Además, si deseo
mirarme en un espejo, hay tantos para hacerlo: el tuyo, el de Raúl el marica,
el de Díaz Yaya, el espejo del tombo que me encarceló. Algo de ustedes debo
tener, algo de hipocresía, algo de egoísmo, algo de grandeza, algún apetito de
poder, un vicio mundano, algo de vejez, qué sé yo.
Delgado negociaba
con los acaparadores después que yo los encontraba culpables, tantas veces que
llegué a perder autoridad frente a los comerciantes y me dije a mí mismo esto
no puede ser, a la mierda Delgado, a la mierda la Junta de Especulación y
Acaparamiento y a la mierda todas las normas y entidades de control. Así que en
mis próximas incursiones negociaba directamente con los comerciantes, “¿Prefieren
arreglar conmigo más barato que con el ingeniero?”, y salía todo transado a
precio de oportunidad. Empecé a ganar dinero sucio que los cheques de mi sueldo
quedaban íntegros para ahorrarlos, plata como cancha, diversiones, comilonas y
borracheras con los mismos comerciantes que llegaron a ser mis grandes amigos.
Corté los ingresos sucios de Delgado y di luz verde a los míos. Pero ahí nomás
no debería quedar, me faltaba Ipanaqué, a la mierda Ipanaqué, yo no tenía
ingerencia directa en el camal para tratar con los matarifes, pero para qué si
tenía todo el control de los comerciantes minoristas, comerciantes que recién
se estaban formalizando y para formalizarse requerían de una libreta de control
de carnes expedida por el Ministerio de Agricultura, las libretas tenían un
costo y a mí me las entregaba Ipanaqué inventariadas y con cargo, cada
carnicero llegaba con su libreta hasta el camal y en la administración del
camal se registraba en ella el peso de la carne y su clasificación sellándola
en conformidad, la administración del mercado sencillamente sellaba la libreta
como señal de aprobación mas nunca pesaba la mercadería, para qué pesarla si el
administrador sabía que los carniceros adquirían carne clandestina para
venderla como inspeccionada. Así que después que hice el seguimiento pedí que
pesaran la carne en mi delante, los carniceros se alborotaron y juntamente con
el administrador del mercado me pidieron me reuniera con ellos. Y sorpresa, me
dijeron que yo tendría mi parte y en adelante la tuve porque eso estaba
buscando cansado de saber las pendejadas de Ipanaqué que aún no se había
enterado de la comercialización de carne clandestina. Mi cargo era inspector de
comercialización de productos alimenticios, ya te puedes imaginar la cantidad
de establecimientos que tenía que inspeccionar, plata sucia me venía por los
dos lados y se reforzó mi propósito de ingresar a la escuela Militar para
hacerme General y luego golpear para ser Presidente de este maravilloso pueblo
llamado Perú. Qué te parece.

–No me sorprende,
por lo mismo te enamoraste de Nadia, porque sabías que su padre era hacendado,
no me sorprende porque para eso querías ser militar, ¿qué sería del Perú si
hubieses llegado a General de División y con un golpe ser Presidente de la
república que tanto nos ha costado conseguirla?. Menos mal que no llegaste a
nada, Dios sabe lo que hace.


Y el logro supremo, como jugando resultaría
unido el Pacífico con el Atlántico y en materia de construcción de canales navegables habríamos superado a la gran China, claro que éste sería un proyecto de interés
internacional y por lo mismo maravillosamente delirante contemplarlo desde
arriba, desde el cielo. Dios sabe lo que hace, bienaventurados los idiotas y
sinvergüenzas por que de ellos es el reino de la tierra.
–Oye, tú estás
loco, has perdido el juicio, qué es eso de cómo jugando, más económico te
resultaría construir una escalera a la luna.
–Estoy loco, sí,
pero en el buen sentido de la palabra. Una escalera a la luna, por qué o para
qué, cómo.
–Si lo que dices
estuviera dentro de lo razonable, hace rato lo hubieran hecho otros de
renombrada trayectoria en materia de ingeniería.
–Tú lo has dicho,
otros, otros no son yo.
–Nada,
sencillamente nada, así como lo escuchas.
–¡Oye!, tú te
pasaste de, de, no sé de qué.
–Simplemente un
trueque.
–¿Trueque en pleno
siglo veintiuno?.
–Trueque y un
económico canon minero de yapa en beneficio del Perú.
–Cómocomocómo, no
te entiendo.
–Le entregaría a
ellos todo el material que saquen del túnel.
–A quiénes.
–A cualquiera de
los tantos consorcios mineros.
–No aceptarían,
entiendo que ellos se dedican a la explotación de betas ricas en minerales.
–Por eso, se trata
de atravesar una cordillera que es un enmarañado de vetas muy ricas en
minerales, oro, plata, plomo, cobre, tungsteno, etc, etc.
–No creo.
–¿Porqué no crees?,
si se trata del último grito de la tecnología minera, la Explotación a Socavón
Abierto, un socavón principal con socavones ramificados siguiendo el curso de
las betas.
–Bueno, si de eso
se trata no te puedo contradecir, yo creí que era una locura tuya.
–Entonces, ¿estás
de acuerdo con mi explicación?.
–Sí, pero, ¿qué
agua recogerías del Marañón? si dentro de poco con el calentamiento global toda
la cordillera blanca se quedará en nada y los ríos se secarán.
–Ah, compadrito,
eso también se solucionaría, y a mediano plazo.
–Los científicos y
los ingenieros están perdidos, no saben que hacer con el calentamiento global,
y tú me dices que todo se solucionaría. ¿Eres, acaso, Dios o Superman para
evitar el deshielo?.
–Los científicos y
los ingenieros de verdad se pierden a propósito, para sacarle más provecho al
asunto. Los otros sí, están perdidos.
–Dentro de poco el
recurso agua será el más caro del planeta.
–Qué quieres decir,
¿qué el agua tiende a desaparecer del planeta?.
–Bueno, talvez no
desaparezca, pero habrá menos agua, es obvio, ¿no?, sólo la mano de Dios podría
evitarlo.
–No es obvio, la
cantidad de agua en la tierra siempre será la misma, salvo que desaparezca la
gravedad terrestre y el planeta explosione esparciéndose por el espacio,
entonces para qué querríamos agua.
–Pero todos saben
que el agua escasea.
–Falso, el agua
está completa, sólo hay que saber recogerla, y claro, también hay que aprender
a usarla.
–Entonces los
deshielos, qué, ¿son una mentira, acaso?, son reales.
–Sí, pero, no.
Mejor te explico de otra manera, de una sencillísima manera, dime primero ¿qué
efecto tiene el calentamiento sobre el agua?.
–Sobre el agua,
sobre el agua, sí, claro. Escasez del líquido.
–No. Produce
decremento de agua sólida, incremento de agua liquida, incremento de agua en
vapor, y como consecuencia final incremento de lluvias. Talvez en el futuro ya
no veamos grandes reservas de agua congelada, pero tendremos lluvias y
recogeremos el agua de lluvia para almacenarla en adecuados reservorios.
–En las azoteas,
como los paneles solares, ja ja.
–Algo parecido, los
reservorios serían en las partes más altas de las zonas lluviosas, una cadena
de lagunas artificiales que superen las reservas de agua sólida de los nevados.
Pero para que se haga realidad tendría que decirlo un organismo internacional y
no yo.
–¡Puta! que recién me acuerdo, el ciclo del agua, pue, me enseñaron en la primaria. El agua de mar se evapora por el calor del sol, se congela a temperaturas bajo cero en los cerros más altos, se derrite por el calor del sol y forma grandes lagunas, las lagunas alimentan riachuelos, los riachuelos ríos y los ríos océanos. ¡Puta!, que elemental.
–Sí, claro
elemental, muy elemental después de tanto indagar, pero debes tener en cuenta
que ya no habrán cumbres nevadas como reservas de agua para los periodos sin
lluvia, y por eso se hace necesario remplazarlas con lagunas artificiales.
–Ah, ¿viste?, ahí
está el problema.
–El mismo problema
que tuvo este pueblo en épocas remotas, cuando el Chonta dejó de ser un
centelleante nevado, pero los ingenieros de aquella época dieron solución al
problema.
–Cómo.
–Construyeron un sistema de represas superpuestas semejantes a los andenes destinados a la agricultura, toda una maravilla. El agua de las represas se filtraba paulatinamente por las rocas para aflorar cristalina por las quebradas en las faldas del cerro. Por supuesto que también había represas con sus respectivas compuertas de drenaje para un mejor abastecimiento.
–O sea que ustedes
jamás tendrán escasez de agua.
–Todo lo contrario,
nos falta agua,
–Porqué, ¿ya no
llueve en el cerro ese, que dices?.
–Cualquier cantidad
de lluvia.
–Entonces.
–Las represas
empezaron a deteriorarse en el siglo antepasado a tal punto que ahora lucen
prácticamente inservibles.
–¡Negligencia!,
descuido, pereza, ignorancia. Reconstrúyanlo, compadre, ¿tú no puedes hacer
nada como ingeniero?.
–Ni mierda, aquí nadie me toma en cuenta, creen que estoy loco. “¿Para qué represas si no hay agua para llenarlas?, lo que quiere es que lo contraten porque anda pateando latas, ese hombre está loco”, es lo que burlonamente argumentan.
–No conozco de
ingeniería, es posible que tú tengas la razón, pero eso de construir un canal
que una el Pacífico con el Atlántico, justamente por la parte más ancha de
América del Sur, ¡Dios mío, cuántos kilómetros!, eso sí que es una descomunal
locura, es no tener que hablar.
–Una locura realizable, aunque para qué tanta construcción, ¿para qué tanta tontería si nunca llegamos a entendernos?.
–¡Ves!, dices y
luego contradices, no hay seriedad, por eso no te creo, nadie te creería, ni el
más ingenuo. Te niegas a ti mismo.
–Me reafirmo a mí
mismo.
–Deja esas locuras,
hombre, y mejor dime si has vuelto a ver al Tombo.
–¿Qué interesante
puede ser un tombo?. Bueno, dejemos las locuras y ocupémonos de la estúpida y
común realidad humana. Sí los he visto, a los tres juntitos, Raúl, Díaz y el
Tombo, tres personas distintas y una sola verdad, la pendejada.
Hace poco, un mes a
lo más, me hicieron llamar con un policía, “Tiene usted una denuncia, acérquese
a la comandancia”. Llegué cuanto antes, y ahí estaba sentado, conversando
amenamente con el policía, un pelón obeso, moreno, algo sesentón.
–Pase, señor
Gonzáles –me habló el policía, cambiando bruscamente de sonriente a serio e
invitándome a tomar asiento en una rústica silla de madera, a dos o tres
cuerpos de la otra persona y frente a un escritorio del mismo material que
albergaba a una computadora, tras del escritorio esperaba sentado el policía.
De los cinco que cubrían la comandancia sólo uno estaba ahí, los demás bebían
cerveza afuera.
–¿De qué se trata? –arremetí, sin la mínima cortesía.
–El Doctor Ayala ha
presentado una queja en su contra –me contestó el policía, aludiendo
amablemente con la mano extendida al tipo de ahí.
–No sé de quién se
trata, no lo conozco –respondí, enfáticamente.
–Yo sí, mi general
–dijo el tipo, mirando al policía, en un tono entre nervioso y burlón, mientras se frotaba las manos. Quién es este
tipo de trato castrense, me pregunté, mientras desfilaban por mi mente diversas
figuras familiares del recuerdo–. No puedo olvidar a mis superiores.
–¿Un familiar de
Florida, es usted?.
–¿De Florida, de
Estados Unidos?. Nada que ver.
–De Florida Ayala.
–Soy Ayala, pero no
conozco a esa mujer. Conozco a Rosita, su prima, mi general, su hermosa prima,
mi general. Rosita Pugliesi. Me hubiese casado con ella, pero su sangre azul no
lo permitió.
Toda mi inocente
adolescencia se arremolinó en mí, el marica de Raúl, el robo a la tienda, y el
tombo que me sacó la mierda en el calabozo. Cuando salí libre de toda culpa, le
dije que me vengaría, que era muy joven y me haría oficial de policía con el único
propósito de vengarme, que quería verlo ahí arrodillado suplicándome por su
puesto de tombo subalterno. El tipo tomó muy en serio mi amenaza, conquistó a
Rosita, mi prima lejana, y le clavó un hijo,
luego se trasladó a la costa con el propósito de hacerse abogado, no
podía lograrlo, hasta que llegó la avalancha de universidades particulares e
ingresó a Los Santos, en el puerto de Chimbote. Y ahora lo tenía ahí, como
diciéndome lo he logrado y tú no. Sádico, el hijo de puta.
–Así es mi general,
soy Ayala y aquí me tiene.
–¿De qué me acusa?.
–De no haber
logrado su venganza.
–Hablo en serio
–era ridículo, aquello, no estaba dispuesto a soportar y me dirigí al policía
en tono enérgico–. ¿Qué broma es ésta, señor policía?.
–Ninguna broma –se
escuchó la voz de Raúl mientras irrumpía por la puerta de la comandancia
acompañado de Díaz Yaya y con una caja de cerveza–. El Doctor quería verte,
pero no encontraba la forma de hacerlo. Olvidemos los rencores pasados, ¿sí o
no, jefe? –el policía asintió con la cabeza–, olvidemos todo y miremos el
futuro.
El gordo de mierda se paró y me extendió la mano, contra mi voluntad correspondí, mientras Raúl abría alegremente la primera cerveza, contra mi voluntad tendría que aceptar, me repugna la manía de sentirse bien tomando licor, pero no pude evitarlo, la comandancia se convirtió una vez más en cantina. Raúl llevaba la nariz roja y la piel exfoliada, aquel rostro blanco como la leche de sus tempranos años había recibido los efectos del licor. Qué importaba su mariconada, ésta no era la causa por la que yo lo odiaba, su sinvergüencería, y en contraste su yo soy imponente, su aristocracia reprimida, esto sí. Pero para él, su orgullo, su forma de hacer frente a la vida. Empezó robando gallinas luego carneros, estaba seguro que nadie lo sabía porque lo había orquestado muy bien, pero no fue la única tienda que robó, conjuntamente con sus hermanas desvalijó otras más. El licor me hacía imaginarlos. Imaginaba a Raúl vestido de mujer, demasiado alta, de pelo castaño, nariz prominente y cejas pintadas, con notorio cuello de iguana delatando su vejez. Qué infierno había dentro de él, no lo sabía, su desmesurado interés por el dinero fácil le venía de familia, mejor que yo no tenga hijos, por que me podrían salir fáciles maricas, como él. Y entre trago y trago llegaba la desinhibición. Díaz Yaya, de cara y cuerpo entero, un viejo primate del Parque de las Leyendas, acosado por la avaricia, por ella vendía hasta mierda para los municipios, nada que vendía, vende. Y el otro, gordo de porquería, de botas vaqueras y portafolios, juez de los poblados del oeste americano en las películas, alguacil retirado, qué hacía por aquí, ¿un marica a su vejez?.
–Gonzáles –me dijo,
acentuando los tres grandes surcos de su frente, y me lanzó de hacha una proposición–,
quiero que seas catedrático.
–No creo que pueda
hacerlo –le respondí de la misma manera, de frente.
–No creas que hablo
por hablar. Soy catedrático de la universidad Los Santos, catedrático, promotor
y compadre del dueño, porsiacaso –fanfarroneó el Tombo.
–Espera, ¿dijiste
que el Tombo es compadre del dueño de Los Santos?.
–¡Mierda!, acabas
de decir, es él, entonces me conoce, o yo a él. Perdón, olvídate.
–El Doctor dice la
verdad –se inmiscuyó Raúl–, si te ofrece es porque puede, además está
promoviendo la apertura de una sucursal en la provincia, es tu oportunidad.
–La suerte está
contigo, como siempre, ¡ese chiquillo! –intervino Díaz Yaya, mientras el
policía, sonriente, daba un sí con la cabeza.
–Prefiero no hablar
de negocios con licor.
–¡Humberto!, con el
trago se consiguen muchas cosas, buenos amigos, acepta primo, no seas cojudo
–me dijo Raúl, muy alegre.
¿Raúl seguiría
pensando en mí como su idilio frustrado?, se le veía interesado, no sólo esta
vez, también cuando fue Alcalde. ¿O pronosticaba que tarde o temprano yo
llegaría a contar lo que sucedió allá en la chacra?. Bueno, pero la verdad es
que nadie lo sabe, sólo tú. A toda insinuación rechacé.
La borrachera llegó a su punto, la desinhibición estaba manifiesta, las anécdotas sobre logros y preponderancias en la vida, sobre burdeles y mujeres fáciles, se cruzaban de aquí y de allá. Raúl se lamentaba por no haber tenido un hijo, repentinamente prorrumpió en llanto. Todos aportamos para consolarlo. Y luego Ayala resultó llorando, “mí hijo, mi hijo, qué será de mi hijo en Rosita”. Rosita, mi primita, la profesora, la del calzón flojo, luego del hijo con Ayala se sometió a un ligamiento de trompas, decían sus amigas, y tuvo más hombres que mandados hacer. Su mamá peleaba con las muchachas del pueblo por algún hombre que ella gustaba para su yerno, unas peleas callejeras que hacían que se olvidara de su noble raza y de su condición de educadora, pero lo aristocrático y liviano de Rosita hacían que los hombres se alejaran. Dicen que la abuela fue de incomparable belleza y no desperdiciaba la oportunidad de tener un hijo con el hombre que la seducía, “mujer bonita, culo abierto”, así que tuvo muchos, y Rosita sólo uno, como su madre.
La borrachera llegó a su punto, la desinhibición estaba manifiesta, las anécdotas sobre logros y preponderancias en la vida, sobre burdeles y mujeres fáciles, se cruzaban de aquí y de allá. Raúl se lamentaba por no haber tenido un hijo, repentinamente prorrumpió en llanto. Todos aportamos para consolarlo. Y luego Ayala resultó llorando, “mí hijo, mi hijo, qué será de mi hijo en Rosita”. Rosita, mi primita, la profesora, la del calzón flojo, luego del hijo con Ayala se sometió a un ligamiento de trompas, decían sus amigas, y tuvo más hombres que mandados hacer. Su mamá peleaba con las muchachas del pueblo por algún hombre que ella gustaba para su yerno, unas peleas callejeras que hacían que se olvidara de su noble raza y de su condición de educadora, pero lo aristocrático y liviano de Rosita hacían que los hombres se alejaran. Dicen que la abuela fue de incomparable belleza y no desperdiciaba la oportunidad de tener un hijo con el hombre que la seducía, “mujer bonita, culo abierto”, así que tuvo muchos, y Rosita sólo uno, como su madre.
–¡Acompáñenme a Rosita!, quiero conocer a mí hijo –clamó Ayala, entre intermitentes sollozos–. Tú, Gonzáles, mi general, más que general, mi querido primo, tú eres la solución, llévame con Rosita y mi hijo.
Todos estaban muy
borrachos, las opiniones e inquietudes se confundían. Raúl en lo suyo,
enalteciendo la memoria de su padre y empecinado con la idea de ser Alcalde de
nuevo, y que también estaba enamorado de Rosita, su prima, que tenía de más
para mantenerla igual como mantenía a su madre y a sus seis hermanas
solteronas. El mono Díaz, alardeando de la profesionalidad de sus hijos y
haciendo planes para comprarse un camión y después llegar a Nadia. Ayala
llorando por Rosita y su hijo y a la vez jactándose de haber abierto muchas
sucursales de Los Santos la universidad de su compadre que “pese a quién le pese será Presidente del
Perú”. El policía irritado por los escasos muertos y heridos en el pueblo. De
cuando en cuando interrumpían sus propios mundos para cantar, las canciones
andinas retumbaban en la comisaría, canciones de dolor y de protesta de quien se
siente marginado. En fin, cada loco con su tema, yo con el mío, fumando
zozobrado uno tras otro un cigarrillo para disimular mi incomodidad y
midiéndome en el trago. Me preguntaba, qué pasó en mí que todo mi rencor se
había esfumado.
–Oye, Humberto, lo
que dijo el Tombo es cierto, César, mi compadre, se lanza para Presidente.
–¡A la mierda!,
compadres, tú serás su congresista y si no lo logras serás Ministro. ¿Qué
César, ah, César Hermosa, el estúpido Presidente Regional?.
–No seas picón,
oye, César Pulgar, el Alcalde, mi compadre, carajo, empezó con una pequeña
academia pre-universitaria cuando estudiaba ingeniería química, le fue bien y
tiró la ingeniería química a la basura.
–Otro profesional
fracasado, qué pequeño es el mundo.
–Es tú opinión, tú
sí que eres fracasado.
–¡Ave César!, el
pueblo inocente te saluda desde ahora.
–Hablas como si lo
conocieras.
–Estudié con su
novia, formábamos un grupo, de esos grupos de estudio que solían formarse en la
Universidad, yo era jefe de grupo, Carmelita, su novia, llevaba los problemas
de formación básica para que el novio los resolviera, y jamás logró resolver
uno.
–Talvez los líderes
están para vivir de los liderados, ¿no?.
...
–Y Rosita pasa por
ahí, de la mano con su hijo gringo de casi cuarenta, dicen que es marica.
–¿Por dónde?. Son
casi las cuatro de la tarde.
–Acércate a la
ventana, por ahí por la calle, llevando flores, rumbo al cementerio, a menudo
lo hacen.
–¡Caramba!. Qué
bien, rubios. ¿Ayala, llegó a conocer a su hijo?.
–Se marchó, tan
pronto le pasó la borrachera.
Pallasca, 27 de noviembre de 2006
Pallasca, 27 de noviembre de 2006