La literatura se aparta de los lugares comunes

lunes, 19 de septiembre de 2016

Cuidados intensivos


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Seis eran las camas en el cuarto, cuatro las ocupaban dos hombres y dos mujeres con pasaporte al cementerio, dos esperaban nuevos candidatos, una de ellas los paramédicos la acondicionaron para recostarme, la apoyaron contra la pared, a fin de que mantuviera mi cabeza levantada, ya que en posición horizontal me era imposible permanecer, me asfixiaría. Se trataba de una cama chatarra completamente deteriorada, parecida a aquellas que purgaban condena en los puestos policiales abandonados por el asecho de Sendero Luminoso, o a aquellas otras que pasaron al archivo en los campamentos de las empresas estatales que fueron privatizadas. 

Trajeron una botella de suero que fijaron a un oxidado soporte, y le enchufaron un sistema de manguerillas con un terminal punzante que introdujeron en el dorso de mi mano izquierda, y luego escarbaron a uno y otro lado buscando una vena donde conectarlo. El dolor que sentí superó en aquel momento al que me producía la mandíbula infectada, a tal punto que me resultó beneficioso por cuanto me olvidé de la causa por la que me encontraba en aquella cachina. Del incidente pude inferir que un dolor determinado puede ser curado por otro de mayor intensidad,  así el dolor de no tener empleo digno puede ser curado por el dolor de no tener que vestir, entonces hay que trabajar en lo que se encuentre a la mano para poder vestir, y el dolor de no tener que vestir puede ser curado por el dolor de no tener que comer, entonces aparte de trabajar en lo que sea hasta mataríamos para poder comer, y el dolor de no tener que comer puede ser curado por el dolor de la muerte.

Y pude concluir una vez más, que la muerte no es espantosa como parece, porque resulta ser el remedio de todos los males. Aunque muchos piensen que llegué a tal conclusión porque llevaba la mente perturbada por la infección, aunque digan que andaba buscando una justificación para morir, porque así lo creí por un momento, no podrán contradecir la conclusión a la que arribé. 

Seguí sumergido en mis juicios,   pero interrumpió un cuarentón que llegó caminando y ocupó la otra cama desocupada que me flanqueaba por el lado izquierdo, mientras estuvo ahí me fue muy útil, pues suplía con tremenda ventaja a los aburridos paramédicos, talvez pasó una hora y el hombre fue llamado para ser reubicado, su estado no era de gravedad.
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A mi derecha y casi pegado a mí, yacía un hombre joven cuyo estado de locura era evidente, hablaba de todo menos de su enfermedad, el pobre creía que estaba encerrado en un centro penitenciario, y como no tenía dinero para pagar su libertad, estaba obligado a permanecer en el lugar. Comentaba que sus hermanos preparaban polladas y otras comidas para venderlas y reunir fondos, con el fin de pagar la fianza y pudiera salir libre, hasta me ofreció una de esas polladas imaginarias, y cuando moviendo la cabeza prometí comprarla  me pidió que compara otra para mi esposa, y cuando asentí con el mismo gesto me pidió que comprara para mis hijos, recordé que lo mismo hacen los policías y los servidores públicos cuando recurrimos a ellos para realizar alguna gestión.
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A mis pies, en cama trasversal a la mía, se quejaba una sexagenaria mujer; los quejidos parecían salir de un profundo y oscuro pozo en una noche tenebrosa de invierno de un lugar solitario, cuando todo es silencio, oscuridad y superstición. El dolor que ella padecía se sumaba al miedo, al indescriptible miedo que infunde la muerte, aquella muerte que sentimos cerca estando lejos de nuestros seres queridos.
A mi izquierda y después de la cama desocupada, acostado lloraba un anciano, de los orificios de su cuerpo salían sendas manguerillas, por una de ellas un paramédico le suministraba alimentos líquidos, mientras el anciano llorando protestaba. Enérgicamente el paramédico lo regañaba, ya porque se resistía a que le introdujeran alimentos ya porque pedía le retiraran la incómoda bacinilla o chata, llena de orina y más. 
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El longevo estaba siendo torturado antes de morir, yo que creía que los enfermos se merecían las mejores atenciones, ya para convalecer ya para morir en paz, ahí me encontraba para ser testigo de que los hechos no suceden como se creen. Consideré que en aquel lugar no debería yo morir, pero hasta entonces no encontraba la manera de zafarme de esa muerte. Rosalía al encargarse de internarme lo hizo pensando que aquél era el lugar indicado para conseguir mi mejoría, pobrecilla, confiaba en aquella cachina, ¿en quién más en aquella parte del camino?, pero era imposible para mí aceptar que en ese lugar encontraría  mejoría, sin embargo mi afán por no defraudarla pudo más, y preferí seguir hasta que algo se me ocurriera. 
Al pie del anciano, en cama transversal, una longeva mujer se quejaba, también llevaba el atuendo que llevan encima todos aquellos que se hospedan en cuidados intensivos, sus quejidos eran profundos y largos, como si previamente hubieran sido depositados en un largo tubo de metal para salir por el otro extremo a nuestros oídos. Los quejidos dejaban percibir una onda pena, que aventajaba en kilómetros al dolor somático que la enferma padecía, me recordaban con nitidez aquellos profundos suspiros que daba mi madre después que lloraba por alguno de esos pesares que la vida nos entrega.  De pronto entró alguien vestido de blanco, seguido de otro al que llamaban doctor, se ubicaron junto a la cama de la anciana y murmuraron.
–¿Cómo la ve doctor?.
–De una sola vez, y ya.
–No hay otra.
–Ya ni su familia viene.
–¿Y las medicinas?.
–Por eso, procede nomás.
–Sí doctor.

El ordenado ya llevaba en la mano una jeringa, buscó la manguera que conducía a la vena, la pinchó y descargó todo el contenido de la ampolla. La anciana abrió los ojos para ver a su ocasional verdugo, lo miraba con desprecio y agradecimiento a la vez, y en tal convivencia antagónica de expresiones o manifestaciones emotivas, la pobre emprendió la huída, huía del dolor, de la miseria, pero más que todo, huía de la soledad. Probablemente sus familiares se habían cansando de ella, especialmente sus hijos; hay por ahí quien diría ¡qué horror!, yo sí que soy un buen hijo, mis padres viven conmigo, en tal caso qué les queda a los padres, sólo resignarse a morir en la cárcel que han preparado sus hijos.
Repentinamente una voz interrumpió mis deducciones.
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–¡Ya fue, ya! –dijo el hombre mientras jalaba la jeringa.
–Después te la llevas, necesitamos la cama –ordenó el doctor.

Apenas suspiraba aliviado el victimario, la anciana empezó a estirarse con tal insistencia y fuerza, que parecía iba a levantarse. Finalmente quedó el cuerpo inerte, y el paramédico quitó las mangueras que lo habían mantenido con vida, en seguida empujó la cama chatarra rodante con la difunta encima, y desapareció por la puerta silbando una alegre melodía. Ahí recordé que muchos dicen que del trabajo se vive, por lo tanto hay que trabajar alegre, y esto era precisamente lo que hacía el paramédico de la cachina.


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