A ti
Señora,
Señora
vengo,
Soy ateo
de razón
Y creyente
de corazón,
Virgen de
mis horas tiernas.
Pues si he
creído en los hombres
¿Por qué
no puedo seguir creyendo en ti?
Llegaba todos los domingos y días
santos, después de la misa, hasta allá a la ladera de Santa Lucía, donde yo,
pequeño aún, tan pequeño como ella, pastoreaba mis tres ovejas, en medio de la ladera, justamente en la chacra
que fue de la madre de mi padre. Se llamaba Angelita, y por la suavidad de su
encantadora sonrisa su madre la llamaba Dulce Angelita. Por el pie de la chacra
surcaba el camino que unía al pueblo con las salpicadas y pintorescas casas de
la campiña de Cuymalca, amarrábamos las ovejas y descendíamos al sendero, y en
una de las azulinas rocas que daban perfil al camino y que lucía como un
pizarra de aula, solíamos garabatear los deberes de la escuela. No sé cuántas
veces llegó hasta mí la pequeña niña, pero yo ansiaba que aquellas visitas nunca
se terminaran porque las limitaciones de mi infancia milagrosamente
desaparecían con la sola presencia de ella.
Un Día de Navidad, la espera se hizo
larga, amarré las ovejas y descendí solo al sendero, me coloqué frente a la
roca para pensar en ella, y repentinamente una delicada manita tocó mi hombro,
era ella, la pequeña criatura, que dificultosamente respiraba. Se abrazó a mi
cuerpo y miró al cielo, luego la apreté contra mi pecho, ella empezó a gemir y
yo prorrumpí en ahogado llanto. Pegada a mi pecho se quedó dormida, su pequeña
cabecita me incitaba acariciar su tierna cabellera, cerré los ojos y me quedé
acariciándola, y cuando los abrí ella ya no estaba conmigo.
Me pegué a la azulina roca y lloré
desconsoladamente su ausencia, y cuando lágrimas ya no habían pude verla
dibujada sobre la roca con aquella dulce sonrisa que sólo ella sabía dar. Mas,
por un momento aquella tierna figura cobró vida y conversó conmigo, me dijo que
allí se quedaría, eterna, por los siglos de los siglos, con la Iglesia triunfante
en la mano, para evitar que el pueblo se derrumbara.
Cerca de cincuenta años ya, que volví
a la ladera para recordarla, ahí en la misma roca estaba ella, ¡rodeada de
ofrendas!: flores, cirios y piedrecillas. No había persona que pasara sin
saludarla. La gente se detiene, se persigna, y se queda por un momento junto a
ella. Y aunque alguien a truqueado su tierna figura para convertirla en
milagrosa señora, para mi sigue siendo mi Dulce Angelita, la pequeña niña que
se hizo Santa dentro de mi corazón, en la ladera de Santa Lucía camino a
Cuymalca.
Desde entonces, espero las noches
despejadas de luna llena en el poniente, voy hasta la capilla de Santa lucía en
la cima de la ladera, y antes que la luna se oculte en la espesa montaña, allá
abajo, en la planicie de la campiña, en una laguna que a esa hora es todo
encanto, se refleja la Virgen de mis horas tiernas; sonrío y le digo:
Si he creído en
los hombres, ¡por qué no seguir creyendo en ti!
(Pallasca, 2008)
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