La literatura se aparta de los lugares comunes

jueves, 27 de septiembre de 2018

Mi Dulce Angelita

A ti
Señora,
Señora vengo,
Soy ateo de razón
Y creyente de corazón,
Virgen de mis horas tiernas.
Pues si he creído en los hombres
¿Por qué no puedo seguir creyendo en ti?

Llegaba todos los domingos y días santos, después de la misa, hasta allá a la ladera de Santa Lucía, donde yo, pequeño aún, tan pequeño como ella, pastoreaba mis tres ovejas,  en medio de la ladera, justamente en la chacra que fue de la madre de mi padre. Se llamaba Angelita, y por la suavidad de su encantadora sonrisa su madre la llamaba Dulce Angelita. Por el pie de la chacra surcaba el camino que unía al pueblo con las salpicadas y pintorescas casas de la campiña de Cuymalca, amarrábamos las ovejas y descendíamos al sendero, y en una de las azulinas rocas que daban perfil al camino y que lucía como un pizarra de aula, solíamos garabatear los deberes de la escuela. No sé cuántas veces llegó hasta mí la pequeña niña, pero yo ansiaba que aquellas visitas nunca se terminaran porque las limitaciones de mi infancia milagrosamente desaparecían con la sola presencia de ella.
Un Día de Navidad, la espera se hizo larga, amarré las ovejas y descendí solo al sendero, me coloqué frente a la roca para pensar en ella, y repentinamente una delicada manita tocó mi hombro, era ella, la pequeña criatura, que dificultosamente respiraba. Se abrazó a mi cuerpo y miró al cielo, luego la apreté contra mi pecho, ella empezó a gemir y yo prorrumpí en ahogado llanto. Pegada a mi pecho se quedó dormida, su pequeña cabecita me incitaba acariciar su tierna cabellera, cerré los ojos y me quedé acariciándola, y cuando los abrí ella ya no estaba conmigo.
Me pegué a la azulina roca y lloré desconsoladamente su ausencia, y cuando lágrimas ya no habían pude verla dibujada sobre la roca con aquella dulce sonrisa que sólo ella sabía dar. Mas, por un momento aquella tierna figura cobró vida y conversó conmigo, me dijo que allí se quedaría, eterna, por los siglos de los siglos, con la Iglesia triunfante en la mano, para evitar que el pueblo se derrumbara.

Cerca de cincuenta años ya, que volví a la ladera para recordarla, ahí en la misma roca estaba ella, ¡rodeada de ofrendas!: flores, cirios y piedrecillas. No había persona que pasara sin saludarla. La gente se detiene, se persigna, y se queda por un momento junto a ella. Y aunque alguien a truqueado su tierna figura para convertirla en milagrosa señora, para mi sigue siendo mi Dulce Angelita, la pequeña niña que se hizo Santa dentro de mi corazón, en la ladera de Santa Lucía camino a Cuymalca.

Desde entonces, espero las noches despejadas de luna llena en el poniente, voy hasta la capilla de Santa lucía en la cima de la ladera, y antes que la luna se oculte en la espesa montaña, allá abajo, en la planicie de la campiña, en una laguna que a esa hora es todo encanto, se refleja la Virgen de mis horas tiernas; sonrío y le digo:

Si he creído en los hombres, ¡por qué no seguir creyendo en ti!


(Pallasca, 2008)

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