Regresó como se fue, caminando, tres días de caminata desde
la otra provincia, y se subió al bus en la salida del pueblo, arriba del río
Tablachaca. Iba a entregarse voluntariamente a la justicia en el mismo Penal de
Cambio Puente, en el litoral, Timoteo terminaba de cometer, muy a gusto, dos
asesinatos más, había logrado lo que quería. Se sentó muy contento en la
penúltima fila libre de la derecha del bus, y cuando el vehículo descendía en
convergencia con el río su mirada se perdió en la triangulada ladera muy sumido
en sus recuerdos.
Por la calcinada ladera las piedrecillas rodaban y las chamanas
se estrujaban mientras presurosas se desplazaban las dispersas cabras a
reunirse con la manada, el sol se disponía a penetrar en la montaña occidental y por abajo, por el
ancho vado del río Tablachaca, apareció un hombre con el pantalón remangado hasta
los muslos, Timoteo lo seguía con la mirada fija, sorprendido por aquella
humana aparición, esa tarde mientras preparara su merienda por fin podría
conversar con aquel hombre, por fin podría alegrarse departiendo con él, así lo
deseaba y haría todo lo posible y hasta lo imposible para retenerlo. Rara vez
llegaba por ahí humano viviente, rara, muy rara, salvo la dueña cuando tenía
que vender alguna partida de ganado, Timoteo pastoreaba las cabras de un una
mujer que vivía más arriba, como a quince kilómetros, en un pequeño pueblo
andino de antigüedad incalculable.
–¡Hola, amiguito! –saludó Timoteo a la distancia y a todo
pulmón a su potencial visitante– por allá amiguito, por esas pitajayas, por ahí
viene el camino.
–¡Ahhhhhh! –exclamó el gordiflón en señal de agradecida
respuesta.
Mientras lo esperaba, Timoteo recordó aquel día que pasó
por ahí por esa cabaña que entonces la habitaba, y pasó hasta la rivera y más
abajo aún siguiendo el curso de las aguas con dos compañeros novatos para lavar
el oro yaciente en el cauce del río. Los experimentados buscadores de oro
tenían otro camino, más corto y más inmediato a la carretera, pero los novatos
se inquietaron por su brillo en el pueblo de arriba mientras bebían aguardiente
en una pulpería, los dos pueblerinos le hablaron de la faena y del precio del
metal “Te sacas un gramo diario, cinco veces más de lo que te pagan aquí como
peón”. Así, convencido del suculento negocio, bajó con sus dos socios rumbo a
la rivera con una enorme mochila cada uno,
con los molidos, la sal y el azúcar para alimentarse y encima de la
mochila la barreta y la lampa, y un pellejo de chivo maduro para retener las
minúsculas partículas del metal. Bajar por la escarpada pendiente con tremendo
cargamento para quince días le produjo vómitos, tantas arcadas que por fin optó
por exclamar “¡Me llama el divino!”, y se tiró al suelo de largo en largo que
sus compañeros tuvieron que compartir su cargamento para poder llegar a la
misma rivera mientras Timoteo les contaba una historia de su pacto sostenido
con Dios para entretenerlos. “El Taitito me ha pedido que no cargue mucho peso
y si me descubre cargando como ahora me llamará a su lado para vivir sin hacer
nada, y yo todavía no quiero ir porque tengo que hacer algo”. Y apenas
llegaron, sobre la marcha empezaron a improvisar el campamento pircando piedras
hasta una altura de ochenta centímetros, de ancho hasta las rodillas, y de
largo lo suficiente para que pudiesen entrar los tres con mochilas y todo,
tendieron un plástico como techo y, ¡vivienda arreglada!. Le resultaba muy
desagradable recordar todo aquello de esa vez en que sacaron medio gramo por
día entre los tres, ahora, como pastor, tenía una pequeña cabaña arriba de la
rivera con tarima y fogón incluidos y un perro de compañía, una cabaña que
había albergado a muchas generaciones de pastores. Tenía la cabaña y la comida
aseguradas, molidos, papas y maíz que le entregaba su patrona y que el mismo
subía para bajarlos desde el pueblo, aunque ya llevaba meses sin comer carne,
no había muerto cabra alguna, y él, tan honrado como era, no sacrificaría una
por propia iniciativa.
El caminante salía por el escabroso camino, entre cactus y
chamanas, de aquí para allá de allá para acá, se aproximaba a la cabaña
mientras el perro lo ladraba. Timoteo no quiso recordar más esos días ni esas
noches que pasó en la rivera para lavar oro y se concentró en la figura de su
potencial visitante que, de dónde vendrá este pequeño amiguito, tan gordito
como está qué difícil le resulta caminar, lo convenceré para que se quede, le
daré de comer y se quedará, si pero no, ¿y si es uno de esos terrucos?, ¡me
jodí!, ¡hoy me mata!, ¡ay Diosito!, no permitas que así sea, y viene con
zapatos, y yo con estos zurcidos y estos llanques desde que llegué, seis meses
ya, ¿que traerá envuelto en su poncho como quipe?.
Timoteo llevaba unos llanques tan desgastados que el talón
besaba el suelo, el pantalón y chaqueta de lana de carnero artesanales y
zurcidos pedían ser cambiados a gritos, sólo había cambiado la camisa de lana
por una vieja camisa de dril que su entonces patrona le regaló y que ajustaba
dentro del pantalón con una faja de lana de tres metros de largo.
Llegó y Timoteo le extendió la mano presentándole a su
perro sin apartar los ojos del quipe, en seguida lo invitó a sentarse en una
piedra cerca al fogón.
–¡Anay! –exclamó el visitante mientras se quitaba el quipe
para ponerlo a su costado y agregó –con tremendo peso casi que no llego,
¡jajajaja!.
Timoteo, intrigado por lo que había dicho el recién
llegado, atizó el fuego y la pequeña olla de barro empezó a cloclear una sopa
de molidos con unas papitas peladas a cuchillo y cortadas en pedacitos. El
crepúsculo se apagaba y el fuego iluminaba, Timoteo aproximó un tronco de molle
hasta el fogón y se sentó, su mirada se dirigió al quipe del forastero mientras
éste lo desenvolvía para liberar su poncho dejando al descubierto un paquete
envuelto en un costalillo blanco. Estirándose manoteó en el bolsillo interno de
su chaqueta y extrajo una taleguita de coca cortada y bien compactada para
ofrecerle un bolo a Timoteo en muestra de agradecimiento y amistad. Timoteo
aceptó muy de buena gana, y luego que el forastero se chantó el poncho
empezaron una charla respecto a la coca, que dónde era mejor, que si del
Marañón o de Usquil. ¡Del Marañón!, del Marañón es la mejor sólo que a veces te
venden lavada, ¡después de haber sacao la pasta!, pero se conoce, cuando está
lavada la hoja pierde su color y sabor, en cambio cuando no está lavada es
verdecita media amarillita, qué rica, bien rica, amiguito, ¡sí, mi amigo!, así
es pue sino dígame cómo está la que ley invitao, ¡buena amiguito!, muy buena,
paque es pue.
–A propósito amiguito, yo me llamo Timoteo Masa, Timoteo
Masa Rueda, ¿y usted?, amiguito.
–Yo Pablo, Pablo Centurión, pero de apellido no de cintura.
Y Pablo y Timoteo siguieron charlando de la coca, de la
cal, de las catipadas para adivinar la suerte, pero a Timoteo no se le iban los
ojos de encima del quipe de Pablo.
–¿Qué llevas en el quipe, amiguito?.
–Más coca, ¡jajajajajaja!.
–A ver, quiero mirala.
–Mañana, ahora ya está de noche.
Y claro que se estaba haciendo noche, las cabras madres se
acomodaban en el redil llamando a sus crías, mientras los machos se disputaban
los emplazamientos más atractivos, y el perro Motoso ahí, afuera del redil, no
cesaba de darle vueltas mientras ladraba, y de cuando en cuando se posaba sobre
sus ancas para aullar.
Timoteo colgó la geta en muestra de descontento, sin dejar
de ser solidario.
–A comer algo, amiguito –dijo Timoteo, casi ordenando y bajando
los platos desde un pendiente tabladillo de delgados maderos atrincados con
cabuyas.
Meneó la olla con el negruzco cucharón de palo y empezó a
servir el primer plato para Pablo, el segundo para el perro y el tercero para
él. Pablo lo recibió de muy buena gana.
–Gracias, amigo, pero no te molestes, ¿qué he dicho que no
te ha gustao?.
–Nada, sólo que no me quieres enseñar lo que tienes en tu
quipe.
–¡Coca!, ya te dije, mañana te daré un poco, ahora sólo
quiero dormir en este corredorcito.
Timoteo, se puso triste y rabioso a la vez, su curiosidad
por saber lo que había en el quipe quedó frustrada, la posibilidad de que fuera
coca lo que contenía el quipe le llenaba de felicidad y sonreía al imaginarla
porque la ración se le agrandaría y no tendría que mezclar lo poco que le
quedaba con hojas de chamana, pero, y qué si no era coca, sólo de pensarlo su
rostro se degradaba. Esa noche no
dormiría, se conocía demasiado, tuvo miedo de aquel pequeño gordiflón chacotero,
tuvo miedo, claro que sí, y ahora ¿dónde dormiría su visitante?, ni modo que en
la tarima junto a él, ¿dónde tendería la gruesa carona para el amigo?, en el
suelo, claro, dónde más, no había otra tarima sólo una en la que él dormía
sobre dos gruesas caronas apuntaladas, ahora prescindiría de una para ofrecerla
a Pablo, en el suelo, pero, ¿dentro o fuera de la cabaña?, afuera mejor y yo me
tranco muy bien con la barreta, y si empuja la puerta, ¡me jodí!, mejor que se
duerma el en suelo y junto a mi tarima, mejor en el suelo y lejos de mí. Timoteo
estaba super confundido que no había captado el deseo de su visitante por
quedarse en el corredorcito, y terminó
tendiendo la carona afuera, bajo el pequeño techo saliente de barro de la
cabaña y aturdidamente la terminó de tender a eso de las nueve de la noche
cuando la luna aparecía por el oriente e ingresaba su luminosidad por la
ventanita hasta la cabecera de la tarima. Tendió la carona afuera y le entregó
una frazada raída, le dio las buenas noches y
después de trancarse con la barreta se acostó. Y le asaltaron los
recuerdos del primer día en el pueblo de arriba, zozobrado, escondiéndose de
los policías, buscando trabajo a cambio de comida, llegó desde allá, desde las
alturas de Chingalpo en la otra provincia arriba del río Marañón, tres días
después que le dio una tremenda pateadura a su mujer dejándola semimuerta,
muerta para él, ¡eso creía!, en la chocita de la puna donde vivía, donde
sobrevivía pastoreando el ganado del mejor comerciante del pueblo, así fue,
pues, su mujer era joven y hermosa y por eso con rabia la pegó hasta matarla,
pero no la mató, la dejó tirada, abandonó la choza y se quedó en la choza
abandonada de más arriba para vigilarla desde ahí hasta que llegara el
comerciante con las vituallas para la quincena. Y sucedió que el comerciante
llegó aquel día con su mujer y sus dos hijos y encontró a la mujer de Timoteo
recuperándose de la pateadura, la sacaron caminando de la choza y la subieron
sobre la mula del comerciante ante la incrédula mirada de Timoteo que no le
quedó otra salida que huir, y a su mujer la llevaron hasta el precario hospital
del pueblo donde rápidamente se recuperó y declaró que los terrucos se llevaron
a Timoteo porque era de ellos y a ella lo masacraron mientras la culpaban de
traicionar a su marido con el dueño del ganado, cuento que todos los que la
escucharon se lo tragaron completito.
Acostado sobre la tarima se quedó recordando el incidente
de la puna hasta la madrugada, tan concentrado en sus recuerdos que los
desesperados ladridos de Motoso, a eso de la media noche, pasaron
desapercibidos por él. Entonces ya de madrugada lo asaltó la idea de que el
hombre que dormía afuera podría estar
tramando ingresar a la cabaña para matarlo, no podía permitirse morir entonces,
tenía que vivir, aún tenía que vivir porque aún no había logrado su objetivo,
no aceptaba eso de morir para que otros vivieran, quería su parte en este
mundo, y lo lograría. Esa noche quería estar seguro de que el visitante no era
un terruco que lo mataría, él sabía que los terrucos mataban y asunto
arreglado, no le preocupaba el porqué ni el para qué, sólo le preocupaba el qué
hacer y el porqué en caso de que quisieran matarlo. Y como tenía que seguir
viviendo salió cuchillo en mano para asegurarse de que así sería, abrió la
puerta sigilosamente, el visitante roncaba plácido, completamente dormido por
el cansancio, con el misterioso quipe de cabecera. Timoteo se inclinó para
jalar el quipe en el que posiblemente se encontraría el arma homicida, y al
jalarlo ¡el durmiente se puso de pie de un salto para sujetar su paquete!,
Timoteo le clavó una estocada en el abdomen y con ambas manos en el cuello dio
cuenta de aquel hombre que terminó cayendo pesadamente en el suelo y Timoteo
encima de él. Se aseguró de que su
indefenso contrincante estuviera bien muerdo y lo arrastró hasta un rincón de
la cabaña, volvió por el quipe y lo colocó junto al cadáver, trancó la puerta
con la barreta y se quedó regocijadamente dormido.
Las cabras abandonaron el redil a eso de las nueve de la
mañana y Timoteo empezó a estirase y a dar gracias a Dios por el nuevo día.
Dirigió la mirada al cadáver, y
–¡Buenos días amiguito!, eso te pasa por querer matarme.
Se levantó y lo primero que hizo fue examinar el quipe del
difunto, lo encontró, efectivamente con coca y dentro de ella un fajo con
muchos billetes de todas las denominaciones, pero, además un paquete de un kilo
de pasta básica de cocaína. No sabía cuántos ni de cuánto, pero sí sabía que
eran billetes, sus ojos se desorbitaron al contemplarlos y su mente empezó a
cautelarlos, y los ató en viejas bolsas plásticas para enterrarlos en una
esquina exterior de la cabaña. Cogió el cuchillo y en una de las piedras del
fogón lo frotó repetidas veces hasta entregarle un buen filo cortante e
inmediatamente empezó a quitarle las ropas al difunto para seccionarlo, y un
crucifijo de oro en cadena del mismo metal asido al cuello del infortunado
llamó su atención y se detuvo en su empeño examinándolo minuciosamente, no
había visto uno semejante, qué lo iba a ver si nunca conoció una esvástica, sin
embargo ahí se quedó petrificado y luego se persignó para continuar con su
tarea, delicadamente quitó el crucifijo y se colocó al cuello. El bolsillo derecho de la chaqueta llamó su
atención por lo pesado del contenido, manoteó dentro de él y extrajo un
revólver 38 de rutilante cacha en la que se enmarcaba en alto relieve una S en
forma de ángel cruzada sobre otra en forma de serpiente, sin duda una esvástica
¿oro?, Timoteo quedó paralizado, jamás había visto oro semejante, y cuando
volvió en sí siguió buscando en los bolsillos de la chaqueta, en el izquierdo
encontró una potente linterna de mano, y en el interno un estuche de cuerdo con
documentos personales que él ignoraba por no saber leer. Escondió el revolver
envuelto con el crucifijo en una abertura de la pared externa de la cabaña y lo
tapó con barro y piedra, entonces se justificó de razón, ese hombre tenía el arma y quería matarlo,
ese muerto que no era tan gordo ni tan pequeño como cuando estaba vivo porque
lo desinfló con el cuchillo y se estiró mientras moría. Y no obstante haberse
justificado de razón se armó la confusión dentro de sí. Pero qué importaba eso,
él estaba vivo y el otro muerto eso era lo importante, y lo más importante para
él, entonces, era desaparecer el cuerpo del delito, que si lo encontraban los
otros terrucos lo destrozarían a balazos,
y procedió a descuartizar al
difunto. Extrajo las vísceras y las cargó en un saco juntamente con la pasta
básica y el estuche de documentos hasta el río, dónde tranquilamente las lavó y
arrojó el kilo de pasta y el estuche en la parte más estrecha y alejada del
torrente. Regresó y extendió las vísceras
en un cordel de cabuya instalado afuera de la cabaña. Luego fue sacando
uno a uno los miembros hasta el batan donde hábilmente los fileteaba para
secarlos en el tendedero, finalmente, la cabeza entera la colocó en una gran
olla de barro para cocinarla, a eso de las dos de la tarde se desayunaba junto
con su perro con el suculento caldo de cabeza humana, luego puso la cabeza
sobre el batán y de ella extrajo los ojos y la lengua y se los comió, cogió el
machete y de un certero golpe abrió la cabeza en dos y lo entregó al perro para
que se lo comiera, el perro devoró los sesos y se llevó el cráneo abriéndose
paso entre los matorrales. En seguida llenó en la misma olla las manos y pies
del cadáver y atizó el fuego con unos leños de molle. A eso de las seis de la
tarde y después de echar de menos las cabras en el redil cogió la coca del
difunto y se puso a rumiarlas hasta la media noche, hora en la que tomó su
caldo de manos y pies y se acostó.
Al siguiente día, después de entregar un
gran hueso a Motoso, mientras se echaba la armada cocinaba los filetes más
apetecibles del muerto, y cuando la olla empezó a hervir se desnudó por
completo, cogió con la mano derecha el cucharón de palo y con la otra el
cuchillo y empezó a interpretar su propia danza de agradecimiento por lo vivido,
emitiendo guturales sonidos infernales. De cuando en cuando se dirigía a la
olla e introducía el cuchillo para probar la cocción de la carne, y como el
difunto no pasaba de los cuarenta no tuvo que esperar mucho para saborear
completamente aquello, y se engulló los
hervidos músculos voraz y desesperadamente como si fuera la última vez que lo
hacía, y barriga llena se tendió panza arriba bajo la sombra de un molle y se
quedó dormido hasta el crepúsculo.
Una semana después, cuando el sol calentaba desde el mismo
centro del cielo, llegó Serafín Puntiagudo, el eterno policía del pueblo, hasta
la cabaña, y al ver unas provocativas cecinas en el tendedero le pidió a
Timoteo que le asara esas carnes precocidas por el sereno y el sol, y las
degustó.
–¿Tienes plata que me prestes? –preguntó el policía.
–Dionde pue taitito, ¡dionde! –respondió Timoteo.
–Se ha perdido un comerciante –comentó el
policía mientras saboreaba la carne azada.
–Yo he comido amiguito.
–JAJAJAJA! –carcajeó el policía– sólo un loco comería carne
humana.
–Enton, somos dos.
El policía respondió con otra carcajada y se encaminó a
buscar venados, mató uno en aquel atardecer, y cuando cayó el venado Timoteo
llegó corriendo hasta el animal, lo tomó por el cuello, lo abrazó y lloró
desconsoladamente, mientras el policía festejaba su presa entre risas y
anécdotas de cacería, Timoteo lloró hasta la última lágrima y de un brinco se
paró y clavó su mirada en el orgulloso policía para decirle:
–Yo, Timoteo Masa Rueda, te condeno al fuego eterno por
matar a este pobre amigo que nada te ha pedido, hoy dime, ¿qué tea quitao este
pobre animal, mal nacido?.
El policía encañonó a Timoteo y Timoteo se arrodillo ante
él.
–¡No me mates por favor! –clamó el humillado.
–No te mato si cargas el animal hasta el pueblo.
–Así será, patroncito, mandiste nomá.
Esa noche, el policía, después de esposar a Timoteo por
miedo a ser atacado, se quedó junto a su presa en la tarima de Timoteo y éste
afuera de la cabaña. Y al siguiente día llegó hasta el pueblo de arriba con
Timoteo venado al hombro, y mientras tanto llegaban por la cabaña dos
familiares del desaparecido, y al encontrar la linterna de mano en la ventanita
de la vivienda rompieron el endeble candado y buscaron dentro del cuartito, en
un rincón encontraron los zapatos y la ropa del difunto y con la evidencia se encaminaron hasta el
pueblo. Timoteo ya bajaba de regreso y tropezó con ellos, y después de charlas
y preguntas Timoteo aseguró haber comido al dueño de esas prendas de vestir. Al
siguiente día los dos familiares más dos policías llegaron hasta la cabaña y
apresaron a Timoteo, le pusieron esposas y lo ataron y encima lo arriaron a
golpes. Y luego del atestado policial lo cargaron en el asiento posterior de la
camioneta para ponerlo a disposición del Juez, era la primera vez que subía a
un vehículo, apenas avanzaron un kilómetro y empezó a vomitar, asqueados por el
incidente los policías esposaron a Timoteo en la barandilla de la tolva de la
camioneta, y llegó hasta el Penal envuelto en su propia bazofia sin
contemplación alguna. El caso se ventiló
en la Corte Superior y el Fiscal se dirigió al reo.
–Este hombre que ven aquí, aparentemente inocente, mató con
premeditación ventaja y alevosía al comerciante Antonio Aguilar Sarmiento y se
ensaño fileteando el cadáver para luego comérselo.
–No soy inocente, ¡yo lo maté pero con un cuchillo, no con
lo que usted dice!, además no se llamaba Antonio Aguilar, se llamaba Pablo
Centurión.
–¿Cómo era Pablo Centurión?.
–Vivo era bromista, pequeño y gordiflón. Muerto, era serio,
estirao y desinflao.
–¿Porqué lo mataste?.
–Porque me iba a matar.
–¿Porqué te iba a matar?.
–¿Porque tanto me pregunta si ya dije que lo maté o quiere
que diga que no lo maté?.
–Lo mataste y luego lo comiste, ¿porqué?.
–Lo maté y lo comimos porque teníamos hambre, los tres, yo,
el perro y el policía.
–¿porqué crees que te iba a matar?.
–Porque tenía el arma como esas que andan los policías en
su cintura, sólo que ésta era de oro, yo escondí el arma en un hueco de la
casita.
Qué difícil resultó resolver aquel caso. El homicida
confesó el crimen con lujo de detalles, se hizo la reconstrucción, tal y como,
Timoteo quitó la piedra para extraer el revolver y crucifijo, pero habían
desaparecido, el caso se tuvo que archivar por falta de pruebas. Timoteo salió
libre por exceso de carcelería después de muchas sesiones, preguntas y
repreguntas, durante siete años. Lo que parecía un caso simple se complicó, las
investigaciones pusieron al descubierto que el desaparecido era un comerciante
intermediario de pasta básica de cocaína que recién había salido del Penal de
Cambio Puente con libertad condicional, que había tomado el bus en el terminal
terrestre del litoral rumbo a la sierra para comprar ganado, y que se había
bajado en una estación en las estribaciones de la sierra, justamente en una
casita al borde de la carretera arriba del río Tablachaca y a eso de las nueve
de la noche del martes 13 de diciembre, por lo tanto tenía que haber descendido
hasta la cabaña de Timoteo en horas de la noche. Contradictoriamente Timoteo
afirmaba que el hombre que mató había ascendido hasta su cabaña después de
cruzar el río en horas de la tarde de un día que no sabía reconocer que día
era, y lo había matado a la luz de la luna y en la madrugada del siguiente día
“era de madrugada porque Motoso temblaba de frío”. Se concluyó que el
desaparecido había planeado su propia desaparición para huir de la justicia
cambiando de identidad y posiblemente de nacionalidad, resultando acusados de
asociación ilícita para delinquir los dos familiares del desaparecido, ¿y cómo
no así, si el muerto había desaparecido por completo salvo sus prendas de
vestir?. Perro y amo tuvieron una semana de comilona a todo dar, las últimas
cecinas se las había comido el policía, y el perro enterró los huesos por allá,
por donde ningún humano se atrevía a llegar por temor a ser sepultado, allá en
el terreno mullido, atormentado y deleznable del borde de la quebrada, para
roerlos después, cuando el hambre lo exigía, y después ni el mismo los
encontró. No había modo de tipificar el delito del espeluznante crimen
confesado por Timoteo como tampoco había modo de justificar el delito de
asociación para delinquir.
Para Timoteo la vida en el penal era más atractiva que
todos los días de su anterior existencia, no saldría de ahí ni por san puta,
volvería a matar ahí mismo y delante de muchos testigos para quedarse, ahí dejó
los llanques por los zapatos, el sombrero por la cachucha, los pantalones y
chaquetas de lana por los de estilo vaquero, la faja por el cinturón y la nada
por el calzoncillo. Ahí pudo diferenciar billetes naciones y extranjeros,
auténticos y falsos, ahí por primera vez la radio y televisión, la luz
eléctrica y el agua en cañería. Pero tenía algo más importante que hacer, más
importante que la buena vida que llevaba en el penal y se perfeccionó en el uso
del puñal. La buena conducta que observó en el Penal le venía por naturaleza,
seguía siendo simplemente el hombre que no sabía qué era bueno ni qué era malo
para los demás, pero sí sabía qué era bueno para él, y para él lo mejor que
tuvo fue su hijo, su hijo de ocho años.
Así que por el hijo quería regresar hasta la puna dónde
había quedado su mujer, y regresó. Pasó por la rivera del Tablachaca y en un
descuido del nuevo pastor desenterró el dinero y lo camufló entre sus ropas, se
encaminó hasta la puna, tomó todas las
precauciones y empezó a vigilarla mientras el viento silbaba entre las
pajillas, esta vez no fallaría, los sorprendería, esperó pacientemente y llegó
el comerciante, pasó hasta la choza con la remeza y las golosinas de la hembra.
Timoteo se fue acercando, los quejidos de la hembra traspasaban la muralla tejida
con piedras y champas. ¡Irrumpió el vengador!, le clavó una puñalada en la
espalda al jadeante y a ella una en el pecho, y el se echó encima de los dos
con las manos apretando el cuello de la mujer. Cuando los cuerpos empezaron a
enfriarse se sentó sobre el cuyero y se echó la armada, miró hacia arriba a las
enmarañadas pajillas del techo, escarbó con su mano derecha y extrajo la
pequeña botella de cocacola, la bebida preferida de su hijo de ocho años, el
comerciante siempre le llevaba una de regalo para que atisbara circundando la
laguna y volviera con la noticia de que si había o no truchas y en qué parte,
mientras Timoteo pastoreaba el ganado a medio kilómetro arriba de la choza. Tan
pronto el niño volvía hasta la choza con la noticia, tan pronto regresaba en
compañía del comerciante hasta la laguna y los dos se ponían a pescar en los
lugares que el niño indicaba, y así se pasaban un gran día sellándolo con unas
truchas fritas a eso de las cuatro de la tarde, y había truchas por montones.
Un día el pequeño hizo el recorrido en menor tiempo que el
previsto, y al regresar a la choza encontró a su madre quejándose debajo del
comerciante, el niño pateó los tobillos
del jadeante y lo amenazó con hacerlo saber a su padre, y la madre sentenció.
–Si lo haces el patrón no te traerá más
cocacolas.
El niño calló, y agregó.
–Pero no vuelvas a pegarle a mi mama.
–El patrón dice que te traerá dos cocacolas –agregó la
madre
–Eso –dijo el patrón– una la tomas mientras caminas por el
entorno de la laguna, no vayas corriendo porque las truchas se pueden asustar,
y la otra la tomas después, cuando tu quieras.
Y así fue, la siguiente quincena el patrón llegó con dos
cocacolas más una bolsa de caramelos que el niño festejó con incesantes elogios
al patrón.
–Esta botella te la tomas hoy –dijo el patrón– y esta otra
con los caramelos guárdalos para después.
El comerciante repitió su jarana amorosa y se marchó sin
esperar al niño para salir de pesca. El niño se puso muy triste, esa tarde no
compartiría con el patrón los chocolates rellenos mientras pescaban, esa tarde
no habría truchas fritas, pero, luego sonrío porque tenía otra cocacola y una
bolsa de caramelos para disfrutarlos, y sin pensarlo dos veces el niño empezó
chupando los caramelos y luego rumiándolos, y antes que llegara Timoteo, su
padre, destapó la pequeña cocacola y se tomó buena parte de ella para luego
esconderla bajo su cama, y tan pronto la escondió empezó a gritar como loco,
que sus gritos estremecían las montañas, la madre se quedó petrificada, Timoteo
llegó para atender al pequeño, pero entonces espumaba y tenía el cutis morado,
¡y se moría!. Al siguiente día Timoteo encontró la botella bajo la cama del
niño junto a media bolsa de caramelos, la olfateó, era repugnante, tenía el
olor del insecticida que usaban para combatir las garrapatas de las ovejas,
cautelosamente escondió la botella entre el enmarañado de pajas del techo, y
ahora la sujetaba. La destapó, abrió la
boca de la mujer y la llenó con el líquido, luego se dirigió a la cama que
antes era de su hijo y ahora de otro niño, y extrajo otra cocacola, la destapó,
la olió, y, ¡estaba envenenada!. La vació completamente en la boca de la mujer,
y salió corriendo al encuentro del niño aquel otro hijo de la mujer, lo
encontró volteando la laguna, le entregó siete cocacolas que llevaba en su
mochila y se encaminó rumbo a la tumba de su hijo sin prisas ni nada, después
se entregaría a la justicia en el mismo Penal, llevándose con él las caricias
de su hijo que eran como la suave y limpia brisa de la puna susurrándole al oído. Quitó una a una
las piedras de la camuflada entrada a la cueva y destapó la tumba de su hijo,
cuidadosamente fue quitando la cal, capa por capa, separando y sacudiendo las
ropitas y los ponchos. Por fin había terminado, ahí la momia sonriente, ahí la
cabeza y patas de la oveja completamente secas, con mucho cuidado levantó entre
sus brazos a la momia y la apretó en su pechó con la cabeza pegada a su oído,
lloró mientras la tenía y con ella en abrazos se acostó junto a la tumba y se quedó
dormido hasta el siguiente día.
Cuando las guachuas surcaban la laguna y los
cielos las avecillas festejando los primeros rayos de sol, vistió al
deshidratado cuerpo de su hijo con las ropillas para luego envolverlo con los
ponchos y finalmente apretujarlos con la faja, sacudió el pellejo y retiró la
base de cal, esparció hojas de coca en la base de la tumba y sobre ellas
extendió el pellejo, sobre el pellejo colocó con sutileza la pequeña momia, a
su costado derecho colocó la cabeza y patas secas de la oveja. De su mochila
extrajo chocolates, una cocacola y otras golosinas, y las colocó a la izquierda
de la momia, habló entre sus narices por media hora y comenzó a sellar la
tumba, cuando terminó de sellarla tapó camufladamente la entrada de la cueva y
se marchó rumbo al Penal de cambio Puente. Sonreía porque el penal le había
dado una vida mucho mejor que aquella que llevaba en la puna, mucho mejor que
aquella que llevaba en la rivera del Tablachaca, y lloraba, sonreía y lloraba,
lloraba porque se alejaba de su hijo,
quién podría entenderlo, era un hombre tan distinto, tan diferente a
todos, tan sabio como idiota, tan loco como cuerdo, era todo y era nada, y no
obstante preferir las fáciles migajas de la esclavitud al difícil pan de la
libertad, era él.
Durante el trayecto en el bus, Timoteo seguía sumergido en
sus recuerdos, sintió mucha rabia en aquel momento en que descubrió la pequeña
cocacola envenenada que dio cuenta de la vida de su inocente hijo, entonces
cogió el cuchillo para victimar a su mujer, pero, ahí estaba su hijo, y aunque
ya muerto, ¿porqué tendría que presenciar aquella venganza?. Cubrió
cuidadosamente al pequeño y esperó el nuevo día. Con el cuchillo aquél degolló
a la mejor oveja de la manada, era la primera vez que por iniciativa propia
degollaba una oveja del patrón, la pishtó y en el pellejo fresco cuidadosamente
extendido depositó una pierna de la oveja, y junto a ella la cabeza y las
cuatro patitas del animal, y envolvió todo en el pellejo. Luego acomodó su ¡quipe personal!, con
el talego de coca bien compacto, el más grande, el de las largas caminatas, y
al costado de todo acomodó al pequeño niño envuelto, muy cuidadosamente, con
una colorida faja de lana de tres metros. Cargó el burro del patrón con la
barreta y la lampa, la olla y los molidos, un par de ponchos muy raídos y
encima de todo lo que envolvió en el pellejo.
Y marchó hacia arriba con el viento silbando entre los ichos, hasta lo
más alto de la caliza montaña y se hospedó en una cueva. Al siguiente día bajó
algunos metros hasta una depresión por la que fluía un hilo de agua y con la
lampa construyó un pequeño pozo, al costado de éste amontonó muchas piedras
caliza para construir con ellas un cono truncado con una pequeña abertura
pegada al suelo, y lo rellenó con carcas de vaca, tantas como el relleno lo
pedía, que tuvo que recorrer centenares de metros a la redonda para
conseguirlas, las prendió fuego cuando el sol se ocultaba y se sentó para
echarse un bolo mientras cocinaba su única comida del día con la pierna de la
oveja, después de comer al calor de la
hoguera se quedó dormido. Los primeros rayos de sol abrigaban las faldas
orientales del cerro y curiosas vizcachas retornaban a sus madrigueras, la
tarea de Timoteo aún no concluía, se incorporó estirándose, miró las calcinadas
y blanquecinas piedras y después de evacuar las cenizas por la pequeña abertura
de la base, cogió la olla, la llenó con agua y la esparció sobre las piedras, y
repitió la acción hasta quedar complacido. Y entonces tenía cal. Subió hasta la
cueva y en ella excavó una tumba, la encofró con selectas piedras, en la base depositó una capa de cal
que cargó desde su improvisado horno, sobre ella colocó el pellejo de oveja y
al costado la cabeza y las cuatro patas y en seguida extendió otra capa de cal,
esparció hojas de coca sobre aquella capa, extendió uno de los ponchos sobre
ella, y sobre él depositó el cuerpo desnudo de su pequeño hijo, sobre el cuerpo
sus ropitas y la faja, y sobre todo extendió el otro poncho. Luego se echó la
armada y mientras rumiaba las hojas de coca, a manera de conversación,
reprodujo la vida del pequeño, desde que nació, ¡qué, desde que nació!, desde
antes, desde que tu mama resultara preñada. Tenía muchos antojos, pedía muchas
golosinas, muchas cocacolas, y por eso
te gustaban tanto, yo no tenía para comprarlas pero ahí estaba el patrón, tenía
una gran tienda en el pueblo, llegaba quincenalmente a la choza y le contamos
de esos antojos. ¡Él nos traía, pue!, religiosamente como buen cristiano, como
buen patrón, ¡y naciste!, gracias a él en el hospital del pueblo, entre camas
muy blancas que olían a patrón, y así poco a poco se fue adueñando de tu mama y
de ti. Yo nunca tuve dinero, un día te cogí en mis brazos y a ella le pedí que
me siguiera, pero no, no me siguió se fue hasta el pueblo y me denunció. Aquí
pasé una semana contigo hasta que llegó tu mama con el patrón y dos policías, a
mi me llevaron para encerrarme, me dijeron que de ese cuarto no me sacarían
nunca. Quiero estar junto a mí hijo, les dije, entonces machucaron mi dedo
sobre un papel y me dijeron: “Regresa con tu mujer y tu hijo y no vuelvas a
escaparte con el niño porque si lo haces te matamos”.
Timoteo empezó a llorar al evocar aquello, en ahogado
llanto, quería gritar pero no podía, empezó a lanzar maldiciones entrecortadas,
esa quincena, después del funeral se vengaría, se nutrió con esa idea y
continuó con el funeral depositando una última y gruesa capa de cal, selló la
tumba con anchas piedras, sobre ellas echó tierra, y piedras, y tierra hasta
anular la pequeña cueva, y entonces ya, y ahora listo para vengarse, primero ella y después él, pero él llegó
acompañado por su familia, y ella no murió aquella vez, pero ahora sí, ¡y los
dos!. Su rostro sonrío mientras el chofer del bus accionaba la bocina. Los dejó
bien muertos sobre la cama, pero otro niño tenía la sinvergüenza y otro marido
para cuidar las ovejas del patrón, ¿será del nuevo pastor o del comerciante
ese?, no importa, lo importante es que el niño vive, tiene que vivir porque es
niño, los que podían matarlo ya están bien muertos. Ya sé, culparán al nuevo
pastor la muerte de los sinvergüenzas, pero para eso estoy vivo, confesaré
todo, y ese infortunado hombre que ocupó mi lugar podrá ser feliz junto a ese
alegre niño, tan alegre y conversador como mi Timotito, corriendo por la vuelta
de la laguna con esa cocacola en la mano. Hubiera sido el último día de su vida
si yo no llegaba, pobre niño, le di las siete botellas de las ocho que llevaba
para la tumba de mi hijo, una por cada añito que tenía. Y le dio al pequeño las
siete botellas mientras el hombre que pastoreaba el ganado estaba arriba,
observando todo, con un cuchillo en la mano y detrás de esa misma piedra que
antes observaba Timoteo, sudando frío y lleno de rabia por la impotencia de su
pobreza.
El bus se detuvo bruscamente, luego de la bocina, y con el
motor en neutro el chofer aceleró escandalosamente, conforme acostumbraba
hacerlo frente a esa casita al filo de la carretera donde siempre se
estacionaba un momento, la casita aquella en la que una agraciada mujer
expendía lo más indispensable para comer y apagar la sed. Timoteo habló
protestando por aquella maniobra:
–¡La putasumadre! –así dijo, por primera vez, se lo había
aprendido en el penal.
–¡Mí tío cocacolas! –se escuchó a todo pulmón la voz de un
niño.
Timoteo tropezó con la mirada de ese niño tan alegre y
conversador como su Timotito, iba en el mismo bus junto a su padre, el pastor
aquel que ocupó el lugar de Timoteo y ahora se marchaba a la costa en busca de
un nuevo empleo, y como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo los tres
bajaron del bus por un momento. ¡Y ahí estaba él con el celular pegado a la
oreja!, con la camisa deliberadamente desabotonada para que se notara el
imponente y peculiar crucifijo de oro, y además el rutilante revólver en su
cintura con las SS del clan, claro que era él. ¡Es Pablo!, pensó Timoteo, ¡no
puede ser!, ¿estoy o estuve soñando?, pero, no era sueño, era Pablo Centurión
el chacotero gordiflón, ahora elegantemente vestido, que había estacionado su
tremenda camioneta en aquella estación para depositar un paquete, y luego que
lo hizo reconoció a Timoteo y nerviosamente eludió su mirada para subir a su
camioneta y arrancar.
– ¡Mujer venga la muerte de su hijo seduciendo a su
victimario patrón! –exclamó el escandaloso chofer del bus leyendo en muy alta
voz un diario que le acababa de entregar la mujer de esa casita –, le clava el
puñal por la espalda mientras lo tiene encima, luego ella se clava otro y para
asegurase traga veneno con cocacola. La heroína venga de esta manera la muerte
de su pequeño hijo que ocho años atrás fue envenenado por su patrón. A una semana
del incidente las madres de todo el país se han convocado en la Plaza Mayor de
Lima para pedir al Gobierno se declare madre heroica de todas las madres a
Timorata Ponte Piccho y se erija un
monumento en su memoria....
El bus reinició el descenso y Timoteo, muy ensimismado,
tratando de ignorar esa noticia y con la mirada perdida en la triangulada
ladera, recordaba su primer crimen, el paquete con la pasta y los billetes, el
revólver, el crucifijo y la potente linterna, y aquel hombre que maté no era tan
pequeño ni tan gordo como éste, era estirado y desinflado, pero con buena ropa
como éste, y éste llevaba entonces ropa de pobre, ¿pero qué pudo haber pasado aquella noche si
yo no estaba dormido y él sí?.
Publicado el 13 de octubre de 2012 en la revista:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario