En aquel populoso barrio de la
gran Lima, la precaria casa se ubicaba en la parte más saliente de la inclinada
hondonada. Indiscretamente el tendedero estaba en la azotea de la vivienda, de
tal manera que toda la vecindad centraba su atención en lo que sucedía en
aquella azotea.
El marido de Sixta era un
albañil, un marido bien macho, de esos machos que de su mujer piden a gritos la
comida y ropa que se les antoja, y además con un ¡carajo! como arenga, que si
lograba un grito seguido de varios carajos, más macho se sentía, como que se
llamaba Tenorio. Pero éste era un Tenorio de aldea serrana que llegó hasta un
barrio marginal de la gran ciudad y ahí tomó conocimiento que para tener
vivienda propia había que agruparse con muchos marginales e invadir terrenos
eriazos al este, norte o sur. Y se asoció y buscaron al norte. Plantó su estera
y luego buscó mujer sin serenatas, sin ramos de flores, sin versos ni nada,
sólo la tumbó a la prepo y luego se hizo albañil por casualidad. Y así, con los
excedentes de los materiales que obtenía por trabajar en otras construcciones,
fue construyendo su propia vivienda con su mujer como ayudante. Y cuando
terminó de construirla hizo el amor con ella en todos los rincones y en todos
los ambientes, hasta en la azotea, al mismo filo de ella para que pudiesen
verlos todos los del barrio que aún vivían dentro de esteras, y repetía la
práctica en la azotea cada vez que se le antojaba. Claro que, Sixta se oponía a
esta práctica pero él amenazaba, que si no me haces donde yo quiero traigo a la
otra, hay tantas que me buscan que ya quisieran tener esta casa. Y a la desdichada
Sixta no le quedaba más que acceder a los requerimientos del marido.
Tenorio era joven, ingresaba
para los treinta, trabajaba para otros empresarios que brindaban servicios de
construcción a los diferentes municipios de la metrópoli, uno de esos empresarios
quiso estimularlo y lo matriculó en un curso para constructores. En ese curso
el principal expositor era un completo admirador de Miguel Ángel Cornejo, lo
admiraba ¡hasta el fanatismo!, que sus exposiciones consistían en colocar el
vídeo del susodicho una y otra vez, mientras la semana del curso, hasta que
Tenorio entendió que el único requisito para hacerse empresario era el hambre,
y a la sazón se dijo “vaya, sin darme cuenta yo hace tiempo soy empresario”. Y
para sentirse como sus ocasionales jefes fue a buscar al alcalde de su distrito
y le ofreció sus servicios, el burgomaestre le encomendó la construcción de un
escalón de concreto por un monto sobrevaluado a su propio favor. Qué fácil le
resultó, el mismo alcalde le constituyó la empresa constructora, Tenorio dejó
de ser un simple obrero y empezó a trabajar por su cuenta. Se compró una
camioneta 4X4, eso sí, cómo no, ¡entonces el tiempo le faltaba y el dinero le
sobraba!. El tiempo le faltaba porque incursionó como conquistador de muchachas
desocupadas y necesitadas, y como el tiempo le faltaba para dedicarse a su
propia casa y a su propia mujer, Sixta, aburrida por los malos tratos de su
jactancioso marido había planeado vengarse y por eso colgaba cada día muy
temprano una prenda íntima en el tendedero. Hasta que un día uno de sus
vecinos, apostado en las cuatro esteras de su vivienda, tímidamente le dijo a
Sixta:
–Ve, ve Vecina, que qué buenos
gustos tiene usted.
Y Sixta muy suelta le
contestó:
–¡Espéreme un momento!.
Descolgó la prenda y la arrojó
al vecino, el vecino la cogió y la besó, y ella le dijo “ahí en el orillo está
el número de mi celular”. Y desde aquel día el vecino y la vecina hacían el
amor por celular. Pero Sixta seguía con su práctica de tender una prenda, y así
otros vecinos la requerían telefónicamente hasta que se extendió la fama de la
mujer por todo el barrio, y más aún. ¿Y quién así de pobre como el afortunado
vecino no quisiera requerir a una mujer con fama de pituca de barrio?, la única
con vivienda de ladrillos, y además, con marido empresario.
Sixta se dio cuenta que
debería cobrar por las llamadas y fue a la empresa de teléfonos para firmar un
contrato, y después de ensayar múltiples voces se preparó para contestar las
diferentes llamadas. Pasó de tímida mujer a osada fémina capaz de excitar al
más frío de los hombres, a tal punto que le llegó a gustar su nueva y casual
ocupación, ¡y muy bien!, porque además recibía dinero por lo que le gustaba
hacer. El hambre de venganza la llevó a convertirse en empresaria sin siquiera
haber visto el vídeo de Miguel Ángel. Sin capacitaciones ni camioneta ni nada,
vivía aquellas conversaciones que mantenía con diferentes hombres dando rienda
suelta a sus fantasías sexuales.
Buen tiempo ya que no era
necesario que Sixta colgara prenda alguna, un día recibió la llamada de su
propio marido que por su propio lado había ensayado una particular voz de clase
A. Y empezó a practicar el amor por celular con él, de manera tal que el
marido, sin saber que se trataba de su mujer, llegó a imaginarla como quería, y
entre imaginación e imaginación él le proponía practicar el amor en vivo y en
directo, y entre imaginación e imaginación ella aceptaba. Nunca llegaron a
encontrarse en persona porque cada vez que se citaban él o ella se sentían
vigilados. ¡Pucha, ahí está el baboso ese!. ¡Pucha, la conchasumadre esa! y,
nada. Y fingiendo no darse por enterados se apartaban. Y esto sucedió hasta que
ambos, ya muy enamorados como consecuencia de las repetidas entregas sexuales
telefónicas, poco a poco se fueron soltando de sus apariencias hasta hacer uso
de sus propias voces: ¡Oye, baboso!, ¡vesta conchasumadre!.
Y descubrieron que ambos
habían sido infieles, pero qué, el hombre estaba feliz porque la infidelidad de
su mujer le había llevado a conseguir mucho dinero sin siquiera haberse
entregado a otro hombre, ¡eso era lo importante!, eso creía, y eso merecía
festejarlo haciendo el amor, ya no en la azotea, ahora en un lugar del norte
del país exclusivo para gente adinerada, como políticos y más, en el balneario
de Punta Sal, para cuidar imagen
empresarial.
Publicadoel 20 de mayo de 2014
en la revista www.pulso-digital.com.
http://www.pulso-digital.com/
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