Sale de ahí sin manguerillas, caminando en
retroceso, inicialmente los pies se le pegan al piso, luego se le van
aliviando, va por el pasadizo, el ascensor se abre, se cierra, ella desciende,
se abre nuevamente. Ella pasa entre el gentío, todos se apartan, jamás han
visto caminar a una mujer de tal manera, sonríe mientras se desplaza por
Rebagliati hasta la esquina. El mismo
bus que la llevó está estacionado en la
avenida Salaverry, justo en la esquina, le resulta difícil subir de
espaldas, pero lo logra, su deseo de vivir es más fuerte que la buena voluntad
de la buena mujer que quiere llevarla al hospital, una semana ya que la
llevaba, entonces la buena mujer iba tranquila, ahora la buena samaritana
regresa con pesadumbre porque ella no quiere quedarse en el hospital.
Le resulta muy pesado volver a casa de
retroceso, pero la casa es la casa, la casa es la vida y en la casa la muerte
es dulce. Y llega a la esquina de la casa, con el bus en retroceso, y ella se
baja caminando con la espalda por delante, y a medida que avanza el cuerpo se
le sutiliza, va caminando a la gloria, segura que la encontrará. La mujer que
le acompaña voltea y la abandona en la misma puerta de la vieja casona, ahora
infernalmente convertida en tugurio albergando a mucha gente. Ingresa hasta su
habitación en el segundo piso, en el barrio Rímac, al costado del río, muy
cerca de Palacio de Gobierno, un puente y una cuadra los aparta, se vuelve y
queda frente a frente con la cerradura de la carcomida puerta; penetra la
llave, cruje el madero entre telarañas y polvo, flamean las blanquisucias
cortinas, y por fin.
Se siente libre y como volando ingresa al
dormitorio, se sienta en la cama, chirrían resortes, jala la gaveta del velador
y extrae un diario amarillento, su propio diario, lo abre sobre la mesita
caoba.
“¡Oh!, diario, tú que sabrás de mí mucho más
de lo que yo de ti, guarda todo lo que te entregue que será lo mucho que yo
tenga. Porque a tus páginas llegue mi canto y que ellas sequen mi llanto o se
llenen de encanto cuando una tenue sonrisa a mi rostro aparezca. Porque tus
renglones sean mi cause de amor y aunque muerda el dolor no me aparten de él. Y
si alguna vez el destino de mí te arrancare y el insensato a la basura te
arrojare, escaparás de ahí porque tienes vida,
la vida que yo te entregaré. Nací con efímera primavera una tarde de
otoño, no importa de quién pero nací, me sorprendió el invierno y ahora que
siento caluroso verano y cumplo 15, te tengo a ti. ¡Te amo! ”.
Lo ojea, hoja por hoja, entre páginas hay
pétalos y flores finamente disecados, se detiene entre páginas, 5 del día 13
del mes 12, ahí una flor de higuera y foto a todo color en el restaurante El
Cordano, al costado de Palacio de Gobierno, muchos rostros femeninos alegres
sólo el de ella disimuladamente alegre. Tiene 55 años, es un agasajo porque se
ha jubilado del empleo, empleo que no quería dejar porque en algo aliviaba su
pesar. Ya no es la mujer más bella de Correos y Telégrafos por dentro y por
fuera, ya no, sólo por dentro.
El diario tiene codificados los días de la
semana del 1 al 7, no dice lunes, dice 1, no dice domingo, dice 7. Se detiene
en el 7 del día 7 del mes 7, es una codificación personalizada, algo fuera de
lo común quería hacer cuando niña e hizo un diario de vida cuando cumplió 15.
Ahí junto a un pétalo de rosa roja una fotografía carné en habano, la coge
delicadamente, sonríe llena de felicidad, y la besa como aquella vez. Es el
primer beso que dio aquella tarde, mientras la brisa del río, en el puente
Rimac, antes que él partiera rumbo a las minas de la Cerro de Pasco
Corporation. Partió en tren, al siguiente día, desde la misma Estación de
Desamparados rumbo a su prometedor empleo como geólogo y no volvió jamás, murió
por Satipo, Junín, en una juerga de fin de semana, dijo la madre de ella. Fue
el primer beso sabor a suspiro limeño, de esos suspiros que ella muy bien sabía
preparar, el primer beso que dio y recibió mientras su cuerpo hormigueaba
ávida, ella, de caricias y lujuria, porqué no, pero él la apartó porque la
quería pura para la noche de bodas. Era el único hombre a quien se entregaría
pasara lo que pasara. Pegada a la foto se siente en la gloria.
Era la mujer más bella de Correos y
Telégrafos, la más bella del centro de Lima y de todo Lima y más, bella como
bello su proceder, aunque empleada nada más, pero al fin empleada para
distinguirse de las obreras.
Sigue ojeando las hojas del diario y
encuentra a su madre en cuerpo entero y en sepia junto a una flor de cardo, su
cuerpo se hace pesado, se resiste a caminar al pasado. No supo bien de su padre,
el francés Leclerc de penetrante mirada azul que atrapó a su madre. ¡El gringo
Leclere!, el que solía repetir que serrano era sinónimo de sumisión y de
atraso, por cuanto no se explicaba el porqué de una raza dueña de incalculable
riqueza y que, sin embargo, adormitaba terriblemente pobre y al servicio de sus
saqueadores. Murió por borracho, repetía su madre. Leclerc, un experto fundidor
de oro en La Oroya que de un día para otro resultó con la piel exfoliándose por
los efectos de los reactivos que utilizaba en su rentable oficio, y por eso su
madre se alejó de él, mejor dicho, ¡lo alejó!, le causaba repugnancia y vómitos
cuando se le acercaba. Soriasis, diagnosticaron los médicos, Leclerc,
decepcionado, se suicidó en La Oroya con una solución saturada de whisky y
cianuro sin que ella, su hija, lo supiera, ya muerto se lo llevaron a Francia.
Difícilmente su pensamiento llega hasta el
joven aquel, su padre, tan apuesto como su prometido el de la foto en habano.
Inicia un canto, yaraví, dolorosamente triste, “Se fue mi amante por las
montañas...”, ella tiene 18 y él 24, coloca la foto dentro de sus senos, se
arrodilla cantando con la mirada fija en la ventana oriental de su sepulcral
habitación, “Se fue mi amante por las montañas bajó a Satipo y ahí murió...”.
Estruja la foto sepia de su madre, la escupe y la tira por la ventana.
Era la mujer más bella de Correos y
Telégrafos, la única hija de la maestra de escuela en la metalurgia La Oroya y
del gringo Leclere, vivía en esa casona que compró su padre y la legó
íntegramente para ella antes de morir, y desde allí, todas las mañanas caminaba
cruzando el puente hasta las oficinas de Correos y Telégrafos al costado de
Palacio de Gobierno. La maestra era limeña piel canela de pura cepa, de Barrios
Altos, a unas cuadras de la casa de los Prado, era maestra de escuela, pero
llevaba el cuello bien estirado para que su mirada no tropezara con las de sus
alumnos, y por eso dejó de trabajar luego que se unió de hecho con Leclerc.
Después de la muerte de Lecrec la maestra se vio en apuros para seguir viviendo
como había vivido, puso la mayoría de las habitaciones de la señorial casa en
alquiler, y hasta ella se alquilaría de ser necesario, y fue un oficinista de
Palacio de Gobierno, que entonces alquilaba una habitación ahí, que se
compadeció de la hija de la maestra y del gringo Leclere y le consiguió un
empleo en Correos y Telégrafos. El enamorado de ella era de Huancayo, serrano
mal hablado, de qué vale que sea ingeniero, le repetía la madre maestra,
serrano apestando a chuño y zapateando huaynos, ¡quí puis vaser tu marío!.
Estruja la foto sepia de su madre, la escupe
y la tira por la ventana, “que el diablo la tenga a su lado”. Inicia una danza,
mezcla de todas las danzas folklóricas peruanas, y baila hasta quedar exhausta,
y canta el penoso yaraví “Corazón en
bandolera partió mi amante, se fue mi amante por las montañas, bajó a Satipo,
lo acribillaron y ahí murió, y ahí murió y ahí murió...”. ¿No fue la malaria?,
no, lo acribillaron a balazos por hablar de revolución. Extenuada por la fatiga
cae sobre el velador y el diario se estrella en el piso de madera. Fotos y
flores en el piso opaco olor a petróleo, sobresale una foto en sepia pegada a
una flor de lirio, la del gringo Leclere con ella muy niña en beso paternal en
el patio de la casona junto a la pileta de mármol. Su mente se confunde, le
llega intermitente la figura del ogro escamoso a veces rojizo y otras violeta
genciana, eso decía su madre, el gringo Leclere era el ogro luego que fue
atacado por la soriasis. Entre el ogro y Leclerc aparece su madre obligándola a
comer: ¡Come, maldita!, ¿o llamo al ogro?.
La orden le produce vómitos, arroja toda la bazofia
a la misma cara de la celadora de hospital, para ella la cara de su madre, la
anciana se desploma, cae pesadamente al piso, fuera de la cama de hospital, el
cuerpo convulsiona y expira feliz. Es ella, sencillamente ella, la mujer más
hermosa por dentro y por fuera.
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