La literatura se aparta de los lugares comunes

jueves, 29 de septiembre de 2016

La frontera entre la vida y la muerte

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La fiebre me abrazaba, y el equipo de médicos bromeaba. Sobreponiéndome al dolor y aferrándome a la vida, recorrí todo mi pasado, las imágenes desfilaron linealmente nítidas, algo imposible de lograr en condiciones normales. Talvez me llevó un segundo, fracciones o múltiplos de él, no puedo precisar, pero al final puede distinguir ahí tras del grupo, en la ventana de un edificio muy alto, en otra dimensión, a la tía de José, la señora que allá en Trujillo pidió a su esposo que acompañara a José a la ceremonia de titulación profesional que fue objeto. Me alegré y empecé a llamarla agitando las manos para que me ayudara, yo era consciente que un año atrás había fallecido y no estuve en las exequias, alguna vez me había ayudado y no sería difícil que volviera a intentarlo. Pero ella estaba triste y miraba a uno y otro lado, parecía buscar a otros seres, sin alcanzar a distinguirme. 

Pronto apareció en otra dimensión, en una llanura de trigales, el padre de José, infinitamente nostálgico, con la mirada perdida, paseaba de un lado para otro, la figura de él y de la señora se cruzaban repetidamente como dos focos luminosos que en la oscuridad de la noche desesperadamente buscan un objetivo distinto, y en tal afán se traspasan mutuamente una y otra vez sin interrumpir ninguno el camino del otro.

Resultado de imagen para llanura de trigales imagenes gratis recursos HTTPSAmbos se conocieron aquí,  pero allá donde yo podía verlos jamás llegaron a saludarse. Ambos fallecieron repentinamente, ambos partieron dejando inconcluso lo que tenían que hacer. 
En mi delirio entendí que por eso estaban tristes, y también entendí que después de ésta cada quién se ubica en una determinada dimensión, y por consiguiente jamás podrán vernos, ni escucharnos, ni siquiera entre ellos pueden hacerlo, es todo lo contrario a lo que pensamos la mayoría.


Aquello que pude ver en la frontera, que separa la vida del más allá,  me advirtió respecto a lo que me esperaba, mejor dicho ¿cómo podía yo partir si mis frutos aún eran verdes y amargos?, lo mismo le dije al tío Reinerio, en el momento de su partida.
Resultado de imagen para donantes de sangre imagenes gratis recursos HTTPSSé que estuve en la frontera porque pude contemplar muy bien la cachina médica en la que me encontraba. Allá en la entrada merodeaban los que vendían sangre directamente de sus venas, ahí llegaban, y ahí estaban los jaladores, ajetreados por conseguir proveedores, y los conducían hasta los intermediarios ambulantes que jeringa en mano los esperaban, discutían el precio, el vendedor se acomodaba en una silleta habilitada para tal fin, extendía el brazo, sin pérdida de tiempo el comprador pinchaba, extraía el líquido e inmediatamente lo entregaba a otra persona que hacía de acopiador. El acopiador le daba en venta a un laboratorio que se ubicaba ahí nomás, junto a las carretillas que expendían comestibles, cigarrillos y golosinas, improvisado en la carrocería de un viejo bus. Del laboratorio salían clasificados para su venta los diferentes tipos de sangre, que ávidos intermediarios ambulantes compraban y luego ofertaban en las mismas puertas de los cuartos de operación y mejoramiento.


Resultado de imagen para donantes de organos riñones humanos imagenes gratis recursos HTTPSOtros vendedores ambulantes ingresaban con órganos humanos, acomodados en pequeños conservadores, y recorrían los pasillos en busca de clientes. Esparcidos en los ambientes, en camas improvisadas, los pacientes recibían atención de los especialistas, que ayudados por jovenzuelos reclutados en la calle devolvían la salud a muchos enfermos, mientras a los que sucumbían les arrancaban rápidamente los órganos y tejidos que consideraban buenos, los inventariaban en presencia de los deudos y valorizaban para deducirlo del costo de internamiento, e inmediatamente los vendían a colectores ambulantes especializados. El que parecía el dueño de la cachina recibía el dinero directamente de los pacientes o de sus acompañantes, pagaba a los vendedores ambulantes por los órganos adquiridos y cobraba a los acopiadores por los órganos y restos útiles arrancados de los muertos.

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Finalmente las osamentas y las carnes adheridas que quedaban, eran vendidas por lotes a ciertos acopiadores que llamaban chatarreros. El mismo dueño metía la mano en las diferentes actividades del proceso operatorio, tenía que ser de tal manera ya que los enfermos clientes compradores de salud esperaban amontonados en los pasillos, y como buen empresario no permitía que el proceso se detuviera. Los fines de semana el personal formaba cola para el cobro de sus salarios, en tal afán los enfermos se sacudían abandonados a su suerte. ¡Era pues, todo un laberinto comercial!.

No solamente se realizaban análisis de sangre, heces y tomas radiográficas previas al tratamiento del paciente, también practicaban análisis de los medicamentos que adquirían de la cachina correspondiente. Los jóvenes ayudantes de los especialistas pronto resultaban practicando operaciones, y luego se abrían paso con su propia cachina, mejor dicho con su propio negocio. Pude ver que las cachinas médicas se multiplicaban y el Estado dejaba de preocuparse por la salud. El Presidente de entonces se presentaba a menudo por la televisión para informar el crecimiento de la inversión privada, llamaba empresarios a los dueños de las cachinas, y los felicitaba por los puestos de trabajo que habían creado.
 
Por la inmensa masa de enfermos de bajos recursos económicos, las operaciones médicas se volvieron rutinarias y burdas, prácticas, decían los informales empresarios, que para el Estado eran formales  porque pagaban sus impuestos, y eso era lo que importaba.

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Pude ver que también habían crecido las cachinas educativas, centros educativos primarios, secundarios y superiores, de inversión privada, se ubicaban por doquier, en locales impropios, que tiempo atrás eran fábricas asesinadas por la libre importación, y en casas vivienda tan reducidas, que los alumnos habían aprendido a encogerse para no ocupar más espacio que el imprescindible. Era tanta la desocupación y tanta la necesidad de aprender algo para pasar la vida, que el Estado también dejaba de preocuparse por la educación.

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Asimismo pude ver almacenes abarrotados de chatarra importada, en los que profesionales especializados de Facultad se dedicaban a seleccionarla. Electrodomésticos, automóviles, ordenadores computarizados y repuestos, se clasificaban para ponerlos operativos y venderlos al alcance de los más pobres, con ello las encuestas ponían en evidencia un mejoramiento en la calidad de vida de la gente.

Pude ver que las cachinas universitarias habían creado, dentro la Facultad de Medicina Humana, la especialidad de Terapia Sexual. Los egresados, doctores y doctoras, ofrecían sexo relajante, ahí nomás, en consultorios ambulantes, instalados en las principales calles de la ciudad.


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lunes, 19 de septiembre de 2016

Cuidados intensivos


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Seis eran las camas en el cuarto, cuatro las ocupaban dos hombres y dos mujeres con pasaporte al cementerio, dos esperaban nuevos candidatos, una de ellas los paramédicos la acondicionaron para recostarme, la apoyaron contra la pared, a fin de que mantuviera mi cabeza levantada, ya que en posición horizontal me era imposible permanecer, me asfixiaría. Se trataba de una cama chatarra completamente deteriorada, parecida a aquellas que purgaban condena en los puestos policiales abandonados por el asecho de Sendero Luminoso, o a aquellas otras que pasaron al archivo en los campamentos de las empresas estatales que fueron privatizadas. 

Trajeron una botella de suero que fijaron a un oxidado soporte, y le enchufaron un sistema de manguerillas con un terminal punzante que introdujeron en el dorso de mi mano izquierda, y luego escarbaron a uno y otro lado buscando una vena donde conectarlo. El dolor que sentí superó en aquel momento al que me producía la mandíbula infectada, a tal punto que me resultó beneficioso por cuanto me olvidé de la causa por la que me encontraba en aquella cachina. Del incidente pude inferir que un dolor determinado puede ser curado por otro de mayor intensidad,  así el dolor de no tener empleo digno puede ser curado por el dolor de no tener que vestir, entonces hay que trabajar en lo que se encuentre a la mano para poder vestir, y el dolor de no tener que vestir puede ser curado por el dolor de no tener que comer, entonces aparte de trabajar en lo que sea hasta mataríamos para poder comer, y el dolor de no tener que comer puede ser curado por el dolor de la muerte.

Y pude concluir una vez más, que la muerte no es espantosa como parece, porque resulta ser el remedio de todos los males. Aunque muchos piensen que llegué a tal conclusión porque llevaba la mente perturbada por la infección, aunque digan que andaba buscando una justificación para morir, porque así lo creí por un momento, no podrán contradecir la conclusión a la que arribé. 

Seguí sumergido en mis juicios,   pero interrumpió un cuarentón que llegó caminando y ocupó la otra cama desocupada que me flanqueaba por el lado izquierdo, mientras estuvo ahí me fue muy útil, pues suplía con tremenda ventaja a los aburridos paramédicos, talvez pasó una hora y el hombre fue llamado para ser reubicado, su estado no era de gravedad.
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A mi derecha y casi pegado a mí, yacía un hombre joven cuyo estado de locura era evidente, hablaba de todo menos de su enfermedad, el pobre creía que estaba encerrado en un centro penitenciario, y como no tenía dinero para pagar su libertad, estaba obligado a permanecer en el lugar. Comentaba que sus hermanos preparaban polladas y otras comidas para venderlas y reunir fondos, con el fin de pagar la fianza y pudiera salir libre, hasta me ofreció una de esas polladas imaginarias, y cuando moviendo la cabeza prometí comprarla  me pidió que compara otra para mi esposa, y cuando asentí con el mismo gesto me pidió que comprara para mis hijos, recordé que lo mismo hacen los policías y los servidores públicos cuando recurrimos a ellos para realizar alguna gestión.
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A mis pies, en cama trasversal a la mía, se quejaba una sexagenaria mujer; los quejidos parecían salir de un profundo y oscuro pozo en una noche tenebrosa de invierno de un lugar solitario, cuando todo es silencio, oscuridad y superstición. El dolor que ella padecía se sumaba al miedo, al indescriptible miedo que infunde la muerte, aquella muerte que sentimos cerca estando lejos de nuestros seres queridos.
A mi izquierda y después de la cama desocupada, acostado lloraba un anciano, de los orificios de su cuerpo salían sendas manguerillas, por una de ellas un paramédico le suministraba alimentos líquidos, mientras el anciano llorando protestaba. Enérgicamente el paramédico lo regañaba, ya porque se resistía a que le introdujeran alimentos ya porque pedía le retiraran la incómoda bacinilla o chata, llena de orina y más. 
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El longevo estaba siendo torturado antes de morir, yo que creía que los enfermos se merecían las mejores atenciones, ya para convalecer ya para morir en paz, ahí me encontraba para ser testigo de que los hechos no suceden como se creen. Consideré que en aquel lugar no debería yo morir, pero hasta entonces no encontraba la manera de zafarme de esa muerte. Rosalía al encargarse de internarme lo hizo pensando que aquél era el lugar indicado para conseguir mi mejoría, pobrecilla, confiaba en aquella cachina, ¿en quién más en aquella parte del camino?, pero era imposible para mí aceptar que en ese lugar encontraría  mejoría, sin embargo mi afán por no defraudarla pudo más, y preferí seguir hasta que algo se me ocurriera. 
Al pie del anciano, en cama transversal, una longeva mujer se quejaba, también llevaba el atuendo que llevan encima todos aquellos que se hospedan en cuidados intensivos, sus quejidos eran profundos y largos, como si previamente hubieran sido depositados en un largo tubo de metal para salir por el otro extremo a nuestros oídos. Los quejidos dejaban percibir una onda pena, que aventajaba en kilómetros al dolor somático que la enferma padecía, me recordaban con nitidez aquellos profundos suspiros que daba mi madre después que lloraba por alguno de esos pesares que la vida nos entrega.  De pronto entró alguien vestido de blanco, seguido de otro al que llamaban doctor, se ubicaron junto a la cama de la anciana y murmuraron.
–¿Cómo la ve doctor?.
–De una sola vez, y ya.
–No hay otra.
–Ya ni su familia viene.
–¿Y las medicinas?.
–Por eso, procede nomás.
–Sí doctor.

El ordenado ya llevaba en la mano una jeringa, buscó la manguera que conducía a la vena, la pinchó y descargó todo el contenido de la ampolla. La anciana abrió los ojos para ver a su ocasional verdugo, lo miraba con desprecio y agradecimiento a la vez, y en tal convivencia antagónica de expresiones o manifestaciones emotivas, la pobre emprendió la huída, huía del dolor, de la miseria, pero más que todo, huía de la soledad. Probablemente sus familiares se habían cansando de ella, especialmente sus hijos; hay por ahí quien diría ¡qué horror!, yo sí que soy un buen hijo, mis padres viven conmigo, en tal caso qué les queda a los padres, sólo resignarse a morir en la cárcel que han preparado sus hijos.
Repentinamente una voz interrumpió mis deducciones.
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–¡Ya fue, ya! –dijo el hombre mientras jalaba la jeringa.
–Después te la llevas, necesitamos la cama –ordenó el doctor.

Apenas suspiraba aliviado el victimario, la anciana empezó a estirarse con tal insistencia y fuerza, que parecía iba a levantarse. Finalmente quedó el cuerpo inerte, y el paramédico quitó las mangueras que lo habían mantenido con vida, en seguida empujó la cama chatarra rodante con la difunta encima, y desapareció por la puerta silbando una alegre melodía. Ahí recordé que muchos dicen que del trabajo se vive, por lo tanto hay que trabajar alegre, y esto era precisamente lo que hacía el paramédico de la cachina.


viernes, 16 de septiembre de 2016

Monólogo interior


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Pobre José, hubiera sido feliz conmigo. Sólo me queda la esperanza de que mi hija se case bien, ¡porque tengo que hacerla casar!, que se case y tenga su hogar como debe ser, yo encantada, es mi sueño, no me gustaría que se quede como yo, mi mamá por fin consiguió un hombre para su vejez, ja ja. Yo también puedo, pero no quiero, tantos hay que me buscan. Dicen que la camioneta no es de él, nada es de él, la Dona piensa que todo su dinero está en el Banco, pero en cuál, renunció para no pagar pensión de alimentos, ¡la Sonia se hubiera llevao la mayor parte!, con la caritita de mosca muerta que tiene. ¡Mejor!. Le dieron buena plata, y luego se hizo el pobre. Él nunca me ha querido, siempre me lo dijo por eso quería verlo arrastrao. Diosito, perdóname. Creo que yo tampoco lo he querido porque no le fui fiel, lo mío ha sido un capricho, deseo, creo, quería que todos sepan que estoy con él para taparles la boca. Sonso, ¿no?, no me supo aprovechar, pa los gusanos, ja ja, cómo habrá podido vivir sin mujer, ¿marica, como sus primos?.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Qué piña


Qué tontería, ¡mejor me voy!, debo alejarme de este bullicio electorero, de esta contaminación audiovisual. Propagandas electorales por todos lados. La tele te dispara a cada instante rostros que no quieres ver, y por las calles los volantes y las pancartas de toda laya, y si prendes la radio la contaminación auditiva es insoportable. Me aturden sobremanera. En los primeros años de mi vida me parecía emocionante, placentero, hasta yo entraba al juego, pero ahora, ahora no. ¡Me marcho!. Es más, ha dejado de gustarme mi negocio, mi chichería, debo cambiar a otro, quizá una chochería, veré qué puedo hacer, pero después. Ahora sólo me interesa marcharme por un tiempo hasta que esta fiebre electoral pase. Hasta las programaciones por cable me han decepcionado, “Biografías”, de quién, parásitos sociales como patrones de conducta.


Ya está, la camioneta responderá muy bien, algo sé de su funcionamiento, felizmente, eso sí, algo aprendí. Si se malogra no me será difícil salir del paso.

A la mierda, un patrullero y un policía haciéndome señales, tengo que parar. Mierda, me llama con el pito. ¡Qué venga!, es él quien me ha requerido. Se acerca, tengo que sonreír, no puedo, tranquilo nomás, y a ver que pasa.
–¿Usted no escucha señor?.
–Le escucho, dígame.
–A dónde va.
–A Huacho.
–Sus documentos.
–Aquí los tiene –los alcanzo en ademán difícilmente amable, no me ha complacido su comportamiento. Los examina, y luego los coge muy fuerte.
– ¿Su triángulo de segurida? –me requiere, salgo del vehículo y voy a la puerta trasera, la abro, acciono la cadena de desbloqueo del asiento, saco el triángulo y lo muestro. Lo examina, y me lo entrega.
–Perdón, mis documentos –le pido, me mira como si bruscamente hubiese frenado su cuerpo y me los entrega con gesto de insatisfacción.


La variante de Pasamayo generalmente se cubre de neblina, tengo que ser cauteloso. ¡Peaje!, a pagar se ha dicho. Y ahora sí, nos vamos. A la mierda, otro patrullero de carreteras y otro policía haciéndome señales, ¡a parar de nuevo!.
–Señor, se ha excedido en velocidad, le tenemos registrado por radar.
–Apenas he tocado los setenta.
–El radar no se equivoca, señor. Sus documentos, le voy aplicar una papeleta, suavecita nomás.
–El auto negro que acaba de pasar me ha adelantado.
–No ha pasado ningún auto, señor.
–Es un mercedes nuevo, de placa...
–Mire, no haga problemas y déjenos para la gasolina.
El tombo me ha pedido veinte soles, pero de aquí en adelante no doy ni mierda y protesto las papeletas.


¡Chancay a la vista!, cuidado con los patrulleros. Aquí hay un castillo colonial, se llena de turistas cholos, apenas entran y ya están saliendo a tomar las ricas chelas. Nos vamos, al fin ni un patrullero, ¡libres ahora!.

Por esta quebrada se va a Churín, los baños termales de Churín, ¡qué recuerdos! de antaño, cuando llegué atraído por lo que la gente comentaba:


Baños para los dolores de cabeza, de barriga, de cerebro, por último hasta para los que no pueden tener hijos. Después de recorrerlos, todos, quedé con tremendo escozor en los pies que lo que podía ser placentero se trasformó en un infierno. Al abandonar el pueblo le pedí al hotelero que inventaran unos baños para los hongos, jaja. 

¡Chucha!, un tombo que sale detrás del muro ese, tengo que frenar bruscamente y no me gusta hacerlo. ¡Lo logré!.
–Exceso de velocidad señor.
–Sesenta nomás.
–Registrado por el radar señor.
–Debe estar mal su radar.
–La ciencia no sé equivoca.
–Quién invento el radar.
–¿?.
–El hombre.
–Cuál hombre.
–El hombre del uniforme policial.
– ¡No ve!, sus documentos por favor.
– ¿Puedo colaborar de otra forma?, o protestar la papeleta.
–Nos hemos quedado sin gasolina, necesitamos mandar por cinco galones.
–Le dejo para uno, los demás sáquelos a otros.
–Que sean dos.
–¿Treinta soles más?.
–Maneje despacio y cuide su vida.
–Gracias por su preocupación.
Estos pendejos son asaltantes de carreteras. Sigo en problemas, pero cuando llegue allá será distinto, todo tranquilidad, me quedaré tres meses, qué más.


¡Huacho! por fin, aquí trabajaba un tío mío que se hizo médico, los paisanos venían desde allá a curarse. Dejó buen precedente, su mamá era la que sufría, se retorcía de rabia cuando se enteraba de que alguien venía a curarse, peor si se trataba de la familia, quizá porque no cobraba a la paisanada. El tío pasó a la historia, pero por poco tiempo fue recordado.


Y luego, Huaura, pasaré por la Plaza de la Historia, vamos. Ahí está el balcón desde el cual San Martín dijo somos libres, ¡y tanto tombo en la carretera! que me siento más esclavo que los incas esclavos. Cualquier cosa se puede decir, Cristo también lo dijo, y yo también puedo decir, pero no pasa nada. El sacrificio de las mayorías para el bienestar de unos cuantos es eterno. A una cuadra de aquí hay una panadería, siempre he comprado ahí, a la pasada, y ahora también.
Provocativos están los pasteles, a la vista, pero no tengo apetito, me lo han quitado los policías. ¡Vamos!.


Qué bien, camionetita, cómo te sientes, ojalá no recalientes más allá, estás viejita, pero me he encariñado contigo. ¡Allá vamos!. Y Supe está ahí huele a pescado quemado. ¡Al diablo!, otro patrullero. La mierda se me sube a la cabeza, pero tengo que calmarme.
–¡Sus documentos!.
–Aquí.
–El botiquín, dónde está el botiquín.
–Este es un vehículo particular, señor.
–Así sea.
–Bueno, cómo es, pero no tengo dinero, sólo mi tarjeta de crédito.
–¿Visa?.
–Visa, plateada, dorada, cromada.
–En el grifo pueden darnos gasolina.
–Sólo un galón, jefe.
–Cinco.
– ¡Uno!, pero déjame hacer una llamada al coronel Bejarano.
–Mire señor, nosotros estamos para servirle, así es que, mejor vaya a la botica más próxima y compre medicinas para primeros auxilios.
–Así lo haré, señor.
–Y otra cosa, cómprese una nueva camioneta, ésta está muy maltratada.


Quién demonios será el Coronel Bejarano, pero me salió, ¿y si se trataba de que llamara, a quién se me hubiese ocurrido llamar?, mejor ni pensar. Para adelante.

¡Y ahora!, a Pativilca y Paramonga.
Dicen que Pativilca y Paramonga eran dos suculentas hijas del cacique de por aquí, uno que por su heredada amabilidad se ganó el cariño de los conquistadores españoles. Un día enfermó de muerte y llamó a su hija mayor, Vilca, le habló de su territorio y le adelantó la herencia, “Desde aquí hasta donde están los pallares, ¡pa ti!, Vilca, de los pallares hasta el agua sin fin, ¡para Monga!”, y desde entonces los nombres de estos lugares. Ahí está la fortaleza de barro, bien custodiada, seguro que la cuida un Peter Huamán.


¡Ya me  cansé!, este viaje me está resultando más aburrido que las propagandas electorales, ¡qué diablo soñé anoche!, ah, ¡soñé mierda!, unos feligreses la hacían sobre mi comida, y yo no podía defenderme. Estaba tan pobre dedicado a la agricultura, pero no podía vender los productos para defenderme porque los mismos feligreses se habían cagado sobre mi cosecha. Estuve tan pobre que todos se alejaron de mí y el último que llegó a verme me robó lo poco que tenía. Sentí mucha indignación y tuve que abrazarme, como todo pobre, a la esperanza de “¡Dios sabe por qué!”.


Mejor descanso un rato, de paso chequeo el agua del radiador. Me ha llegado una sumisión que me gustaría que pudieras hablar para conversar.  Qué piña soy. 


Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra

-Fotos de Internet-    

jueves, 1 de septiembre de 2016

Monólogo interior en Do Mayor

Me había traído al mundo, me había educado. Claro. Es mi madre, como hermana mayor asumió una voluntaria y gratuita servidumbre hacia el hogar de sus padres, sus hermanos primero la veían como a madre y ella como a hijos, obtuvieron libertad económica y ella se quedó en lo mismo, sin duda, la criada. Es mi madre, la he sorprendido hablando con las gallinas, cómo contradecirla, sólo lo sé para mí. A los tres años ya leía el abecedario, ella tenía la paciencia de enseñármelo, dicen que hay quien peca de pensamiento, pues pecando estoy porque recuerdo que después de la lección solía contarme que una mala mujer le pidió a su esposo le llevara el corazón de su madre para complacerla, y el esposo terminó complaciéndola, ¡yo nunca haría eso!, le repetía a mi acongojada madre, nunca. Lloraba a gritos cuando le dolía la muela, yo tendría algo de ocho años, le pedía a Dios me entregara aquel dolor, lo hacía llorando, suplicante y de rodillas, cuidando que nadie se diera cuenta, y como Dios no lo hacía opté por destruirme los dientes con la púa de mi trompo, y después vino el dolor, el que yo mismo busqué. Mi mente se ha nublado, no puedo seguir pecando. Ella no está, que la pase bien junto mi hermanita, otra semana santa que la paso solo, un año de la muerte de tía Margarita, vivía al frente, no he vuelto a ver abierta la puerta de su balcón, su hermana mayor, la tía Modesta, se arrastra por el patio y zaguán de su casa en busca de sol, dónde sol en esta época, neblina, lluvia y tristeza solamente, menos mal que tiene a su hijo con ella, soltero él, la cuida como a una chiquilla y se abastece para pastorear sus veinte ovejas, debo mirar en él para tomar fuerza. Mas, desde que me acuerdo, cada semana santa me trae un olor a muerte. Están velando al vecino Tomás, han matado una res,  se escucha el laberinto de los borrachos y el chillar de la banda de músicos, tienen para tres días de regocijo; algo de diez años estuvo en Lima, sus hijos lo llevaron a morir allá mientras vivía y ahora lo han traído a vivir acá. Olor a muerte, peor ahora que no estás mi querida madre, la pichuchanca ha dejado de cantar y el grillo se ha marchado, también el tuco. Más tarde pasará por aquí la procesión de viernes santo. Algo más de un año de la muerte de la vecina Gaudencia, pero aún resuenan en mis oídos sus ancianas quejas por la vida que llevaba, sola ella, sin hijos ni marido ni nada, sólo la familia que le acompañaba a cambio de quedarse en su casa, pobre mujer, cuánto pudo haber ahorrado en fósforos durante su vida, siempre venía con una callana a “pedir candela”, y ya muy viejita a cambiar dos huevos por azúcar. Recuerdo mi niñez, cuando vinimos a vivir con mi padre, los días que pasábamos sin azúcar, tenía que escaparme a la casa de mi abuelita para poder tomar un poco de café. El café, el café que tengo estoy hirviéndolo repetidas veces, no tiene sabor, ya. ¡Ay, mamá!, si supieras que vine sólo por ti, si supieras que cuando te accidentaste estuve dispuesto a dejar mi empleo para dedicarme a ti, fue el jefe que tenía el que me aconsejó para que no lo hiciera, pero cuando decidí dejar mi empleo por segunda vez él ya había renunciado, y me vine, pues, me hacía falta un padre que me aconsejara, así lo creo, ahora, en este preciso momento, añoro los buenos tiempos, mas no hay marcha atrás, demasiado tarde, debo soportarlo todo. Mi padre perdió a su madre cuando yo era muy pequeño, apenas me acuerdo de ella, luego del entierro sufrió un derrame, algo de un año estuvo con la boca torcida, y él, el pobre viejo murió a los cincuenta y cuatro, quería morir lejos de aquí y se cumplió su deseo, a veces pienso que pudo ser un suicidio bien calculado, iba en la pobreza y yo le exigía dinero para estudiar, usaba una lupa para leer, las gafas se le habían roto, sus averiados dientes eran evidentes, gafas y dientes todo un capital para tenerlos, y encima yo, talvez mis requerimientos fueron decisivos para que se marchara en busca de dinero, no regresó. Pero tampoco se portó bien conmigo cuando niño, un día me amenazó con ahorcarme si no aparecía el borrego, pero apareció, ¿qué si no aparecía?. Te recuerdo y te extraño, mamá, y lloro en mi soledad, ni este licor puede nublarme, la olla ahí hirviendo me trae tu figura, seguro que a esta hora de la casi noche llevarías el pañolón puesto, el negro, el moteado, el que arrastras mientras caminas, tus torcidos dedos habrían cortado las papas y la cebolla, estarías cocinando una sopa con algo de molido ahí dentro, de maíz o de trigo, no nos faltaría que comer, tu magia primaría como siempre, llegaban a esta casa todo tipo de gente y nunca se iban sin comer ni dormir, eras muy activa, lo recuerdo muy bien, aunque en cada actividad me arrastrabas contigo regañándome y eso me molestaba, especialmente las frías madrugadas en el amasijo del pan para la venta, y el caldo de cualquier cosa para los transeúntes y la venta de alfalfa para sus acémilas, algo de dinero nos venía, pero también recuerdo que me perseguías hasta el cansancio cuando no lograbas castigarme por algo que no te cumplía, yo corría hasta la chacra donde a diario acudía mi abuelita, mi ángel de la guarda, recuerdo eso de que “no me tienes el pan cocido”, significaba una cueriza, también lo hacías con mi hermana y corría hasta la chacra en busca de nuestro padre, una vez, de quién sería la idea, te cosió un pan y te lo entregó, no te quedó más que reír. ¿Me estarán viendo mis abuelitos?. A papá nunca le fue bien en negocio alguno, una gran lista de deudores que yo recorría cada fin de mes, qué difícil me resultaba cobrar, los que debían de licor y de billar, ¡olvídate!, la minería era su fuerte, pero nunca aguantó su condición de subalterno y siempre terminaba peleándose con el jefe. Ayer comí papas y ahora también, las he cortado de mil maneras, trocitos, rebanadas, medias lunas, hasta las he rallado para que mi sopa parezca atractiva a mi vista en primer lugar, es que estoy sin un sol, no debí comprar licor, pero qué importa, no sólo de pan vive el hombre, también de papas. Mañana las haré fritas y pasado sancochadas. Esto de tomar licor, primero se traducía en mí como un exhibicionismo, para demostrar que sí podía, para nivelarme con los demás exhibicionistas que pedían de a docena, después y ahora se traduce en mí como una protesta, no estoy conforme con la vida que llevo. Cómo estarán mis hijos, y las hijas de mi hermana, mi hermana es un padre para mí, nunca me abandona, está pendiente de lo que pudiera faltarme, esto me avergüenza, no es ella quien debe ocuparse de mí, antes de partir mi padre me pidió que cuidara de ella, pero yo ¿qué puedo hacer?. Los hermanos de mi padre no me preocupan porque no sé ni cuántos tiene, mejor así, la única hermana de madre que tuvo, muy apegada a nosotros, partió después de él. La casa de mis abuelos, qué sola está, siento profunda nostalgia cuando voy para allá, mis primeros años ahí, aún se encuentra el poyo donde cada tarde, a eso de las cinco, me instruías en el abecedario. Tus hermanos deben estar bien, antes se acordaban de ti, te escribían y hasta te mandaban panteón en navidad, pero tú te acordabas de ellos más seguido, amasabas lo que les gustaba, ricos biscochos y pasteles de maíz, humitas cuando los choclos, ahora ya no puedes, todo se acabó, deberían estar felices por lo que nos pasa, pero es todo lo contrario, Victorio y Eugenia se empeñan en dilapidarnos, debe ser por las propinas que recibí mientras estudiaba, las que venían de Victorio, yo estuve listo a pagar apenas empecé a trabajar pero no me aceptó, si yo hubiera adivinado lo que pasaría le hubiese puesto el dinero en el bolsillo, y a la mierda. Yo era el líder de la manada, suena a egolatría, pero, cualquiera en mi condición diría lo mismo,  ¡y porqué no decir que el mejor!, los cumplidos me venían de aquí y de allá, no sé si di algún bien, material o inmaterial, pues si lo di no me acuerdo, no debo acordarme, lo dado dado está, ¿o es que me cumplían con la esperanza de sacarme algo?. Moriría sólo por saber qué hacen y piensan de mí después de muerto, pero ¿se podrá observar desde el celeste cielo, se podrá ser omnisciente?. Crecí, luché y fracasé. Recuerdo cuando partí, tu llanto de Magdalena y la oposición de mi padre, me fui a pie hasta punta de carretera y él me alcanzó en el trayecto, y apenas llegamos a la costa me ayudó a conseguir empleo, él lo consiguió.  Soy muy sensible, me emociono fácilmente, mis sentimientos priman sobre mi razón, hubiera optado por el primero yo segundo yo tercero yo, o lo que es lo mismo, antes yo ahora yo y después yo, pero ¿sería feliz?. Mi vida es un huayco muy torrente, y para no marearme y caer en él de repente busco el alivio de mi consciente tomando un poco de aguardiente, ja ja, me río, ¡bravo!, concupiscente. A ver si nazco de nuevo, pero tendría que ser de otros padres y en otro lugar y en otro tiempo, ¡qué va!, estoy suponiendo imposibilidades. Qué será de la flaca, sino me hubiese llamado Sonia, estaría con ella o talvez no. ¿Se habrá casado?. Me gustaría evocar el amor de las mujeres, pero ahora no siento nada, sólo sé que cuando estaba solo buscaba una y cuando estaba con una buscaba estar solo. Quién con algo de criterio quiere ocuparse del matrimonio como algo sublime, si es un gran negocio para la mujer poco tonta, poco delicada, poco decente, poco culta, mientras más adinerado el hombre, mejor. Había creado mi propia divinidad, mi familia, compuesta por mi esposa, mis hijos, yo, la familia de ella y mi familia, no resultó. ¿Podré crear otra?. 

A la mierda, no más recuerdos que me hacen daño. El cuá cuá de los patos, el mé del carnero y el cra cra de las gallinas, me aturden sobre manera después de beber demasiado, ya me imagino el día de mañana y por la noche con el insomnio, los patos en el patio mientras yo me desplace por él.