Era el más hermoso de los caballos que jamás
se había visto en aquel pueblo andino, un alazán de cuatro albos y frente
blanca, hasta abajo, hasta perderse entre nariz y nariz. La impresionante
melena le caía en la frente y al lado izquierdo del cogote, impresionante el
liso pelaje del cuerpo como impresionante la tupida cola, corvo el cogote,
ancho el pecho, las ancas redondas y suave al montar, era todo eso que los
expertos en caballos andinos calificaban
y califican como excelente. Tenía cuatro años y trotaba alegre y desafiante por
los potreros demarcando lo que sentía su propiedad, y lo sentía con orgullo por
esos alfalfares bien llevados que sólo
ahí resaltaban, luego se detenía en el
centro del pastizal y parándose en las patas traseras daba un relincho mientras
con las delanteras desafiaba a quien de su especie por ahí anduviera, pero
nada, nadie osaba responder el desafío. Y arrogante, el hermoso caballo, ya con
las cuatro patas sobre tierra, curvaba el rabo y el cogote con indescriptible
elegancia para desfilar en círculo y con trote retenido emitiendo amenazadores
ronquidos que armonizaban con potentes chorros de aire disparados por sus
narices, y por eso el hijo menor de Ambrosio lo llamaba ¡Ronco!, mientras
disfrutaba al contemplarlo. Los dueños
de las yeguas de aquel pueblo lo miraban con codicia, anhelantes, hasta no más,
por tener algo parecido.
Ambrosio, así se llamaba el dueño del caballo, era un
hombre de negocios con varias hectáreas de terrenos de cultivo y ganado
variado, además de muchos hijos y mujeres como parte de su patrimonio, y según
decía, los tenía porque podía mantenerlos. Ambrosio no se quedaría con el
animal si podría obtener por él un buen precio por su venta. Un día llegó hasta
la finca de Ambrosio, jalando una yegua en celo, uno de sus cercanos parientes
y ofreció pagar por el servicio de apareamiento nada más y nada menos que lo
que costaba su maltratada yegua. Se prendió en Ambrosio la chispa de negociante
y aceptó de muy buena gana aquella suma de dinero, en ese momento desapareció
de su mente toda posibilidad de venta del hermoso animal, estaba feliz, ¡por él
que llegaran todas las yeguas del mundo!, y feliz el noble e imponente Ronco
porque le llegaran aquellas hembras. Mas, dada la elevada tarifa por el
servicio del semental, muy pocos lugareños podían pagar, así que Ronco se
pasaba gran parte de los días de relincho en relincho, solamente mirando a las
apetecibles hembras...
Y Ambrosio creyó conveniente publicitar a su brioso animal
en los pueblos vecinos y se ocupó personalmente de chalanearlo en concursos de
caballos de paso de las fiestas patronales ganando los codiciados premios. Así que,
la fama del multi galardonado Ronco se acrecentó, y, el placer volvió con el
caballo y la alegría inundó el rostro de Ambrosio, el hombre era feliz porque
el dinero recaudado engrosaba día a día con el coito de exportación.
Tiempo después, los hijos del semental se encontraban ya en
edad de reproducción, muchos nuevos sementales remplazaban a Ronco, por
consiguiente el precio por monta disminuyó, y el semental de Ambrosio envejecía
del mismo modo que la preferencia por sus servicios decrecía. Uno de esos días
el ardiente animal no aguantó más su impulso sexual y saltó la cerca para
trepar a una hermosa potranca que pastaba en la parcela vecina, desde aquel día
y en adelante repetía la acción de saltar la cerca para dar rienda suelta a su
apetito sexual con cada hembra que se le presentaba, tantas y tantas veces que
Ambrosio comenzó a aburrirse del comportamiento del semental, fue más, hasta
tenía que pagar a los dueños de las parcelas por los daños que Ronco ocasionaba
en su desenfrenada carrera por conseguir hembra. Y Ambrosio optó por atarlo a una
estaca, pero, pronto el animal aprendió a jalar la estaca, y así, con la estaca
arrastrando emprendía su aprendido hábito de saltar las cercas para conseguir
mitigar su apetito sexual.
Ambrosio, como buen empresario agrícola, evaluó que el animal ya no le resultaba
rentable como semental. Además, cuantificó que el dinero que le había ingresado,
por los servicios de monta, ascendía a quinientas veces el precio del mejor
semental, así que decidió castrar al animal para usarlo en los diarios y duros
trabajos de campo o para ponerlo a la venta, a esta decisión se opuso el último
de sus hijos, pero con oposición o sin ella el animal sería castrado porque
Ambrosio no admitía que se opusieran en sus decisiones. ¡Castración que no
sucedió!, porque quiso la casualidad que ese día estuviera por ahí un aficionado
yegüerizo de un pueblo lejano que gustó
de la estampa del cuadrúpedo y le pidió a Ambrosio le vendiera al animal, a
esto se volvió a oponer el hijo menor de Ambrosio, pero Ambrosio, terco como
era, echó al hijo de su casa y vendió al cuadrúpedo.
El nuevo amo lo llevó hasta su pueblo, y los aldeanos
enterados de aquella semental aparición empezaron a llegar con sus yeguas para
aparearlas, pero el pobre animal ya era viejo y se encontraba agotado, y aunque
se valían de un hurgón para hacer llegar el miembro de Ronco a la caverna de la
yegua, la virilidad no respondía. Y el nuevo amo creyó conveniente castrar al
animal para ponerlo en venta. ¡Y lo castró! y lo puso en venta.
¡La suerte que le esperaba al pobre animal!, por allá, por
esos mundos, los caballos no usan
herraduras, los amos consideran que herrar a los cuadrúpedos es un gasto de más
“¡tantu gastu!”. Entonces el otrora engreído Ronco fue introducido en la tropa
de acémilas de un arriero, hay muchos arrieros por ahí y todos tienen un solo patrón,
y es el mismo patrón que tiene Ambrosio, un patrón que claman a gritos cada día
pero que sin embargo él no los conoce porque ni a sí mismo se conoce. Un hedor
a carne podrida emana en los pesebres de los arrieros, las pobres bestias
llevan una herida desde la cruz hasta el rabo, ninguna tiene herraduras, los
burros y mulas no sufren tanto por esta omisión, aquí los caballos por ser los
más sensibles se llevaban lo peor.
Las piaras mueren día a día por el mal trato y
contradictoriamente crecen día a día por
el impulso sexual de la especie. Las bestias caen con carga y todo en el
escabroso camino mientras el látigo del arriero revienta en sus maltratados
lomos. Las bestias caen y ahí son abandonadas, algunas se recuperan mordiendo
las yerbas del camino y son vendidas a las fábricas de embutidos, otras, las
más prometedoras son reincorporadas a la piara, y otras ahí no más, al tercer
día, mueren, pero antes de morir llegan hasta ellas los buitres y conversan con
las bestias:
–¿De qué quieres que padezcan tus diferentes amos antes de
morir? –preguntan al unísono, los
buitres.
Y después de cruzar miradas los buitres inician su opípara
merienda. Tiempo después los amos terminan muriendo por dónde empieza el buitre
a picar a la bestia. Los arrieros mueren de todo y, ¡y el patrón nunca muere
porque no tiene corazón!. Pero el último hijo de Ambrosio, que pasó los
primeros años de su vida junto a Ronco, él sí, ¡él sí tiene corazón!, así que
apenas se hizo hombre y consiguió libertad económica se encaminó en busca de
Ronco. Y antes que los buitres iniciaran su merienda lo salvó y lo llevó a
vivir junto a él.
Y desde entonces Ronco vive protegido, mientras
Ambrosio, impotente, corva su enfermizo cuerpo recorriendo día a día sus pertenencias ante la mirada codiciosa de sus
demás hijos, y cada día que lo hace las encuentra disminuidas y al evaluar el
decremento de su riqueza se le quiebra la vida sin conseguir la muerte.
(Suerte de caballo es la suerte de la masa trabajadora en el mercado laboral).
Publicado el 11 de octubre del 2012 en la revista http://www.pulso-digital.com/
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