
Ya está, la camioneta responderá muy bien, algo sé de su
funcionamiento, felizmente, eso sí, algo aprendí. Si se malogra no me será
difícil salir del paso.
A la mierda, un patrullero y un policía haciéndome señales,
tengo que parar. Mierda, me llama con el pito. ¡Qué venga!, es él quien me ha
requerido. Se acerca, tengo que sonreír, no puedo, tranquilo nomás, y a ver que
pasa.
–¿Usted no escucha señor?.
–Le escucho, dígame.
–A dónde va.
–A Huacho.
–Sus documentos.
–Aquí los tiene –los alcanzo en ademán difícilmente amable,
no me ha complacido su comportamiento. Los examina, y luego los coge muy
fuerte.
– ¿Su triángulo de segurida? –me requiere, salgo del
vehículo y voy a la puerta trasera, la abro, acciono la cadena de desbloqueo
del asiento, saco el triángulo y lo muestro. Lo examina, y me lo entrega.
–Perdón, mis documentos –le pido, me mira como si
bruscamente hubiese frenado su cuerpo y me los entrega con gesto de
insatisfacción.
La variante de Pasamayo generalmente se cubre de neblina,
tengo que ser cauteloso. ¡Peaje!, a pagar se ha dicho. Y ahora sí, nos vamos. A
la mierda, otro patrullero de carreteras y otro policía haciéndome señales, ¡a
parar de nuevo!.
–Señor, se ha excedido en velocidad, le tenemos registrado
por radar.
–Apenas he tocado los setenta.
–El radar no se equivoca, señor. Sus documentos, le voy
aplicar una papeleta, suavecita nomás.
–El auto negro que acaba de pasar me ha adelantado.
–No ha pasado ningún auto, señor.
–Es un mercedes nuevo, de placa...
–Mire, no haga problemas y déjenos para la gasolina.
El tombo me ha pedido veinte soles, pero de aquí en
adelante no doy ni mierda y protesto las papeletas.
¡Chancay a la vista!, cuidado con los patrulleros. Aquí hay
un castillo colonial, se llena de turistas cholos, apenas entran y ya están
saliendo a tomar las ricas chelas. Nos vamos, al fin ni un patrullero, ¡libres
ahora!.
Por esta quebrada se va a Churín, los baños termales de
Churín, ¡qué recuerdos! de antaño, cuando llegué atraído por lo que la gente
comentaba:
Baños para los dolores de cabeza, de barriga, de cerebro,
por último hasta para los que no pueden tener hijos. Después de recorrerlos,
todos, quedé con tremendo escozor en los pies que lo que podía ser placentero
se trasformó en un infierno. Al abandonar el pueblo le pedí al hotelero que
inventaran unos baños para los hongos, jaja.
¡Chucha!, un tombo que sale detrás
del muro ese, tengo que frenar bruscamente y no me gusta hacerlo. ¡Lo logré!.
–Exceso de velocidad señor.
–Sesenta nomás.
–Registrado por el radar señor.
–Debe estar mal su radar.
–La ciencia no sé equivoca.
–Quién invento el radar.
–¿?.
–El hombre.
–Cuál hombre.
–El hombre del uniforme policial.
– ¡No ve!, sus documentos por favor.
– ¿Puedo colaborar de otra forma?, o protestar la papeleta.
–Nos hemos quedado sin gasolina, necesitamos mandar por
cinco galones.
–Le dejo para uno, los demás sáquelos a otros.
–Que sean dos.
–¿Treinta soles más?.
–Maneje despacio y cuide su vida.
–Gracias por su preocupación.
Estos pendejos son asaltantes de carreteras. Sigo en
problemas, pero cuando llegue allá será distinto, todo tranquilidad, me quedaré tres meses, qué más.
¡Huacho! por fin, aquí trabajaba un tío mío que se hizo
médico, los paisanos venían desde allá a curarse. Dejó buen precedente, su mamá
era la que sufría, se retorcía de rabia cuando se enteraba de que alguien venía
a curarse, peor si se trataba de la familia, quizá porque no cobraba a la
paisanada. El tío pasó a la historia, pero por poco tiempo fue recordado.
Y luego, Huaura, pasaré por la Plaza de la Historia, vamos.
Ahí está el balcón desde el cual San Martín dijo somos libres, ¡y tanto tombo
en la carretera! que me siento más esclavo que los incas esclavos. Cualquier
cosa se puede decir, Cristo también lo dijo, y yo también puedo decir, pero no
pasa nada. El sacrificio de las mayorías para el bienestar de unos cuantos es
eterno. A una cuadra de aquí hay una panadería, siempre he comprado ahí, a la
pasada, y ahora también.
Provocativos están los pasteles, a la vista, pero no tengo
apetito, me lo han quitado los policías. ¡Vamos!.
Qué bien, camionetita, cómo te sientes, ojalá no recalientes
más allá, estás viejita, pero me he encariñado contigo. ¡Allá vamos!. Y Supe
está ahí huele a pescado quemado. ¡Al diablo!, otro patrullero. La mierda se me
sube a la cabeza, pero tengo que calmarme.
–¡Sus documentos!.
–Aquí.
–El botiquín, dónde está el botiquín.
–Este es un vehículo particular, señor.
–Así sea.
–Bueno, cómo es, pero no tengo dinero, sólo mi tarjeta de
crédito.
–¿Visa?.
–Visa, plateada, dorada, cromada.
–En el grifo pueden darnos gasolina.
–Sólo un galón, jefe.
–Cinco.
– ¡Uno!, pero déjame hacer una llamada al coronel Bejarano.
–Mire señor, nosotros estamos para servirle, así es que,
mejor vaya a la botica más próxima y compre medicinas para primeros auxilios.
–Así lo haré, señor.
–Y otra cosa, cómprese una nueva camioneta, ésta está muy
maltratada.
Quién demonios será el Coronel Bejarano, pero me salió, ¿y
si se trataba de que llamara, a quién se me hubiese ocurrido llamar?, mejor ni
pensar. Para adelante.
¡Y ahora!, a Pativilca y Paramonga.
Dicen que Pativilca y Paramonga eran dos suculentas hijas
del cacique de por aquí, uno que por su heredada amabilidad se ganó el cariño
de los conquistadores españoles. Un día enfermó de muerte y llamó a su hija
mayor, Vilca, le habló de su territorio y le adelantó la herencia, “Desde aquí
hasta donde están los pallares, ¡pa ti!, Vilca, de los pallares hasta el agua
sin fin, ¡para Monga!”, y desde entonces los nombres de estos lugares. Ahí está
la fortaleza de barro, bien custodiada, seguro que la cuida un Peter Huamán.
¡Ya me cansé!, este
viaje me está resultando más aburrido que las propagandas electorales, ¡qué
diablo soñé anoche!, ah, ¡soñé mierda!, unos feligreses la hacían sobre mi
comida, y yo no podía defenderme. Estaba tan pobre dedicado a la agricultura,
pero no podía vender los productos para defenderme porque los mismos feligreses
se habían cagado sobre mi cosecha. Estuve tan pobre que todos se alejaron de mí
y el último que llegó a verme me robó lo poco que tenía. Sentí mucha
indignación y tuve que abrazarme, como todo pobre, a la esperanza de “¡Dios
sabe por qué!”.
Mejor descanso un rato, de paso chequeo el agua del radiador.
Me ha llegado una sumisión que me gustaría que pudieras hablar para
conversar. Qué piña soy.
Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra
-Fotos de Internet-
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