos, no entendibles y muy cansados.
–¿Y tú esposa, cómo está? –pregunté algo temeroso.
–No tengo esposa –me contestó ensayando una tierna sonrisa.
Quedé sorprendido, pero me negué a creer que decía la verdad, pues por un tipo como él las mujeres se quitan el calzón.
–Está bien, pero a falta de una, seguro que tienes muchas.
–Te equivocas, no tengo burdel propio.
Entonces Brunito es maricón, dije para mí, y los coches que tiene los usa para levantar necesitados jovenzuelos, sin duda, Brunito es chivolero. Me imaginé que vivía por allá por la Molina, Miraflores, o algún otro barrio exclusivo para gente adinerada.
–¿Dónde vives?.
–En San Martín de Porres.
–¿Y los coches?.
–Nunca tuve uno.
–¿Dónde trabajas?.
–En una biblioteca.
–¿Acaso no te hiciste profesional?.
–Sí.
–Entonces, ¿porqué en una biblioteca?.
–Porque así lo quiero. ¿Te sorprende?. ¿O es que ya te has olvidado de aquello que publicó José y circuló entre nosotros?, soy el único que se quedó con él, los demás se fueron, ¿lo recuerdas?:
Apenas soy un sol naciente y la injusticia ya me marchitó. Mi calor ya no abriga las enfermas almas de mi mundo, mi luz es penumbra, mi existencia se torna tenebrosa. Mis almas ya no me reclaman. ¿Quién me opacó?, ¡el perro mundo de la crueldad y la injusticia!. Mis almas arañan la tierra del perro mundo con la esperanza de que en sus uñas se impregne el sucio oro que ella guarda. ¡Mis almas me han abandonado!. Y ansiosas buscan el oro para rendir culto a la injusticia, para aferrarse a ella, excluirse de ser víctimas de sus perras leyes, y para ayudar a hundir a mis buenas almas que aún no se rinden. Soy un sol marchito buscando la paz, el amor, y la equidad. ¡Así es!.
–Claro que lo recuerdo. Pero es una producción temprana, apenas de un adolescente.
–Pero no puedes negar que tiene validez universal, mejor temprana que tardía y confusa, enmarañada con teorías y doctorados. Prefiero el agua pura del glacial que la embotellada, oleada y sacramentada con etiquetas de vida en el envase. Aquel José, cuando niño, reclamaba el cariño de su padre, pero no por eso vamos a decir que es una opinión infantil y por lo tanto sin valor. ¿No tenemos todos derecho a opinar de acuerdo a nuestras vivencias?.
–Yo mismo le recordé sobre el perro mundo, pero fue con el propósito de animarlo, levantarle la moral, y qué mejor con propia producción.
–Te niegas a ti mismo, qué complicado me resultas. Para estos casos tienes que ser completamente sincero contigo mismo. Olvídate de José, olvídate de Moisés, no es el nombre lo que hace, es la esencia. Y navega en la temprana producción.
–Por aquellos años el poema se convirtió en nuestro himno, ¿pero, ahora?.
–El hombre olvida muy rápido lo bueno, lo esencial, como los filántropos formados en las universidades, llega el salario y se acabó la filantropía, ahí está pues una de las causas de nuestros males, la perdida de identidad.
Por una parte, inicialmente, me sentí bien. Bruno no estaba en la buena posición social que yo imaginaba, al menos eso me reconfortaba, yo no era el único pelado de la promoción, y es que no fui tan bueno como él cuando estudiante, y eso me reconfortaba más, como a todos nosotros, nos sentimos bien cuando alguien de nuestro entorno está más abajo. Pero de otro lado, después de reflexionar, me sentí más ridículo que antes, y empecé a construir otras preguntas, de tal manera que lo dejaran mal parado.
–Si no tienes mujer, ¿cómo apagas tus deseos sexuales, o es que eres marica?.
–Nadie extraña lo que nunca tuvo, eso en cuanto a la mujer o esposa, y en cuanto al sexo, tú pregunta es muy ingenua. Pero, para satisfacer tu curiosidad, me masturbo. Y si sea marica,  enhorabuena.
–¿Tan grandote y masturbándote?. ¡Es una desviación sexual!.
–Es normal para todos los que se masturban, cada día que pasa lo que es considerado como desviación va haciéndose normal a medida que se torna público. Por ejemplo, se comenta con tanta normalidad y por todos los medios de las prácticas anal y oral, que resulta insignificante pensar en lo peligrosas que son. Y de otro lado todos los que usan preservativos masculinos no hacen más que masturbarse. Además todo ha sido siempre normal, pero a escondidas para que nadie se enterase.
–Lo dices con tal frialdad, que parece que te hubiese decepcionado el mundo entero, extirpándote el alma.
–Si me hubiesen extirpado el alma no estaría conversando contigo, viniste porque me necesitas, aunque el orgullo no te permite admitirlo.
–Pero, ¿porqué sexo solitario habiendo tantas mujeres?.
–Talvez porque quiero ahorrarme problemas. Cuando se trata de dinero es el hombre quien debe tenerlo, y cuando se trata de derechos es la mujer quien debe gozarlos. Mejor dicho, las obligaciones son del hombre y los derechos de la mujer.
–Conozco casos en que las obligaciones son de la mujer y los derechos del hombre, para no ir muy lejos tenemos el caso de mi prima Consuelo y su marido, ambos tienen empleo, ella se levanta temprano, prepara el desayuno, alista a los niños, los lleva a la escuela, regresa de su trabajo y los recoge, vigila que coman sus alimentos, después los ayuda con las tareas escolares, lava y plancha la ropa de la familia, va al mercado, y así sucesivamente hasta quedar exhausta. Su marido no pone el desayuno, porque es cosa de mujeres, el marido va donde su trabajo, regresa y coge la pelota, y se dirige a practicar deporte, después toma unas cervezas para la sed, duerme, y luego pide ropa impecable para cambiarse.
–Esos casos son raros, y lo practican ciertos serranos subdesarrollados como un legado de sus padres.
–Volviendo al caso del sexo, hay muchos que se abstienen.
–Dan la impresión que se abstienen, pero se desahogan de otra manera.
–¿Cómo?.
–¿Recuerdas al flaco Rubén?, de niño trepaba los árboles, cuando adolescente subía a las burras, y ahora se monta a la mujer de su hermano.
–¡Estás hablando güevadas!.
–Y el gordo Manuel se come a su hermana.
–¡A su hermana?.
–Claro, a la espigadita de la carita ingenua, de apetecible busto y caderas desafiantes.
–¿Crees que todos son enfermos como tú?.
–Son diferentes a mí, por eso el cura del pueblo se come a la catequista, a la flaca esa, a la que sus padres adoran, a la de piernas largas que no da importancia a los muchachos de su edad y por eso más la adoran, y por que dicen que es la mejor del coro. Y el hermano de ella mató a la gallina en plena jarana sexual, ella misma lo descubrió, lo acusó con sus padres y coordinaron con el cura el internamiento del mozuelo en el seminario.
–¿Y porqué no ella al convento?.
–Porque ya no tendría nada que entregar.
–¿Y está bien que ellos y tú se comporten así?.
–Si el hermano del flaco Rubén lo acepta, está bien. Si la catequista y sus padres así lo quieren, está bien. Si la hermana del gordo así lo quiere, está bien. Si yo así lo quiero, está bien. No puedo decir lo mismo de la burra y la gallina, porque no creo que así lo hayan querido. Todo está bien, mientras nadie salga perjudicado.
–Eso del flaco Rubén me intriga, me gustaría conocer cómo es que sucede.
–Sí lo conoces, lo que pasa es que no quieres aceptarlo ya que es primo tuyo.
–¡O sea que estoy cagao?.
–Estás premiado, porque eso te ha permitido conocer el mundo tal como es, ahora imagínate otras familias, pasan por lo mismo, pero no alcanzan a evaluar lo sucedido.
–Ahora falta que digas que la catequista, la hija del profesor campanero, es mi hija, o mi sobrina, y que el cura es mi hermano o algo por el estilo.
–Tu caso no es ése, pero hay otros peores, sólo que si ellos reaccionaran como lo haces tú, tendríamos al mundo lleno de alcohólicos. Así que es mejor que cuentes tú mismo la historia de tu primo.
–Es el quinto de trece hermanos, al poco tiempo de nacer, según mí tía, su madre, era tan hermoso que se parecía al niño Dios, por eso lo llamaban Manuelito, y después Manuel, y Mariano, y todas sus derivaciones, era el mejor parecido de la familia, y según decía mí tía, “¡Ay oigaste!, es un auténtico sangre azul, el único que salvará el apellido, y tan inteligente que solito busca su teta y no la suelta, ¡silu vieraste! ”. Ella así se consideraba, era evidente, la sangre azul ahí estaba circulando por sus venas, se notaba en el cuello y dorso de las manos, de lo flaca que iba, pero además solía decir que descendía de europeos y eso le bastaba para ser superior a su marido, y a las indias mugrientas, piojosas y pedorras del otro barrio, que tragaban cancha, habas y frijoles, apestando en los ambientes donde se reunían. Ella ignoraba que los naturales habían sufrido la influencia ancestral de una cultura de homosexuales, allá al sur del lugar,  resultado de tal influencia no podían contener los gases por cuanto los músculos radiales del esfínter ileocecal los llevaban vencidos, y para poder hablar fuerte entre gente desconocida hacían un supremo esfuerzo, tenían que apretar bien en cada palabra para evitar que el aire se escapara, talvez esto también explica el porqué muchos de nuestra familia son homosexuales. Fue deseo de mi tía, que cuando muriera hiciéramos traer al Obispo para que se encargase del funeral, no un obispo cualquiera, de ninguna manera, eso sí que no, a un italiano, contemporáneo de ella, que fue párroco en el pueblo cuando yo era muy pequeño, pero sucedió que falleció luego que los terroristas invadieron y quemaron parte  del poblado, apoderándose de la gente un miedo ensordecedor que se extendió por tres años, favor a tiempo, porque el Obispo no llegaría ni en andas ni muerto, ni con miedo ni sin él, y tuvo que ir un propio con una fotografía de ella y una carta confeccionada por todos los notables del pueblo, hasta allá, hasta Huari, para que el Obispo le hiciera una misa en foto presente. Bueno pues, después de Rubén vinieron los demás hermanos hasta completar los trece, y mientras llegaba el último, a Rubén le iba creciendo una cresta, a tal punto que la sangre azul se le notaba en ella. Ahí empezó el problema de Rubén, para disimular la cresta optó por usar sombreros, de pelo de nutria. No podría ser menos. Se retiró de la Iglesia, aunque no del catolicismo, y jamás volvió a entrar en ella, se alejó de todas aquellas reuniones en las que había que sacarse el sombrero, con tal de que nadie descubriera su incómoda carnaza, claro que todos sabíamos, pero desde que empezó a usar sombreros no podíamos darnos cuenta como andaba. Para conquistar una chica, ¡qué problema!, solamente llegaba hasta el primer beso, porque cuando la muchacha quería acariciarle el pelo sacándole el respeto, Rubén se irritaba y la relación se terminaba. Ahí fue cuando prefirió buscar mujeres que no pudieran delatarlo, muchas casadas lleva el primo en su haber, entre ellas la esposa del hermano, pues vivían en la misma casa, y mientras el trabajador hermano se marchaba a traer el pan de cada día, Rubén aprovechaba la ventaja del acercamiento con el sexo opuesto. El complejo de la cresta también limitó a Rubén para conseguir empleo, bien sabemos que no podría presentarse con sombrero, salvo que sea un artista, bueno, así se puede ver en las presentaciones de la tele, tampoco digo que esté justificado. Jamás buscó un empleo, pero siempre tuvo dinero, las pulperías del lugar de cuando en cuando eran saqueadas, los animales domésticos de los vecinos desaparecían; y después empezó a hacerse viejo de verdad, entonces se infiltró entre los campesinos que tanto asco le daban y se proclamó su máximo dirigente, en dos años amasó fortuna, y nadie en la familia quiere darse cuenta que se come a la cuñada, salvo los hermanos de Rubén, que vociferan a los cuatro vientos, pero ahí queda todo.
–Con el permiso de su querida madre, Rubén es lo que se llama un perfecto hijo de puta, por derechos adquiridos a través de su vida.
–La culpa no la tiene él, es el complejo de la cresta.
–Si así piensas, sólo porque es tu primo, entonces todo lo dañino tiene justificación, ¿porqué pues te atormentas y te torturas, por lo que hacen los demás?. De tener yo mujer, no sufriría si la veo en mi delante haciendo el amor con otro, es ella quien debería sufrir por lo cochina que se ve.
–Lo dices porque no la tienes, de lo contrario te cortarías las venas por ella, peor aún si sabes que lo hace porque no te quiere.
–Hombres estúpidos, bien merecido lo tenemos que ellas nos llamen babosos.
–¡Basta!, no eches más leña al fuego, no hagas que me queme, mejor cuéntame respecto al gordo Manuel y su hermana.
–¡Carajo!, aquí me toca a mí, el gordo y su hermana son primos míos. Bueno, sucede que montaron un pequeño negocio familiar entre los dos, el negocio crecía día a día, las utilidades las iban capitalizando, gastaban solamente lo necesario, no más, de ninguna manera, para tener hay que sacrificar el alimento y la salud. El problema llegó cuando ella se enamoró, o fue enamorada, nunca lo sabremos bien, pero la verdad es que el hermano la dejó que se marchara, así nomás, sin llevar lo que le correspondía del negocio. Después de algunos meses el conviviente de ella la despidió porque no tenía riqueza alguna, la mujer regresó con el hermano, embarazada ya, para reclamar su parte del negocio, el hermano le dijo lo siguiente: Tú fuistes con él por el negocio que tenía, de la misma manera él te buscó por el negocio que teníamos, entonces mejor te quedas conmigo por el negocio que tenemos desde mucho tiempo atrás, le damos al bebé que llevas en el vientre nuestro apellido, y continuamos adelante, y hasta me gustaría tener otro hijo, solamente que yo no puedo, tú sabes. Así continuaron, ahora ya llevan diez años, educan al niño en un colegio particular, en uno de esos costosos colegios en los que se educan los hijos de los  ricos, o los hijos de los que quieren sentirse ricos, claro que el pretexto es “Para mi hijo lo mejor”, pero en el fondo quieren hacer saber a los demás que el dinero les está sobrando, y lo hacen saber de la otra manera acostumbrada, la folklórica, repetidas veces son mayordomos del santo patrón.
–El caso es aberrante, otro perfecto hijo de puta, ¿qué grado de educación tienen tus primos?.
–Que importa el grado, el hijo tendrá algún día el mejor de los grados, pero si te reconforta te diré que apenas terminaron el primario.
–Ahí está el problema.
–¿Qué problema?, si los profesores enseñan cierta disciplina y practican todo lo contrario, además me he enterado que tú mismo sueles decir que el apetito sexual obedece al instinto, ahí está pues tu propia teoría.
–El niño, qué pensará el niño.
–Le dirán que su verdadero padre fue un pobre diablo, que abandonó a su madre preñada cuando supo que era pobre.
–¿Qué pensará de la relación entre hermanos?.
–Nunca lo sabrá, o talvez cuando lo sepa la relación abierta entre hermanos sea algo muy común.
–¡¡Oye, carajo!!, tú estás fuera de ti, en qué cabeza puede existir lo que dices, sólo en una desequilibrada como la tuya.
–Viniste a mí, no encontraste la riqueza material que suponías yo tenía, y por eso te atreves a calificarme de tal manera. Pues entonces espera que el hijo del gordo te cuente algún día, entonces dirás “el doctor me ha dicho”, porque piensan educarlo para médico.
–Es que no puede ser real lo que dices.
–Así es, lo real parece ficticio y lo ficticio parece real. Pero esto es tan real como el caso de Marcelo y su hija.
–¡Aguanta tu carro, carajo!, dobla esa página.
–¿Porqué te molesta tanto ese caso?.
–No es que me moleste, bueno indirectamente si me molesta, porque me involucra.
–Es el caso de otro hijo de puta.
–Claro que las mujercitas despiertan al deseo sexual con el padre como estímulo.
–Lo estás justificando, entonces qué te molesta.
–Ahí está el problema, siempre termino justificando las asquerosas acciones de los que me rodean, ahí está el problema, porque siempre me pregunto “ ¿tan cojudo he sido?”.
–¿Porqué, tan cojudo?.
–Por aceptar y perdonar, perdiendo otras oportunidades más limpias.
–Crees que aquellas oportunidades pudieron ser limpias, crees porque no las conoces, de lo contrario dirías lo otro estaba mejor.
–Pobre Marcelo, fue hijo de muchas leches, al casarse creyó que lo hacía con una virgen, y así vivió engañado hasta que su hija, la única diferente de su numeroso rebaño, cumplió los diez, la intriga no pudo más, la sometió para examinarla y saber como era una virgen, y luego con la autoridad de padre la poseyó sexualmente.
–¿Cómo lo sabes?.
–Ella me lo contó.
–¿Y si no fue el padre?. Talvez fue el hermano, o el tío, o talvez todos, bueno ¡qué mierda!, ya pasó, tú lo aceptaste.
–Claro, ya pasó, yo lo acepté. Pero para ella nunca pasará, ella se siente atada y culpable por lo que pasó, talvez la culparon insistentemente, por eso nunca quiso desligarse de su entorno familiar para formar una nueva familia.
–¿Sabe la mujer de Marcelo?.
–Es cómplice en el asunto, ella talvez la culpó, qué cagadas llevará por dentro.
–Sí. La gente de nuestro entorno está llena de mierda.  ¿Cómo estarán los demás, los que no conocemos?.
–Me imagino que en igual medida.
–¿Y los valores, principios, virtudes y normas morales, como quieran llamarse, qué hay con ellos?.
–Fueron confeccionados sólo para entretener al enemigo, a gente cojuda como tú o como yo talvez, el cura que me comentaste es un vendedor de tales principios.
–¡Carajo!, y son los tres curas del pueblo en lo que va de mi vida, y ellos están prohibidos, hacen votos de castidad, bueno al menos eso nos hacen saber.
–Toda prohibición engorda intriga, talvez son las mujeres las que buscan a los curas, recuerda la fruta prohibida del edén.
–A veces te pones tan lúcido como en la escuela y me opacas.
–¿Eso piensas?.
...
–Pienso que somos el producto de una sociedad enferma. Enferma y pobre, pobre de dinero, o pobre de espíritu, o pobre de ambos, pero eso somos.
–¡Humm!.
–¿Cómo que humm!, algo tienes aún guardado, vomita todo, todo, que no quede nada, nada de José, la resaca es perjudicial.
–Hay algo más...
–Seguro que alguna porquería tuya.
–¡No!, cómo crees, es algo relacionado con mi prima hermana.
–Seguro que ahí arrimaste el piano, es común, hasta se casan entre primos hermanos.
–No, es ella y su hermano, mejor dicho su medio hermano.
–¡Carajo!, esto se pone bueno, lánzalo de una vez.
–El padre de ella se casó con una señora que tenía un hijo, el único “hijo hombre” que tuvo. Después vinieron siete hijas.
–Poderoso el tío.
–Nada de eso, siempre tuvo la ilusión de tener un hijo, para que no muriera su apellido, un hijo hombre  que heredara el nombre de mi bisabuelo Carlos. En las reuniones familiares recordaban al bisabuelo como un modelo a seguir, y se abrigaba la esperanza de que algún descendiente llegase a ser como él. Así pues, buscando un hijo el tío se llenó de hijas, el cuerpo de la esposa terminó deformado de tanto empreñarse, y no es que fuera cierto el pretexto de que no había en que entretenerse, la esperanza era que llegara un macho. Mientras el tío se preocupaba por conseguir lo deseado, el hijastro se fue haciendo hombre, y como el tío trabajaba de sol a sol para mantener el hogar, no pudo percatarse a tiempo para prevenir, pues el hijastro ya se había desflorado a la hermana mayor.
–¿Y cómo se dieron cuenta?.
–Un primo, El Lazarillo, se preocupó por hacerles un seguimiento, y se quejó con el tío, contradictoriamente nadie creyó al Lazarillo, es más se ganó el desprecio de la familia, hasta que otro de los primos a quien su madre calificaba de muy circunspecto, lanzó la segunda queja.
–Seguro que le sacaron la mierda al arrecho del hijastro.
–Lo arrojaron de la casa, pero la obsesión del tío por tener un hombre como hijo, pudo más, y lo perdonó. El hijastro en adelante siguió con su mal habida relación ante la impotencia de nosotros.
–¿Qué fue de la vida del Lazarillo?.
–Se dedicó a negocios ilícitos.
–¿Y sus padres?.
–El padre, arrebatado por la parálisis que padecía, se suicidó mucho antes del caso, o talvez ya lo sabía, y la madre murió hace poco, de pena, mientras El Lazarillo purgaba condena en el penal.
–¿Y el circunspecto?.
–Mujeriego empedernido, suele decir que no se quiere ni a sí mismo.
–¿Qué dice al respecto la madre del mujeriego?.
–Ya nada, ella tiene una falta similar en su pasado.
–¡Chucha!, familia Borgia.
–¡La cagada!, no jodas pues.
–Perdón, retiro lo dicho, mejor sigue con el relato.
–Mira, mi bisabuelo Carlos, el padre del padre de mi madre, ¿he dicho bien?, tenía una hacienda, nosotros éramos muy pobres. ¡Carajo!, cómo te explico. Mejor dicho mi bisabuelo murió y mi abuelo quedó desheredado, no sé porqué, pero ¡qué mierda!,  así fue. Bien, como mi abuelo quedó fuera del plato pronto se vio envuelto en la pobreza, pero allá en la hacienda existía una escuelita fiscalizada. Administraba la hacienda un nieto del viejo Carlos, por el lado de los no desheredados, a él recurrió mi abuelo para emplear a su hija, madre del circunspecto y hermana de mi madre, como profesora en la escuelita, y...
–¿Y?.
–¡Y qué pue carajo!, ahí sucedió todo.
–Ya sé, tu tía se comió a un chibolo de la familia.
–No, hombre, la tía aún tenía dieciséis años, fue la mejor alumna de su promoción, premio de excelencia, inocente en esas situaciones de seducción.
–¡No me digas que fue el cura!.
–No, fue el administrador,  la embarazó.
–Fácil, la hubieran casado con él.
–Él estaba casado.
–¡Puta, qué pendejo!. Ninguna consideración a la familia.
–Peor todavía, culparon a la tía y se vio obligada a abandonar el empleo.
–¡Y nació el circunspecto?.
–El circunspecto es el segundo, el hijo de ellos nació minusválido.
–¿Y el padre del circunspecto?.
–Fue otro, uno que se marchó con su empleada doméstica.
–Seguro que se enteró del caso.
–Posiblemente. El minusválido y el circunspecto crecieron sin padre.
–¿Es todo, no hay más?.
–Es todo.
–Entonces puedes irte, ya te liberaste.
–¿A dónde, a envenenarme con los recuerdos?.
–Busca a tu familia y llora con ellos, hasta sentirte bien.
–Lejos de sentirnos bien, nos culpamos mutuamente y terminamos mal. Yo los culpo en silencio y ellos a todo pulmón.
–¿De qué te culpan?.
–De borracho, resentido y haragán.
–Entonces huye de todo lo que te haga sentir mal.
–Eso mismo asimiló José y tomó la decisión de marcharse para siempre.
–Pero no sucedió como lo esperaba.
–No completamente, pero sí en buena parte.
–De todas maneras es un logro.
–Llevo una espina en la planta del pie que no me deja avanzar, creo que la última.
–¡Suéltala pue cojudo!.
–Sucedió en la adolescencia.
–¡Seguro que te comiste a la burra, o a la gallina!.
–Aunque te parezca mentira, jamás practiqué lo que supones.
–Entonces, un marica posiblemente se cruzó en tu vida.
–No, fue mi tía, otra tía, lejana, que no sé que es de su vida. Yo me encontraba enfermo, postrado en cama, ella cuidaba de mí. Estábamos solos, muy solos, su caminar cadencioso, su voz, su cutis blanco y terso, su talle esbelto, se apoderaron de mis sentidos; su ternura despertaba en mí un deseo de acariciarla, mas no de poseerla, no sabia nada de eso. Aquella canción romántica en ritmo de balada, sonaba por la radio en el cuarto, la cantaba una divina mujer idealizada por mí, virginal, diosa de mis fantasías, de cabello largo y lacio, de ojos grandes y complacientes, sus labios pétalos de rosa apretados y mezquinos escondiendo el néctar de su boca, de cuerpo esbelto, cual gatita que ronroneando se pegara a mi pecho antes de partir, mientras brillaba el sol en mi ventana y yo la siguiera por las polvorientas calles de mi pueblo, y me quedara en la plaza contemplando la ciudad, idealizando una estación de ferrocarril porque se iba sin que la hubiera ni siquiera visto. Y yo ahí postrado en la cama delirando por la fiebre, tomé tímidamente a la tía por el brazo, y ella se acercó hasta mí buscando mi boca, una dulce sensación experimenté y anhelé  que nunca terminara, pero ella se retiró y lloró igual que un niño, mientras yo le pedía perdón insistentemente, una y otra vez, y ella no cesaba de llorar. No hubo más, solamente un beso, ¿tanto daño pudo causarle un beso?, aquel beso que me hizo sentir en el paraíso, ¿porqué ella no sintió lo mismo?. Desde entonces cargo sobre mí aquel supuesto mal que la causé. Muchas poesías ingenuas inspiró aquel beso con fondo musical. Tiempo después volvió a sonar otra canción, “Corazón de poeta”, la inalcanzable felicidad volvió a apoderarse de mí, compré la grabación y me complace escucharla, sintiendo que no la tengo, ni la tuve, pero la recuerdo.
–¿Te volverías a enamorar?.
–Sí, ¿Quién no quiere estar enamorado?, es hermoso.
–Si es hermoso porqué no lo haces.
–Hay una especie de miedo.
–¡Miedo a qué?.
–A que lo hermoso termine cuando empiece la necesidad de dinero.
–Pero hay gente muy pobre, en la miseria podría decir, pero llena de amor.
–¿Entonces qué pasa en mi caso?.
–Veamos primero de quién te enamorarías.
–De una mujer atractiva.
–¿Física, intelectual, o espiritualmente?.
–Empezaría por seleccionarla físicamente, que algo me guste, que despierte en mí apetito sexual. Luego, lo del intelecto se puede cultivar.
–Tú lo has dicho, se puede cultivar, pero, y qué si la mujer no se deja cultivar, es más cree que ya está cultivada a su manera, y se otorga un valor económico.
–¿Valor económico?.
–Claro, ¿acaso no es común escuchar de ellas que se casarían con alguien que les de seguridad económica?, suelen decir a menudo, “¡Con ese tipo no, me mataría de hambre!”, de otro lado los hombres cojudos dicen “Quiero que seas mi esposa, no te faltará nada”, empecemos pues analizando lo que está grabado en nuestros cerebros, eso que ya ha pasado a ser una norma bajo la cual quien decide casarse debe estar encuadrado.
–Entonces no hablemos de amor, sería mejor hablar de conveniencias que hacen posible una relación de pareja.
–Mejor así, y estar preparado para cuando las condiciones que mantienen vivas las conveniencias, fallen.
–Entonces no sufriremos mucho cuando una mujer se vaya.
–Pero de otro lado la mujer que se va quiere irse con todo, hijos, dinero, bienes, y el hombre orgullosamente ingenuo deja que esto suceda, y cuando sucede ya está con la soga al cuello, es eso que dicen las mujeres, un papel quemado.
–A una mujer sin dinero se le acercan los hombres que hayan, basta que sepan que anda sola y es algo atractiva, a un hombre sin dinero ninguna mujer se le acerca, salvo que sea muy ingenua, o espiritualmente rica, o instintivamente para someterlo y satisfacer sus propios caprichos, y luego se aleja.
–En tal caso las leyes deben fabricarse a favor de los hombres, ya que parecen ser muy tontos.
–Sí pues, pero las leyes a favor de las mujeres curiosamente están hechas por los hombres, las mujeres por más investidura que tengan no abogarían por una ley a favor de los hombres.
–¿Qué demuestra entonces eso?, ¿una predisposición innata del hombre para proteger a la mujer?.
–Las leyes no son fabricadas por los hombres desvalidos, son por aquellos que van abroquelados de poder, que lo tienen todo bajo sus pies, empezando por la sirvienta, la secretaria, la esposa, la hija del amigo, las masajistas y todo lo concerniente. Las leyes apuntan a someter a los del llano. Y qué más si a los hombres nos gusta ver jodidos a los de nuestro propio sexo.
–Es tú opinión.
–Dime pues, si sabiendo que a un amigo le adornan con cuernos, tú o sus demás amigos se atreven a comunicarlo.
–Pues, no.
–En cambio una mujer sí lo hace, entre ellas se protegen, hasta se cuentan sus relaciones íntimas.
–¿Tú contarías tus relaciones intimas?.
–No, por respeto a la mujer que ame.
–Entonces, sin duda, la amiga de la mujer que ames sabría de tus debilidades amatorias.
–Creo que sí, Reina sabía todas las debilidades de José antes de acostarse con él, talvez Dona no tuvo recato alguno al comentarlas.
–Los hombres también cuentan, pero cuando se trata de otra mujer que ellos llaman la jugadora, pero lo hacen solamente para alardear, para mantener vigente su condición de machos.
–Las mujeres, en su mayoría, se manosean entre ellas desde muy pequeñas, diría yo que empiezan con una inclinación homosexual, que luego van abandonando. Se examinan los senos, la vulva, los glúteos y muslos. Son tan comunicativas entre sí que saben más de sexo que nosotros. Los hombres hasta protegen su miembro cuando orinan delante de otros hombres, es que tienen miedo que les digan “¡Lo tienes chiquito!”, y eso es peor que mentar a la madre, sólo los que lo llevan algo erecto antes de orinar lo muestran con exhibicionismo.
–Las mujeres son menos pudorosas en el exhibicionismo, muestran las piernas y parte de los senos como algo normal. Es su etiqueta, su carta de presentación, el precio de impacto que creen tener.
–¿Y qué hay de los homosexuales y sus derivados?.
–No opino sobre lo que no conozco, solamente los aprecio como seres humanos, basta un desequilibrio hormonal y el ambiente propicio, creo yo, para que cualquiera se convierta en homosexual. ¿Y tú que opinas?.
–Lo mismo. No hay porque marginarlos.
–No me respondiste respecto al atractivo espiritual de las mujeres que prefieres.
–El atractivo espiritual es difícil de percibir, las personas exteriorizan únicamente lo que les conviene, y las que parecen más atractivas son las que más esconden lo que pueda perjudicarlas, sólo así pueden lograr sus objetivos.
–Has llegado a explicar, sin darte cuenta, una causa de peso de todos tus males.
Luego vino un mutismo recíproco, ambos teníamos la mirada desviada, no sé que pensaba de mí, pero yo sí de él, era el mismo muchacho de escuela tímido pero seguro en sus apreciaciones, capaz de subsistir en las montañas más agrestes de la vida, libre para entregar todo sin esperar nada a cambio, el único hijo hombre del maestro en su primaveral y atractiva sirvienta. Pero yo sabía de sus tempranas decepciones, di vuelta para mirarlo, y  así viejo casi cincuentón como lo encontraba, su aplomo era impresionante, majestuoso, que tuve envidia de él y pregunté:
–¿Recuerdas el rabo que tenía tu papá?.
–¡Ja, ja, ja...! –lejos de incomodarse lanzó una carcajada–, ¡qué ingenuidad! ¿no?. Cómo he de olvidarlo, mi hermana, mi menor hermana fue quien salió con eso, pero claro, yo también mordí el anzuelo.
–Claro pues, tú saliste con eso en la escuela.
–Cuando descubrí el rabo, ya todos lo sabían, hasta el maestro.
–¿Cómo pudieron descuidarse tus padres?.
–No fue descuido, ellos lo percibían de manera muy natural.
–¡Qué ignorantes!, perdón, no quise decir eso.
–No te preocupes, tienes toda la razón.
–Inocentes es la palabra, pero ellos no tenían la culpa.
–Ignorantes es más apropiado, todos ignoramos algo, ellos ignoraban las normas impuestas por la sociedad formal, ellos no sabían que para hacer el amor tenían que cumplir con ciertos parámetros, por lo mismo los viejos lo practicaban cuando tenían ganas de hacerlo, ahí descubrió el rabo mi hermana, mejor dicho el aparato de papá, fue la vieja quien no supo responder la interrogante a su inquieta hija.
–Tú, ¿preguntaste alguna vez al respecto, a tus padres?.
–No, preferí enterarme por mi cuenta, disimuladamente, hasta que sucedió.
–¿Después qué sentiste?.
–Odiaba a mi padre, con semejante herramienta hacía que mi madre se quejara.
–¿Ustedes no dormían en otro cuarto?.
–Todos dormíamos en el mismo ambiente, sólo existían dos habitaciones: el cuarto y la cocina.
–¿Y cuando llegaban visitantes a hospedarse?.
–Al costado nuestro se acomodaban.
–Cualquier cosa podía pasar.
–Antes de encontrar a mi madre quejándose y con mi padre encima, todo parecía normal, contemplábamos sonrientes  y hasta bromeábamos cuando papá y mamá se cambiaban de ropa, era común verlos completamente desnudos. Después mi hermana descubrió el rabo, que no era más que el pipi erecto de papá, desconocido por mí hasta entonces; luego vino lo de mi padre sobre mi madre, y las figuras trazadas de hombres y mujeres en los baños de la escuela tomaron poco a poco forma sexual en mi imaginación. Todo eso unido a los sermones del cura, las charlas del maestro y los comentarios de la gente, fue modulando mi comportamiento. Pero ellos, los viejos, seguían en lo mismo como algo normal.
–¡Qué vergüenza!.
–Nada de eso, allá en la laguna de los baños termales familias enteras de campesinos se regocijaban en sus aguas, completamente desnudos.
–Es que los pobres campesinos, dada su condición económica, no llegan a nutrirse con las enseñanzas de la escuela, se quedan en lo mismo, es más algunos no conocen la escuela.
–Mejor así, se les notaba muy felices, luego del baño se conglomeraban sin pudor en el borde de la laguna, se vestían, y compartían la comida que llevaban. No era necesario ser conocido, igual te llamaban a comer, la gente que se consideraba educada miraba desde lejos, a escondidas tras las ramas que circundaban la laguna.
–¿Apruebas, entonces, tal comportamiento?.
–No apruebo ni desapruebo, sólo admiro aquella felicidad confundida con la naturaleza.
–¡Bienaventurado seas!.
–Lo mismo para ti.
–¿Tus padres y hermanos?.
–Mis padres conmigo. Mis hermanos en Italia y Japón, tristes y felices a la vez, tristes por estar lejos de aquí, y felices porque algún día regresarán con dinero para exhibirse, para que la gente sepa que andan muy bien por allá, y sabiendo sufran su nacional realidad. Masoquismo y sadismo social en convivencia.
–¡Qué felicidad!
–¡Ja, ja!. ¿Qué más te aqueja?.
–Tengo miedo, miedo  que la senectud me sorprenda pobre.
–Qué pobre. Tu fondo de jubilación ahí lo tienes.
–Hasta en eso he caído, el Gobierno se ha tragado tres años de mis aportaciones. Sólo cuento con nueve.
–Y eso, porqué.
–Porque me inscribí en el sistema privado de pensiones tres años después del efecto de la Ley.
–¡Qué tontería!, es una burrada tuya, el Gobierno no tiene culpa alguna.
–No pues, pero sí ellas.
–¿Quiénes ellas?.
–Las ejecutivas de ventas del Sistema Privado de Pensiones, ¡ja, ja, ja!, me consuela saber que muchos fuimos sorprendidos.
–Otra historia de hembras sometiendo babosos, ¡está bien, por cojudos!.
–Llegaban con ajustadas minifaldas y escotes sugestivos, poco faltaba para que llegaran desnudas, nos instruían respecto a la conveniencia de su sistema, no fue fácil convencernos, pero nos abordaban insistentemente, cedían a nuestras invitaciones parranderas, prometieron que nuestras aportaciones anteriores serían todas reconocidas mediante la emisión de bonos, confiamos en ellas puesto que ignorábamos la ley, y terminamos afiliándonos.
–Bien reza el dicho: ¡Nunca pierdas la cabeza por un rabo!.
–Pero la que me afilió terminó siendo mi mujer.
Dije eso para terminar con una carcajada, tenía que terminar nuestra conversación de alguna manera, el Viernes Literario había empezado y pensé que no debería estropearlo, era su predilección la poesía, desde la escuela, pero no terminamos ahí.
–Peor todavía, ¡qué infantil excusa!. Mira hermano, en un inicio la mujer andaba desnuda, era poderosa y sometía a los hombres, en todas las formas. Después los hombres se cansaron de verla desnuda. Aburridos de soportarla empezaron a practicar el amor entre ellos. La mujer, por su parte, buscó a las demás para lo mismo, en dura competencia se ubicaban frente a ellos para disfrutar de lo prohibido, ellas ganaban la competencia, por supuesto, tanto así, que perdieron el control sobre los hombres, y éstos tomaron las riendas del destino de la tierra. Las mujeres seguían ahí en lo suyo, y los hombres también, pero sólo en las altas esferas. Imperios poderosísimos se levantaron bajo el poder físico de los hombres. Por una de las casualidades del destino, un día que las mujeres decidieron acariciarse allá en el paraíso celeste de las aguas tranquilas, notaron reflejados sus cuerpos, ¡envejecidos y deformes!, y horrorizadas escaparon de las aguas, corrieron por la planicie hasta sus viviendas y se arroparon con las cobijas de la noche; ahí permanecieron sin salir, por largo tiempo. Sin que pudieran darse cuenta sus cuerpos iban rejuveneciendo por el embrujo de las sombras bajo las cobijas, algo así como resulta después de cubrir el pasto viejo y pisoteado de los senderos con una piedra caída accidentalmente sobre él; pasto tierno, emerge, suave y blanquecino, atractivo a las bestias, pero delicado y susceptible de marchitarse con el primer rayo de sol. Mujeres hermosas renacieron, cual orquídeas delicadas que crecen al amparo de las sombras en la espesura de la selva virgen. Los hombres se turbaron ante la aparición de aquellos seres cubiertos en vestiduras de fina seda, que desafiantes dibujaban un talle que invitaba a ingresar en sus misterios. Las mujeres se tornaron interesantes y los hombres apostaban sus fortunas por llegar hasta ellas y poseerlas, muchos perdían la vida disputándose a una. La mujer había logrado, con su innata paciencia, una nueva forma de liderazgo, sometió con su sexo al hombre de tal manera que éste, por voluntad propia, se convirtió en su servidor incondicional. Solamente con la casual y paciente espera, ajena a la voluntad, la mujer había logrado imponerse de nuevo, no necesitaba trono ni reino, pero gobernaba. Y empezó el problema del hombre, que ante la indiferencia de la mujer descargaba su mal embalsada ira sometiendo reinos aledaños para ponerlos a los pies de su amada, y cuando no lograba lo esperado se entregaba a los brazos de la muerte. Dicen que un sabio monarca, gobernante de uno de los reinos, se dio cuenta de la debilidad física de su bella mujer mientras forcejeaba con ella suplicándole un poco de amor, que atenuara el estrés que le dejó una intensa jornada;  cansado de suplicar la sometió por la fuerza, “ ¡Piedad! ”, clamaba la mujer, pero él ordenó a sus súbditos le trajeran a las mujeres más hermosas del reino, para demostrar que la suya no era imprescindible. Los demás monarcas copiaron la receta y desde entonces la mujer pasó a ser esclava del hombre. Y se quedó nuevamente esperando, esperando involuntaria y pacientemente. Un día el rey de reyes, acompañado de la reina y su corte, se desplazaba en desfile de gala ante sus súbditos, un bicho repentinamente picó el muslo de la reina, causándole tal escozor que no pudo resistirse, levantó el imponente faldón y se rascó. Los súbditos lanzaron una exclamación de asombro y de deseo, subiendo la mirada desde el tobillo hasta el muslo, y luego bajándola, y subiéndola con los ojos desorbitados de lujuria; la turba avanzó cerrando el paso al cortejo, el rey no podía comprender lo que estaba pasando, pero pudo darse cuenta que todas las miradas se dirigían a la reina, volteó la mirada hacia ella y escudriñándola se quedó con los ojos oscilando, del muslo hacia el tobillo, de éste hacia arriba, finalmente todo el cortejo y la guardia real se quedaron ahí atrapados por el embrujo, hasta que no pudieron contenerse, y confundidos todos se agarraron a golpes. La asustada reina escapó abriéndose paso entre la multitud rumbo a palacio, desde el balcón se puso a contemplar aquella tonta lucha, provocada por el sencillo y accidental hecho de poner al descubierto parte de su  misterioso cuerpo. Pero ahí se quedó mirando, contemplando pacientemente la confusión, hasta que llegó su adorado esposo, el rey, herido de muerte y maldiciéndola, ella sonrió, y pacientemente, sin inmutarse, iba levantando el faldón, mientras el rey declinaba poco a poco los insultos para terminar en desbordantes elogios y deseos de placer.
Desde aquella vez y muy lentamente a través del tiempo, la mujer fue mostrando partes de su cuerpo para someter al hombre:  el cuello, tobillos, le siguieron parte de los senos, las piernas, el lomo, los muslos, el ombligo, el tórax, y finalmente el cuerpo entero. Los hombres nuevamente se cansaron de verlas desnudas, y volvieron a complacerse mutuamente, y las mujeres también. Y el ciclo se repitió, aunque muchos se quedaron en los intermedios, pero igual seguirían. ¿Qué te parece?.
...
Bruno sabía mucho del pueblo y de mí, y terminó entregándome más de lo que yo esperaba, me había fortalecido espiritualmente, y tuve que marcharme reflexionando sobre mis debilidades para tratar de enmendarlas.
Sin darme cuenta y a medida que los problemas me abrumaban, y creyendo aliviarlos con el trago, fui cayendo irremediablemente en adicción. Pero he podido comprobar, que si bien es difícil apartarse, no es imposible tirar por la borda las miserias y con ellas arrojar también la conjetura de que el alcohólico es un enfermo incurable. Bastante daño llevo ya ubicado al margen de mis semejantes, limitado en mis posibilidades de permanencia en el tiempo que me queda de existencia. Pero debo enfrentar mi realidad, no volver a caer en la desesperación por lo que no pude, no puedo, o no me dejan alcanzar; con esto no quiero decir que debo conformarme esperando que pasen los días y llegue la muerte, tengo que luchar aunque el cuerpo me falle o a en corazón me arranquen, quién podría hacer por mí más que yo mismo. Mi protesta va en el sentido de que no me arrojen más porquería de la que ya bastante llevo.
Un alcohólico es un ser vulnerable, débil, huérfano de cariño, que agita los brazos en busca de la comprensión de los demás, porqué no reconocer que me parezco a un huérfano pajarillo, abandonado a su suerte en el crudo invierno, y que desesperadamente agita sus mojadas alas con la esperanza de poder volar; soy talvez cual tierna y delicada flor que el sofocante sol marchita y el viento la desprende para arrojarla una y otra vez sobre el calcinado suelo sin que pueda defenderse. Un ser con complejo de culpa, que irremediablemente me somete a la voluntad de los demás. Quiero llamar a Dios, al cura, al sepulturero, por último a todos, para confesarles mi debilidad en espera de que me ayuden, pero con ello sólo conseguiría inspirarles compasión, y eso no es lo que pretendo, sencillamente pido me den la oportunidad de volver a caminar, de rehacer mi vida, de sentirme útil en lo que sé y puedo hacer. Pero aquí la contradicción, nadie me dará lo que necesito en la manera como lo espero. Si por esta conducta desesperada que llevo dentro, llegare hasta Alcohólicos Anónimos buscando ayuda, esa ayuda tendría un precio, un precio que por el resto de mis días no podría pagar, pues viviría etiquetado y más marcado que billete en manos de cambista ambulante.
Me atrevo a decir, que en lugar de haberme desesperado por poseer para casarme o casarme para poseer, hubiese esperado a conocer más a mi pareja, mi vida sería distinta y feliz la de mis hijos,  seres inocentes que no pidieron venir al mundo.
Eso de aceptar mujeres que vinieron a mí arrolladas por una decepción amorosa, fue una experiencia amarga y por lo tanto peligrosa, como también fue desacertada la decisión de casarme mientras iban en pobreza los más cercanos a mí. Pero debo agregar más a mi fracaso matrimonial, pues demasiada importancia di a las opiniones de los demás en afán de complacerlos, y en lugar de conseguir la feliz y equilibrada calma, solamente logré multiplicar mi infelicidad haciéndola extensiva a los que más amé, me amaron y necesitaron de mí. Sin embargo jamás pasó por mi cabeza buscar mi felicidad a costa de la desgracia de ellos.
Recuerdo con menosprecio aquellas entregas sexuales a cambio de dinero, que me hacen pensar que no era más que un macho arrebatado sediento de placer en el mercado. Y las promesas matrimoniales, suscritas en cumplimiento de la ley, que después de emprendido el camino no cuentan para nada en la consecución de la felicidad; me hacen sentir un tonto avasallado con el cuento del amor.
Como ustedes pueden darse cuenta, mi caso no es menos penoso que el de cualquier alcohólico por ahí. Mas todo eso es cosa del pasado, quedó atrás con supuestos triunfos y flagrantes miserias, no quiero parecerles un pobre diablo aunque creo que ya lo logré. Ahora me queda mirar para adelante. Como por arte de magia ha desaparecido en mí la desesperada idea de quitarme la vida, como una solución a todo lo que tenga que afrontar, ¿porqué quitármela ahora si aún puedo esperar?. Me ha sido muy difícil aceptar esta parte de mi vida, creí que todo lo podía, como antes, que mi organismo era el mismo, la misma visión, la misma dentadura, el mismo empuje para empezar de cero, puedo decir que he llegado aceptar esta nueva etapa de mi vida.  Imagino pues que todo es bello, puedo imaginar mientras pueda respirar, esto y más todavía, puedo imaginar.
Imagino que el jovencito ya, hijo de José y Dona,  con el cariño y comprensión de sus abuelos maternos ha superado toda la desgracia que le legaron sus irresponsables padres, y ella, la pobre se ha cansado de buscar aturdidamente un hombre para su marido, y por fin se ha  resignado a esperar la ocasión y mientras tanto vivir para su hijo. Imagino que la niña que José engendró con Reina, aunque su madre se desplace de uno a otro amante, ha comprendido la debilidad de sus padres y ha tenido la mejor de la suertes. En cuanto a las dos pequeñas e inocentes criaturas con Sonia, imagino que viven muy felices junto a sus abuelos maternos, aunque los insultos hacia su padre se crucen viniendo de uno y otro lado en aquella familia; imagino que el logro laboral que ella ha conseguido ha superado con creces la orfandad de las pequeñas, ¡imagino lo que no quiero imaginar y me río!. Imagino también que la madre de José no sufre, y que las lágrimas que discurren por los pliegues de su rostro son lágrimas de felicidad. También me doy tiempo para imaginar que Humberto, primo de José, igual que salvó la vida a la viejecita, sigue salvando otras como manda el juramento hipocrático de su profesión, y aunque sin dinero, alcanzó su realización. Debo imaginar para ser feliz.
Así pues, somos una sociedad enferma, mejor dicho pertenezco a una sociedad enferma. ¡Un mundo interno de ambición que nos empuja a la destrucción mutua, manifiesta en unos y camuflada en otros, pero siempre tragándonos los unos a los otros hasta morir!. Muchas veces estuve tentado a realizar estupideces, pero, tuve que evaluar el efecto de las mismas, aposté por lo que creía correcto, aunque en las cosas del amor nunca supe de lo correcto o incorrecto, creí sí, que estaba en lo correcto, después la experiencia y el razonamiento me llevaron a la conclusión de que el amor y el alcohol producen la misma sensación de felicidad y de infelicidad, tal fue mi desgracia. Aventurado decirlo, ¿no?. Mas en lo que a mi concierne, me aparto de toda la inmundicia que me llevó a emborracharme de impotencia. ¡Y no quiero complacencias porque no las necesito de nadie!.

XI

No pudimos interrumpir, no debíamos, nuestros gestos y miradas eran evidentes mientras lo escuchábamos. No queríamos comprometernos con sus apreciaciones, talvez llevaba la mente turbada de tanto licor, además, ¿porqué echar por tierra una perseverante lucha en busca de placentera identidad?, pero tampoco logramos refutarlo porque mucho de lo que dijo era verdad. Aunque no podremos negar que nos incomodó la forma como encaraba los acontecimientos, pues algunos de nosotros fuimos aludidos y ganas nos sobraban para dejarlo ahí con la palabra en la boca, pero ello no hubiera hecho más que reafirmar que también somos enfermos. Lo queríamos, lo estimábamos, lo admirábamos, y nos agradó saber que había tomado la firme decisión de dejar de beber, y eso era suficiente, tal fue nuestra conclusión. ¿O no nos agradó, porque también se apartó de nosotros?. Moisés Alvarado Lara, el hijo de la panadera del pueblo, se levantó y se marchó. Sólo quedó la copa, y cenizas los vivaces carbones, y tiesas las suculentas carnes. Y nosotros cinco, ¡cinco!, no llegaron más, hombres, nada más, nos miramos mutuamente y con ademán perezoso empezamos a brindar por él. Sola quedó la copa llena de recuerdos, de comilonas y borracheras, de camuflados burdeles, de prostitutas y maricas en busca de clientes, de aquella peña folklórica llena de “pirañitas” y legisladores; todo en pleno centro histórico de Lima. Moisés lo había recorrido todo con nosotros, de palmo a palmo de crepúsculo en crepúsculo. Que Dios lo ayude.
–¡Dios lo ayude?. Ja, ja. ¡No es así, güevón!. ¡Mejor sácate un whisky y no jodas!. Ya me aburrí, ya. ¿Quién es ese cojudo, pue?.
–¡Investígalo!.
–Bueno, ¡quiero la mía pue güevón!, la mitad, como habíamos quedado, por eso he venido. Dime, ¿está bien tu carro?, quiero que me lo prestes, mañana te devuelvo, de paso que lo hagan su lavado y engrase, como siempre, yo, porque no me vas a decir que lo has hecho.
–Más despacio llevaron al difunto. ¿Qué tuya, a qué te refieres?.
–¡La del Poder, compadre!. Qué pasa primo.
–Ah, sí, el Poder en el que José me autorizaba hacer la transferencia de sus bienes a nombre de su madre.
–Nada que de su madre, ¡a mí nombre!. Soy inteligente, güevón.
–Lo hice a nombre de su madre.
–¿Me traicionastes?, ¿tú, siendo mi hermano?. ¡Meto bala, güevón!. Soy un Campos, hacendado del Marañón. Y paque lo sepas, güevón, para ti no seré nada, pero para los demás soy el capitán Aquiles Campos, ¡y me tiemblan!. Soy inteligente, güevón. ¡Soy el único, carajo!, que saca cara por el apellido. ¿Hicistes más por ese cojudo que quería cambiarse el apellido?.
–Sí.
–Déjame llorar... Abusan, carajo, porque han muerto mis padres. Me van a pagar... ¡Mi última hembra es mejor que la tuya, güevón!, ¡para que sepas!... Discúlpame hermano, no me hagas caso, debes comprenderme, estoy sentido por la muerte de mi viejo. Además tú también me has ofendido, yo no digo nada, no importa... ¡Ese mi hermanito!... Préstame tu carro hermano, un par de horas nomás, no se va hacer nada... Ah, te he conseguido la música que te gusta. Tengo un Whisky que me ha dao el Mayor Ardiles, te lo regalo para que tomes con tus amigos y. Te he conseguido una buena arma, sólo dame doscientos cocos para la licencia y después arreglamos. El Mayor Ardiles y el Presidente son uña y mugre, ¡porsiacaso!. !Ah!, Victorio dice que eres un profesional fracasado. ¡Carajo!, ¡oye!, lo que te han contao de ese güevón de José es pura mentira, ¡oye!, yo te puedo contar la verdad. Era un borracho pendejo, malagradecido, fracasado ...